Creo que si Dios pudiera gozar de una genitalidad definida, tuvo que venirse arriba cuando David Bowie pergeñó “Heroes”.
Himno del Berlín occidental y el de la resistencia oriental años antes de la caída del Muro, es la historia, tal y como la cuenta David Granda en Vanity Fair, de dos alcohólicos amantes, artista él y artista ella, cuyo amor, visto desde una ventana por el propio Bowie, era una oda al eterno y divino momento del ahora.
Creo que si estamos en disposición de aceptar la posibilidad de un orden creador, por no hablar de apellidos con credos y suras, es relativamente fácil concluir que la vida está hilvanada de momentos y circunstancias hechas para que alguien se maraville con el crecimiento de la hierba, el cantar de los gorriones comunes en el alfeizar de una venta de Carabanchel o el rumor de un vespino que te lleva al callejón donde ocurrió tu primer beso de verano.
La vida se desenvuelve sin permiso. Quizá nosotros tengamos que aplicar algo de esa canallesca para sacarle hasta la última gota; a navajazos si es preciso con tal de que salga el arrabal que llevamos dentro.
Seguro que la pillería terminará por merecer la pena cuando la muerte, ya sea de cáncer, en un choque estúpido con el coche o sentado en el único trono que conoce todas nuestras miserias, nos de el jaque mate.
En fin. Salgan del coche y miren al cielo. Ya que no las pueden ver, imagínense los alfilerazos blancos que permiten que transpiremos en un infinito sin demostrar. Tal vez así merezca la pena decir con un suspiro de alivio, mientras suena un riff en el aire tras un punteo invisible, “que podríamos ser héroes sólo por un día”.
Hoy, al despertarme de la siesta, me ha apetecido ver la sangre de un toro vivo goteando sobre la arena; devolviendo los reflejos que se cuelan por los huecos de las carpas de los tendidos; con el costado rojizo y brillante envuelto en un suave jadeo y los aplausos de la plaza.
No es que sea yo muy taurino, diré que menos que casi nada, pero me ha apetecido el clima de una plaza alegre porque ha visto a precio de feria a un toro bien matado.
Para ser sinceros, cuando me he levantado me he llevado las manos a la boca para descubrirme con alguna colilla. Pero nada. Todo había sido un sueño donde cuatro chustas de Ducados y un canuto buceaban en los calimochos, ya calentorros, que atiborraban las gradas desde el concierto de la noche anterior.
En mi siesta había sido capaz de reproducir la plaza entera, con su cofradía de cogotes cuarentones -esa edad del pelo mechado, cuando ya se ha perdido la dignidad o ganado un chalet en Villalba para los fines de semana-; todos ellos con los pañuelos electorales tiesos porque no corre una pizca de aire. También podía percibir la neblina de gasoil del motor del algodonero cuando le echaba azúcar a la máquina. También a un macarrilla con peinado a lo David Villa siendo apapachado por una adolescente con curvas incipientes mientras un feriante panzudo descolgaba un peluche rosa de lo alto de la barraca.
Lo último que recuerdo, porque alguien había marcado un gol en la televisión, es el atardecer cayendo sobre las hojas de los castaños, con todas esas venas verdes expuestas al último buen día del año.
Sin embargo, dicha ensoñación, esa exótica apetencia de la muerte con arte, no debía de cumplirse.
Le había hecho una promesa a mi hija de 9 meses, que ni se entera de cuando se ha cagado, de que la llevaría a la feria.
Y eso he hecho.
Andando son unos treinta minutos de subidas desde Santiago Amón esquina con Miguel de Cervantes.
Sorteando coches de policía local y vallas de encierros, llegué hasta la cuesta de San Miguel y fui directo al polígono, obviando los “olés” que salían de la plaza que ya dejaba a mi derecha, con peste a churro de aceite recalentado, borboteando por el agua congelada una y mil veces.
Una vez allí mi hija abrió mucho los ojos. Se quedó clavada viendo los coches de choque; quién sabe si anticipando a su memoria la primera cita encubierta por el destino con el que sería su primer noviete oficial dentro de quince años.
¿Y si los sitios nos anticipan nuestra historia? A lo mejor hay que levantar la vista y escuchar qué me dicen el Gusano Loco y el Grillo Colorado, con sus miles de bombillas a medida y sus cintas de seguridad desgastadas.
A lo mejor ese derroche de espectáculo a cuenta de los romaníes me dice que una vez fui pequeño y vi una serpiente de plástico por primera vez en la feria de Las Rozas. Y que no me dio miedo. Aunque tamaña proeza, no se la pude contar a nadie.
