La inminencia de las elecciones ha puesto en evidencia una cruda realidad: en el país de las oportunidades, mientras los más dotados de recursos prosperan, otros muchos luchan por sobrevivir. Nuestro país se apoya en la convicción de que el trabajo duro y la iniciativa personal garantizan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Hoy esa promesa parece fallar. Sigue leyendo
Cuando se avecinan unas elecciones en las que remueven las aguas nacionales serias y extendidas pasiones revolucionarias, profundas ansias de cambio y de inmediatez, el panorama electoral se divide inevitablemente entre extremos en el eje derecha-izquierda. El centro –algo menos ideologizado–, entre el miedo preservador y la audacia constructiva.
“IZQUIERDA” Y “DERECHA” EN POLÍTICA
La extrema derecha, el “conservadurismo radical” (como Mussolini en Italia o, según dicen, Franco en España), es el resultado de la aplicación práctica de aquella sentencia del maestro Hegel en su afamada obra “Fenomenología del espíritu” (Phänomenologie des Geistes): “el Estado es la suprema encarnación de la Idea“.
Para los profanos en el autor (de obligada lectura para un Historiador de la Filosofía, un sólo Historiador o un politólogo) la expresión significa que el sistema cristalizado en el Estado contemporáneo representa la perfección absoluta de la política. Hegel, padre intelectual de teóricos como Feuerbach, Marx, Schopenhauer, Nietzsche o Bajunin, es curiosamente el primer teórico de extrema derecha en sentido estricto.
Los autores de esta línea (la más tendente a la derecha) defienden –básicamente– la posición de que el cambio social y político es siempre un intento pro futuro a mejor, un deseo actuado de perfecciones posibles de las que de hecho el sistema en cuestión carece.
Si el sistema es ya perfecto, ¿qué es el cambio, sea revolucionario o estrictamente legal, sino un delito de lesa patria?
Por eso los partidarios de estas ideologías (muy heterogéneas sub genere) temen el cambio por sí mismo y atacan toda forma de pensar que —a priori– suponga una mutación sociopolítica, por débil que fuera. De ahí las distintas clases de censura a nivel social e institucional y el aniquilamiento de las bases de todo sistema democrático, que son las libertades de expresión, de información y de prensa.
Por el contrario, la extrema izquierda nace de la aplicación de la obra de Hegel a la misma obra de Hegel, de la exigencia de coherencia: niega radicalmente la perfección del Estado, y provoca el cambio dialéctico de la misma entidad entendida como tesis.
Según el esquema tesis-antítesis-síntesis introducido por el autor, la tesis o cosa dada en un primer término presenta imperfecciones susceptibles de mutación, de manera que por avatares cualesquiera termina oponiéndose a ella la radical alteridad que la niega (antítesis), provocando una interrelación armónica (armonía de contrarios) que originará una nueva tesis más perfecta (síntesis). Ésta es la piedra de toque de la lucha de clases del teórico K. Marx que desembocará en el comunismo, o si se quiere la Dictadura del proletariado.
Así pues, se reniega del modelo de Estado establecido porque es esencialmente malo, injusto, inhumano (antisistema), y se pretende la construcción de una realidad nueva enfrentándole con ardor (y según K. Marx, con violencia) a la actual un modelo diametralmente opuesto.
EL “CENTRO” Y EL VOTO DEL MIEDO
Entre los dos extremos de la línea ideológica, entre el necio optimismo y el pesimismo presuntuoso, se ubican las posiciones que llamamos de centro: de centro-derecha las que conciben el sistema como netamente positivo aun advirtiendo serias imperfecciones, y de centro-izquierda las que, sin dejar de destacar los grandes avances, entienden negativo el balance general del sistema contemporáneo.
Obviando las posiciones extremistas y fijándome en el grueso del electorado centrista (fiándome quizá ingenuamente de la campana de Gauss), en una situación como la actual se presentan dos tipos principales de voto: el constructivo y el del miedo.
Como se habrá podido observar, las categorías derecha e izquierda, así como las de progresista y conservador que obedecen a este mismo análisis hegeliano, son relativas a un modelo de Estado dado de hecho o bien escogido como referencia.
Respecto al hoy político, nadie puede ser estrictamente conservador y no caérsele la cara más abajo de los pies de pura y justa vergüenza: una casta política, renegadora del mandato representativo de la ciudadanía que la soporta (en sus sentidos metafísico y social, claro que sí), que se turna el poder entre sí misma valiéndose de discursos demagógicos, sofistas y pasionales, y que para colmo roba, chupando la sangre cual vil sanguijuela odiosa del currante de buena fe.
