Cuando era pequeño odiaba muchas cosas. Diría que casi todo. Desde la fideuá de mi padre hasta las croquetas frías del colegio; pasando por los besos con lengua seca, las manos mecánicas tornando la pubertad y esa estúpida sensación que se te quedaba los domingos por la tarde cuando veías con perspectiva toda una semana de suplicios y peroratas de adultos hastiados, con halitósis rutilante, cuya principal misión era hacerte la vida imposible.
Como no podía ser de otra manera, odiaba aquellos paliativos medicinales -abortos del buen gusto- que servían – ¡Menudo preludio!- para mitigar el sufrimiento de crecer. Mi madre me decía que, para pasar el mal trago cuanto antes, me tapase la nariz y lo bebiera de golpe. Yo, bregado en la pereza retráctil desde muy chico, era incapaz de tomarme aquel bálsamo del “feo Blas”-que diría Sancho después del encuentro a palos con los yangüeses– de una tacada. Me quedaba sentado recreándome, calentando la imaginación para la esterilidad del actual ejercicio, en cómo los polvos blancos de la medicina se disociaban del agua hasta convertirse en una petrificada suela calcárea. Entonces, le daba paso al polemista que me ha llevado a la presente ruina.
— Mamá, ¿cómo quieres que me beba este yeso?
Y ella amenazaba con darme una tunda si no me lo bebía. Dolor por dolor. Aquello era un trueque justo y sin ambages. No como hoy.


Porque hoy, si se tiene la libertad de espíritu, tres libros en la cabeza y una magra cuenta corriente, uno es capaz de ver la plasta de la que están hechos los contratos sociales, los motivos fundantes de las mal llamadas comunidades vivas y, en definitiva, cualquier relación donde haya un arribista cerca.
Odiamos poco. O mejor dicho, hay un esfuerzo tremebundo por intentar no manifestarlo.
En el trabajo, en tu grupo de “amigos”, en clase, en yoga, en Misa, en tus tejemanejes sociales, en la discoteca… La cantidad de idiotas que ahí se congregan a Dios nos las dé muy buenas, es de aúpa. Pero hay un filtro, tal vez el “Claredon” o un juego de “brillo y contraste” o la puta (o puto, que no quiero líos) del correctismo político, que hace que tiremos pa´lante -que diría el troner de la COPE- con muy poco.
Nos conformamos con relaciones tranquilas, con perdones inocuos, con expectativas razonables, con hipotecas asequibles, con un catamarán de alquiler con olor a pis concentrado y sustrato de gamba podrida para el verano.
Queremos nuestras tres cosuchas, más o menos ordenadas, y que no nos toquen mucho los cojones.
Pero lo que pasa es que nos los tocan. Con entusiasmo febril, además. Pero se nos ha extirpado la capacidad de reacción -considerando la densidad etimológica de la palabra- en favor de cuatro hashtag mal puestos y con peor ortografía.
Entiendo que todo este desmadre se debe en buena parte a la falta de franqueza a la que nos sometemos a nosotros mismos y a los demás.
Yo quiero atribuirlo a una falta de silencio y valentía en el día a día, pero habrá quien prefiera usar mecanismos junguianos para buscar el enemigo a su medida. En fin, que cada quien lo sazone a su gusto.
Por ir terminando.
Recuerdo a un profesor de videojuegos en Periodismo (en efecto) que se sinceró con nosotros una tarde cualquiera hace cinco años. El buen hombre llegaría de otra clase, o de su casa -qué sé yo- algo tocado y nos dijo, con todo el porte medieval que le caracteriza aun hoy, que había que sacar las antorchas e iluminar el camino de las tinieblas que nos cercaban.
Como la miseria es una constante y hecho de vida con el que me topo a diario, hay algo de sano y esperanzador en partir de la siguiente premisa: el mundo no está bien hecho. Tal vez en lo teológico, pero todo lo demás es un pandemonio de agárrate y no te menees. Detectar lo que se detesta, enfrentarlo y desde ahí asumir tu propia responsabilidad con la existencia y con la de los demás; habiendo pasado previamente por ese estadio místico y fugaz que es el agradecimiento por la clarividencia.
Odiar mi colegio me ayudó a valorarlo cuando empecé a odiar mi trabajo, previo paso por el desencanto universitario. Odiar lo mal que escribía me ayuda a odiar lo mal que escribo hoy si me comparo con aquel cadáver de laurel. Odiar no haber amado bien me ayuda a odiar el no amar bien ahora que puedo y tengo con quien hacerlo.
Si este texto tiene que empujar a algo, más allá de la repulsa para el mentecato vanidosillo que lo escribe, es para decirle a esa persona que tienes cerca, a esa jefa perruna, a ese colega perdido, al político que te vaya a dar la mano en la próxima orgía mitinera, lo siguiente:
— Te odio. ¿Y ahora qué hacemos?