Todo tiene un final. Los hombres mueren, aunque nieguen esa palabra; nadie se lleva la riqueza a la tumba, aunque se atesore con avaricia; la injusticia podría acabar si un pueblo se dedicaba a ello; e incluso la magia del progreso se agota cuando la contaminación ya no se puede esconder. Mueren los hombres, pero permanece el Hombre en sus dramas y sus esperanzas. La muerte era, para Miguel Delibes [1920-2010] el desenlace inevitable y no siempre justo de una vida no siempre vivida: “al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales”.
Hace unos meses, los medios de comunicación se hicieron eco del caso de Nano, una joven noruega que afirma ser un gato y que solicitó a su gobierno “ser reconocida como género” alegando que su cuerpo de mujer es “un error genético”. Este hecho sería tomado a broma si no fuera porque en los últimos años se han producido acontecimientos similares. Recuerden el supuesto caso del primer hombre embarazado, de la prometeo Thomas Beatie o el del británico Neil Harbisson, reconocido oficialmente como la primera persona cíborg del planeta. Pues bien, si quieren conocer las raíces ideológicas y filosóficas de los ejemplos anteriores o si buscan responder a por qué la Generalitat valenciana ha propuesto que en sus centros sanitarios se refieran a los niños como “criaturas” y a los hijos como “descendencia”, por qué la Asociación Médica Británica recomienda denominar a las embarazadas como “personas preñadas”, o, entre otras preguntas que se haya formulado, por qué una minoría estudiantil de la Universidad de Granada quiere imponer a la mayoría los baños multigénero, les recomiendo este libro:La revolución biopolítica.
Nano, la mujer gato (fuente El Ideal).
Escrito por el filósofo y académico italiano Vittorio Possenti, en esta obra el autor advierte del peligro de la moderna alianza entre el materialismo y la técnica que está poniendo en jaque a los seres humanos y a los principios éticos. En esta revolución donde se empieza a hablar del “posthumano”, el filósofo, sin demonizar la tecnología –sería una necedad obviar los extraordinarios avances, reitera en varias ocasiones–, y tampoco la disciplina biopolítica –que “siempre ha existido porque en todas las épocas ha habido una política sobre la vida, el bios, la higiene, la salud, la población”–, reflexiona sobre la inquietante deriva actual que está dando sus primeros pasos para convertirse en una biocracia estatal: “una variante del humanismo secular es el humanismo tecnófilo, que se orienta hacia lo posthumano y los transhumano, escoltado por las nuevas tecnologías (bio, nano, info, neutro)”.
De este modo, entendiendo a las personas como individuos solamente físicos y por tanto relativizándolos, se busca gestionar los cuerpos como si fueran un producto, con la negativa consecuencia de vaciar de contenido al ser humano.
El académico italiano profundiza en el origen, desarrollo, actualidad y perspectivas de futuro de esta revolución, proponiendo evaluar sus límites, las consecuencias perniciosas que pueden provocar en los seres humanos y redescubre el verdadero humanismo de raíz cristiana-personalista con el fin de aplicar modelos éticos que desbaraten las contradicciones y los experimentos de este individualismo deshumanizado que propugna el replanteamiento del hombre. El concepto de biopolítica, sus características y las aportaciones de la religión a esta disciplina y a la ética; el pluralismo moral de las sociedades actuales y lo que conlleva no tener una base común; los dilemas bioéticos en el diseño genético, la aplicación legislativa del biopoder y el debate público sobre la eugenesia, la eutanasia, la fecundación heteróloga, la clonación o las ventajas y desventajas de la manipulación de embriones.
Una variante del humanismo secular es el humanismo tecnófilo, que se orienta hacia lo posthumano y los transhumano. Entendiendo a las personas como individuos solamente físicos y por tanto relativizándolos, se busca gestionar los cuerpos como si fueran un producto, con la negativa consecuencia de vaciar de contenido al ser humano”.