La concreción actual del modelo de Estado que defiende nuestra Constitución es a todas luces injusta y muy imperfecta, si no mala, y sólo puede gustar al que percibe un enriquecimiento indebido por su diabólica gracia.
Pero el votante informado y perspicaz de centro no pierde de vista que esto puede cambiar sin radicales transformaciones ni revoluciones contra todo: la Constitución de 1978 no es desde luego la consagración jurídica de la corrupción política, sino que ésta es una posibilidad que, sin el adecuado desarrollo legal y reglamentario que exige, puede darse de hecho e incluso de derecho (no es el segundo el caso de España).
El votante de centro, de centro-izquierda o de centro-derecha, sabe que lo más de lo que falta es un haz de medidas de control efectivas, que asegure el cumplimiento de la ley constitucional. Pero está, más o menos, contento con la Constitución vigente si hace un balance general de su contenido.
Cuando un partido de extrema izquierda, (que lo que desea es la abolición del sistema con todo lo que ello comporta), se hace con el voto poco informado de quienes lo que anhelan no es su programa político sino una reforma legal y la aniquilación de toda forma de corrupción política, la nación tiene un problema serio y grave. Sobre todo cuando parte del programa real de futurible gobierno implica como condición sine qua non un régimen totalitario antidemocrático propio del comunismo, como ocurriera con la cada vez más vecina Venezuela, China o Corea del Norte.
El votante de centro avisado tiene, pues, dos opciones: construir o preservar.
Quizá con algo de demagogia, se ha denominado al primero “voto valiente” y al segundo “voto del miedo“, llamando así de forma indirecta cobardes a quienes se sitúan bajo su sombra, a menudo acomplejadamente y con extremado secretismo por temor al todopoderoso Tribunal de la Opinión Social.
Como en este blog ya se ha argüido –con grandísima destreza– sobre el voto valiente, quiero yo legitimar (sin llamar a él) el llamado voto del miedo.
Todos los votantes de centro (de izquierda o de derecha) quieren lo mismo en una misma situación: un país mejor, un sistema más perfecto, advirtiendo los inconvenientes y los logros del modo de Estado actual, mayores o menores en número los unos y los otros según quiénes.
Unos se ajustan más a la izquierda y abogan por un cambio más profundo, otros se aferran a la derecha y quieren perfeccionar el modelo contemporáneo netamente bueno, pero los dos quieren y actúan en el marco de la Constitución vigente. Perciben la Carta Magna como instrumento de concordia política que asegura los derechos y libertades civiles, políticos, económicos y sociales, y advierten su negación como un mal que sobreviniere, que quieren evitar.
“Haz el bien y evita el mal“. El primer principio de la razón práctica de Aristóteles, que se observa en la filosofía precristiana y que se establece como piedra angular de la Filosofía Moral en el Medievo, perviviendo hasta la actualidad en cualquier planteamiento teórico que acepte cualquier sistema ético, es harto elocuente.
El mal no es otra cosa que la negación del bien, por lo que si se construye en base a una perfección se ha de evitar simultáneamente cualquier amenaza que lo arruinare. Así, la vía preservadora y la constructora no son sendas distintas, sino dos caras de la misma moneda: el trabajo para lo mejor, el odio a lo malo actual.
Cuando no amenaza mal alguno que arruine un designio o un estado (en minúscula) bueno, no tiene sentido evitar la nada: hay que construir. Cuando en la construcción se presenta un obstáculo inevitable por la vía positiva, es ser idealista e idiota (en su sentido literal) gastarse en lo imposible: habrá que luchar hasta desaparecer el impedimento, y entonces se podrá trabajar para lo bueno. Cuando se está trabajando para lo bueno y algo amenaza con arruinarlo, es ser estúpido ignorar la probabilidad: puede pillarle a uno el toro. Habrá que trabajar para preservar el proyecto deque algo lo destruya.
Trasladado a la política, hay que saber que el voto del miedo, o preservador, es un voto generalmente imperfecto pero, a veces, justo y necesario. Lo ideal es votar en positivo y afirmar lo bueno en detrimento de lo malo, pero lo ideal no siempre es lo real.
