Un amigo me preguntó maliciosamente hace unos días por qué dedico una parte de mi tiempo a escribir. El interrogante me pilló tan a contrapié que necesité tomarme unos segundos de cavilación. Finalmente respondí que escribo por muchos motivos, sí, pero ninguno tan poderoso como el afán de reconocimiento. Si me siento a escribir un artículo o un relato, afirmé, es porque los elogios posteriores compensan con creces el esfuerzo. Debo confesar que no quedé del todo satisfecho con mi réplica, que podría haber sido más agradable. Podría haberle dicho a mi amigo que concibo la escritura como una «vía de expresión de mi subjetividad» o como «un medio para realizarme personalmente», en plan gurú de baratillo posmoderno. También podría haber optado por una alternativa menos pretenciosa, y haberle espetado que escribo por el mismo motivo por el que unos juegan al golf y otros pintan: porque me gusta. Pero respondí como respondí, y mi amigo reaccionó con cierto desaire; de hecho, tras pronunciar un sermón demasiado prolijo para resultar mínimamente efectivo, me acusó de vanidoso y yo, elegante, encajé la acusación.
Si hubiese tenido unas mínimas ganas de debate, le habría replicado de viva voz a mi amigo exactamente lo mismo que ahora me dispongo a escribir con manos trémulas e inseguras, agitadas por el humanísimo deseo de agradar: que la vanidad no pasa de vicio menor y que, mucho antes que eso, es un elocuente síntoma de la precariedad estructural del ser humano. Nuestra ansia de reconocimiento, esa irrefrenable voracidad con la que deseamos el elogio, nos revela como seres lisiados. Me imagino al vanidoso transmutado en un mendigo que, cubierto de harapos raídos y acompañado de un perro escuálido, tiende entre temblores un toqueteado vaso de cartón. O en una meapilas suplicante que pasa más tiempo arrodillada que erguida.
En este sentido, poco tiene que ver la vanidad de un pobre plumilla como yo con la soberbia del individualista moderno. Que no piense el lector que lo digo por autoexculparme. Mientras el vanidoso se inclina reiteradamente hacia el prójimo, aunque sólo sea para mendigarle un piropo, el soberbio individualista lo desprecia, pues, en su delirio autosuficiente, se ha convencido de que no puede recibir nada (bueno) de él. Estamos ante dos tipos humanos antagónicos, ante dos opuestos irreconciliables. El primero vive constantemente abierto a la inmensidad del otro; el segundo vive encerrado en la estrechez de su propia prisión. A uno lo van moldeando los elogios entonados por lengua ajena; el otro va haciéndose a sí mismo, como el superhombre americano. Es cierto que el vanidoso quiere brillar; pero, al contrario que el soberbio, sabe que no puede hacerlo con luz propia. En él hay un tácito reconocimiento de la dependencia del hombre, que sólo puede refulgir participando de la luz que proyecta su prójimo.
Tras la altivez del vanidoso subyace, pues, una peculiar humildad. Si desea que los demás lo elogien, es porque antes ha reconocido la validez del criterio ajeno. Si mendiga piropos, es porque antes ha rebuscado en su interior y ha encontrado una enfermedad que debe curarse. Su altanería parece un grito de socorro. Él es el problema y el prójimo, la solución.
Digamos, por sintetizar, que el vanidoso es en realidad un hombre humilde que yerra en el fin y acierta en el medio. Su fin ―la propia gloria― resulta demasiado ambicioso, pero su medio ―el otro― no puede ser más atinado. Ha andado la mitad del camino. Ya conoce el valor propiciatorio de la súplica, el vasto poder de la imploración. Tan sólo le queda pedir por la causa adecuada, y lo hará cuando descubra una verdad que san Agustín enunció vívidamente: «El justo procura ardientemente que las alabanzas no vayan dirigidas a él, sino a Aquél que es fuente de cuanto en el hombre merece una justa alabanza». No se trata de desear la propia gloria, sino de permitir que la gloria de Dios se manifieste a través de uno. No se trata de brillar, sino de iluminar.