En definitiva, aunque en ocasiones algunos argumentos filosóficos son muy conceptuales y por tanto pueden dificultar la compresión, en líneas generales se entiende perfectamente la explicación, lo que favorece que el libro esté abierto a un gran abanico de lectores. Por todo esto, si quieren conocer aún más la realidad en la que viven, si tienen curiosidad en saber el origen ideológico de los casos comentados al principio, si buscan comprender la deriva de la tecnología entendida como un fin y no como un medio, si quieren entender aún más algunos capítulos de la serie de televisión Black Mirror o la serie Westworld; si ya no recuerdan el significado de conceptos como persona, sexo, género, ser humano…; si quieren conocer las raíces, su actualidad y las consecuencias de estas ideas filosóficas-ideológicas, fusionadas con la técnica, en el hombre; si buscan entender el significado de conceptos como transhumanismo, biopoder, somatocracia o, entre otros, posthumano –que tan de moda se han puesto en la actualidad, aunque A. Huxley ya hablara de alguno de ellos –; si no tienen clara su opinión sobre la clonación, los vientres de alquiler o, entre otras cuestiones, la eutanasia, esta obra es una buena oportunidad para orientar sus inquietudes.
“Leer buenos libros es como conversar con las mejores mentes del pasado“, o eso dicen que afirmaba Descartes. Vaya un tópico por delante, así, para empezar con buen pie, para que le dé un poco de brillo a las ideas propias que le siguen.
Y es que últimamente he estado leyendo un par de libros de una mente del pasado, aunque sea de un pasado reciente. Dice el autor que la amistad nace del sentimiento de “¿también tú?” que experimentamos frente a otro. Así que cuando, leyéndolo (o “conversando” con él), me asaltaba ese sentimiento, que iba acompañado de otro que decía “qué pena, me hubiera gustado conocerte”. Me quedan unos cuantos de sus libros por leer, para profundizar en esta nueva amistad.
La historia de cada persona pasa por momentos concretos. Hay acontecimientos puntuales donde la vida cambia, y que ocurrieron en ese momento y no en otro; en ese lugar y no en otro. Puede ser un día, un mes, o una estación. Y el del 93, a priori, fue un verano como tantos otros. Menos intenso, quizá, que el anterior, con la llama del Estadio Olímpico de Montjuic ya consumida y la omnipresente figura de Cobi que comenzaba a fosilizarse como un icono pop de nuestra historia reciente. Yo tenía cuatro años aquél verano del 93 y sólo guardo dos recuerdos: el viaje a Jaca con mi familia y la llegada de mi hermano Pablo. Uno de esos recuerdos se convirtió en hito, en memorial, en uno de esos acontecimientos puntuales donde mi vida cambió (aunque de eso fui consciente más tarde). Efectivamente, no fueron las vacaciones en los pirineos.
Amanecía la web de El Mundo hace algunos días con una entrevista a María Luisa Carcedo, médico de atención primaria de profesión y desde hace tan solo unos meses Ministra de Sanidad, Consumo y Bienestar Social (como si ocuparse de la Sanidad en España no diera suficientes quebraderos de cabeza).
El otro día presencié una escena un tanto dantesca mientras caminaba por la calle. Un chico discutía por el móvil con su padre, aparentemente le acababan de despedir por haber llegado tarde varias veces, o eso entendí. El chaval apenas podía sostener su enorme móvil en la oreja con todas las bolsas de ropa y regalos que llevaba colgando de las muñecas. Llevaba una camiseta en la podía leerse “Magic happens outside of your confort zone” y no paraba de chillar a su preocupado interlocutor frases de reverso de caja de cereales, como “Pufff…voy a lograr todo lo que me proponga” o un doloroso “No tienes ni idea papá, yo tengo mentalidad ganadora, cosa que tú no.” Aquella persona me pareció una broma andante, de esas que la vida nos manda, con moraleja incluida, de vez en cuando para aquellos que nunca dejamos de escudriñar la realidad.
Andrea Barone quería existir. En lo alto del centro comercial Sarca de Sesto San Giovanni buscaba la enésima fotografía que colgar en Instagram diciendo al mundo entero que su vida valía la pena. Es difícil saber qué pensaba o sentía realmente, pero hay deseos y emociones que te llevan a bajar la guardia, a pensar que la realidad se someterá a tu voluntad de poder, a tu necesidad de existir.
El pasado 25 de julio tuvo lugar en el NH de Madrid la presentación y lanzamiento de Fertilitas. Se trata de una entidad que busca poner en contacto a matrimonios con dificultades para poder tener hijos con profesionales que verdaderamente les pueden ayudar. De una forma ética y cuidando los fundamentos de la deontología médica y el amor conyugal, las familias encuentran en esta nueva iniciativa un sistema de diagnóstico y tratamiento científico eficaz. Sigue leyendo
El miedo en la literatura nos ha legado a varios autores que han trascendido su obra para convertirse en iconos culturales, como ha sido el caso de Edgar Allan Poe, Howard Phillips Lovecraft y, más recientemente, Stephen King. Con ello no queremos descartar por supuesto, a Mary Shelley, cuya máxima obra gótica está por cumplir su bicentenario, a Joseph Sheridan Le Fanu, Bram Stoker, Arthur Machen, M.R. James, Robert Bloch o a William Hope Hodgson, por citar algunos escritores.