A veces la amenaza es seria, grave e inminente, y en estos casos (en mi opinión, sólo en estos casos), cuando además con el voto no se puede por las circunstancias contribuir a lo bueno y preservar de lo malo simultáneamente, es legítimo y prudente votar por miedo –por un sano miedo– que no es más que la reacción frente a la probable desaparición de lo que se quiere o la imposibilidad de lo que se busca. Sólo teme quien desea, sólo se aterra quien anhela un bien, y en esto se funden y hermanan los constructores y los preservadores.
La vía negativa del mal es siempre subsidiaria, pero según los casos necesaria, y desde luego siempre inacabada: si lo que se quiere es un bien pro futuro, un proyecto político para el mañana, y lo que se teme es su frustración, será un veleidoso quien muerto el perro y acabada la rabia antes de morder no se embarque en la empresa real y positiva de procurar la perfección política.
Los electores potenciales de determinada ideología no ven representados sus principios y valores en el espectro político, si acaso un partido afirma inequívocamente la esencia en su integridad de lo que quiere, pero elegirles puede significar, hoy por hoy, que el voto no tenga repercusión política alguna. Si la amenaza de lo malo es real y probable, y lo malo adveniente grave, ¿lo prudente es la inefectividad o escoger efectivamente lo menos malo para evitar lo peor?
Cada cual vaya juzgando según su criterio, pero en serio discernimiento, los medios más adecuados para lograr mañana la perfección del sistema que casi todos queremos.
Desde que comenzó el año, se aprecia una moda morbosa entre los votantes naturales de la derecha (si es que existe de eso en España) que consiste en preguntarse entre sí: ¿Oye, y tú a quién vas a votar?
Si bien no es extraño que empiecen a removerse las aguas conforme se acercan las muchas citas electorales a las que estamos llamados este ejercicio, lo que sí es novedoso es lo hagan en esta orilla.
Vertebra la moral política de una parte de la población una llamada a la prudencia —¡Prudencia!— antes de hacer una “locura” y votar a según quien, sin necesidad de referirse a quienes (obviamente) no son un reclamo para esta clase de votantes.
Pese a todo, en muchos parece como si quedara un resquemor tras tomar la determinación de, cual héroe odiseico, atarse al mástil de la virtud –la más alta de todas, según los grandes filósofos– y quedarse con las ganas de desahogarse: ¿Oye, y tú a quién vas a votar? (como si buscaran algún “disidente” a modo de tentación).
Y ya que hemos apuntado una metáfora, continuemos con ella. ¿O no son cantos de sirena las constantes encuestas que una y otra vez nos bombardean, espoleando la “furia” de unos, el “miedo” de otros, la “responsabilidad” de estos y la locura de todos?
Dijo un francés perspicaz que “cada nación tiene el gobierno que se merece“, algo que se ha repetido hasta la saciedad en esta nación nuestra, la española. Lo dijo en el siglo XVIII, cuando cada hombre votaba a aquel candidato que, según creía, representaba mejor sus propios intereses e ideas, sin ‘trending topics’, ‘encuestas de estimación de voto’ o minutos televisivos que le disuadieran de hacerlo así.
Ocurre, ahora que los gobiernos no son ya el espejo del sentir (y el pensar, por qué no) de la calle, sino una ponderación de reclamos, miedos, prejuicios, e ilusiones orquestados a un tiempo por los propios ciudadanos, los partidos políticos y por una abundacia tal de sobreinformación (valga la redundancia) que cualquiera se aturde con tan solo tratar de comprender. En un marco así: ¿Quién se arrogará el valor de votar por sí mismo?
Como consecuencia de ello, son los ciudadanos los que, a través de las muchas y variadas encuestas, modelan sus decisiones a modo de “pacto”, para terminar votando a unos políticos incapaces de pactar entre sí, pese a ser ese (y no el de los ciudadanos) su trabajo. En definitiva, o vota uno mismo, o votan las encuestas.
De la misma manera, parece que son los ciudadanos y no los políticos quienes han de hacer gala de su responsabilidad y prudencia, acudiendo a las urnas con la pinza en la nariz si es necesario, para obviar la podredumbre y la corrupción que, bajo toda apariencia, impregna las instituciones del Estado, del Congreso a los ayuntamientos.
Déjenme darle la vuelta a la imagen, ya que parece poco heroísmo para nuestro Ulises renunciar a su Penélope para quedarse con Circe. Si van a atarse a un mástil, que no sea el de la prudencia sino el de la verdad. Y si han de escuchar a las sirenas, que no sean las encuestas sino las noticias.
Nos hemos acostumbrado ya a que los telediarios abran con noticias sobre corrupción, detenciones, irregularidades, contratos un tanto sospechosos y adjudicaciones