Sin embargo, más allá de la ficción contenida en los relatos y cuentos de terror, horror o misterio, algo que resulta por demás llamativo es el cúmulo de símbolos y significados inmersos en la narrativa, y que inexorablemente nos remiten a la propia personalidad del autor.
Hay quien huye al rincón más recóndito del sudeste asiático en busca de “vida” y hay quien sondea las profundidades del universo y se pone a filosofar… Todo es cuestión de estar atento.
Acabo de terminar de leer un libro. Fue hace un par de noches. El libro me ha gustado. Ha sido más que un buen compañero, mucho más de lo que fue Alfredo para Elisa De Santis. No sé en qué campaña publicitaria he escuchado que los libros son para el verano. Mi eterna pose de intelectual me impide suscribir al cien por cien un eslogan, pero he de decir que hay algo de real en ello. La verdad es que los libros son para cualquier momento. Pero en verano se tienen más momentos. Ay, el verano. El mensaje hace una clara referencia al título de la obra de Fernando Fernán-Gómez: Las bicicletas son para el verano. Con eso también estoy de acuerdo, pero no se puede entrar en todo.
Volvamos a esa noche. Pasé la última página. La siguiente estaba en blanco. Y la siguiente. Las pasé con decisión. No sé muy bien la razón pero soy un verdadero escéptico con el final de las obras de ficción (bueno, con cualquier cosa). Siempre doy una oportunidad más. Igual hay otro capítulo corto esperándome, en todos los sentidos. Creo firmemente que es uno de los traumas propios de una generación que ha crecido con escenas después de los créditos de las películas de animación.
He de decir que me tomo esta clase de momentos muy en serio. El mundo para de girar. Respiré profundamente y me quedé un rato mirando por la ventana. Puede que en tu pueblo de veraneo no, pero en Madrid esta clase de cosas le dan a uno un cierto aire de nostálgico. Terminar un libro que te ha gustado es comparable a los grandes momentos de una vida posmoderna tipo: el final de temporada de tu serie favorita, la primera copa que te tomas, un cigarrillo a escondidas, el beso de una chica en una noche de verano o la primera vez que ves el césped del Bernabéu. Conforma una suerte de síndrome de Stendhal para un millennial como yo, los patos de mi Central Park particular.
Únicamente las noches de julio y agosto brindan la oportunidad de apreciar estos incorruptibles suspiros del tiempo y permiten hacer una irracional (aunque no por ello menos veraz) radiografía de la coyuntura. Porque en verano siempre se está al borde del precipicio. Y eso lo cambia todo. Como decía Cuartango en El club de los corazones solitarios: “Esa conciencia de la fugacidad hace más precioso cada instante, porque en él se condensa toda la eternidad”. Ay, el verano. La vida es para el verano.
“Cuando llegaba la primavera, incluso si era una primavera falsa, la única cuestión era encontrar el lugar donde uno pudiera ser más feliz. Si estábamos solos, ningún día podía estropeársenos, y bastaba esquivar toda cita para que cada día se abriera sin límites. Sólo la gente ponía límites a la felicidad, salvo las poquísimas personas que eran tan buenas como la misma primavera”, Ernest Hemingway, París era una fiesta.
No muchos pueden presumir de una biografía tan repleta de aventuras, encantos y desencantos como la de Hemingway, un hombre de acción bendecido por el don de la sensibilidad artística. Fue combatiente en la Primera Guerra Mundial, corresponsal en África y en la Guerra Civil española. Su experiencia le granjeó fama y la típica imagen de tipo pasado de vueltas que no se amilana ante cualquier cosa. Sigue leyendo
El ser humano conoce el mal, sabe usarlo, en muchas ocasiones lo justifica como necesario o inevitable, e incluso lo llega a equipar con el bien. Pero sabe también que, tarde o temprano, todo mal conlleva una pena, propia o ajena, por la vía del castigo social o por la dolorosa redención personal, muriendo para renacer.
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski [1821-1881] comprendió esta realidad en su propia vida y en la de los personajes que construyó para identificar los Demonios de su época; desde ese estudio tan profundo y tan citado del alma humana, y en concreto de una pretendida como singular “alma rusa” (por geografía, por historia, por cultura) que su coetáneo Lev Tolstoi intentó cambiar desde el ejemplo (y al que la posterior Unión soviética ensalzó como promotor, mientras censuraba al “reaccionario” Dostoyevski).
“Gilbert Chesterton no ha dejado quien pueda ocupar su lugar. Único en su estilo y sus paradojas, no fundó escuela. Los imitadores que tan a menudo recuecen los restos de un banquete literario, esta vez no han surgido. Queda como un solitario caballero andante que, en su viaje a través de Fleet Street, fue huésped de todas las tabernas de hospitalario ingenio y alegre camaradería”.
Con estas palabras Ada Jones Chesterton definió la vida de su cuñado, Gilbert Keith. Acaso una de las mentes más privilegiadas de los últimos tiempos y, sin lugar a dudas, una de las personalidades más fantásticas de la historia de la humanidad. Y su rareza es el motivo de su falta de escuela. No hay imitadores ni hay continuadores. Hay discípulos y amigos. Personas que se han encontrado con sus escritos y sus escritos les han conducido del misterio al Misterio. Sigue leyendo
Se encienden las luces. Parpadeo para acostumbrarme y sigo un rato en silencio. No tengo palabras. Me invade una sensación agridulce… La película me ha conquistado, pero el final me pesa como una losa. Aún resuenan los acordes de jazz al piano, que no consiguen acallar un “¿por qué?” que se eleva desde mi alma hasta el infinito.
Tan solo unas horas después consigo articular una frase con sentido a mi compañero: “nostalgia, esta película es pura nostalgia”.
Y ahondando en el largometraje de La La Land, me he ido afirmando en esta primera intuición que para nada pretende ser una vara de medir, sino más bien una ayuda para los que, como yo, terminaron con un nudo en el corazón y una sonrisa melancólica en los labios. Sigue leyendo
Era hace unos años, cuando aún teníamos la casa al pie de la sierra segoviana. Por entonces yo andaba a vueltas con el segundo Informe de la Felicidad, auspiciado por Coca-Cola, dentro de un interés profesional más amplio sobre el comportamiento del consumidor. Aún no había descubierto a Bauman.
Por entonces, ya digo, teníamos una casa (¡qué casa!) en Segovia y alternaba mis relaciones urbanas y cosmopolitas con el trato, no siempre sencillo, de la gente del lugar. Sigue leyendo
¿Quiere usted empezar a filosofar? O, da igual, ¿no quiere? No tiene escapatoria. Es necesario que lo sepa: es usted un filósofo, lo quiera o no.
Incluso el más ignorante de los hombres de esta tierra está imbuido en su forma de pensar por nociones heredadas que, en cierta manera, son ya de por sí “filosóficas” y que suponen una forma particular de ver el mundo. Especialmente en el caso de quienes han nacido y crecido en el seno de una sociedad occidental, todos tienen en su acervo filosófico un buen número de principios y axiomas intelectuales heredados (a menudo mal heredados) de gigantes del pensamiento moderno tales como Descartes, Kant, Hume y, muy particularmente, Nietzsche. Sigue leyendo
Recuerdo que una vez en el colegio un profesor, no recuerdo de qué asignatura, me preguntó a quemarropa: “¿tú cuál crees que ha sido el mejor invento de la Historia?“. No me detuve a pensar un solo momento acerca de la cuestión, convencido como estaba entonces de que la sabiduría consiste en haber reflexionado sobre todas las cuestiones –y haber obtenido respuestas– en un tiempo ignoto pero siempre anterior al de la inquisición de terceros. Contesté altaneramente que el candidato perfecto había de ser el coche.
El profesor había estado aguardando con cierta curiosidad mi resolución, como si intuyera que había de sorprenderle, y cuando me escuchó hizo una mueca de aceptabilidad y resignación y se marchó. Sigue leyendo
Al igual que ocurre con Sócrates, esta es una pregunta difícil sino imposible de responder. Es tal la riqueza de su legado que filósofos tan distantes entre sí como Jacques Derrida o Cornelio Fabro han visto en Kierkegaard un interlocutor imprescindible. Hermano Kierkegaard, le llamaba Unamuno a principios del siglo pasado mientras que las dos figuras decisivas de la filosofía del siglo XX, Heidegger y Wittgenstein, reconocen su influencia, como también los dos grandes de la teología cristiana, protestante y católica, Barth y Balthasar. Kierkegaard está más que presente en Ordet, tal vez la mejor película del genial Dreyer, así como en el cine de Bergman y, por acercarnos a nuestros días, nos lo encontramos también en las películas de Terrence Malick, los guiones de Charlie Kaufman o las series de David Milch. Sigue leyendo