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Verano es sinónimo de pueblo. Es el momento del año en que nos permitimos ese retiro casi espiritual que conlleva abandonar la urbe, el ajetreo, las prisas, los codazos en el metro y recalar en esa morada inamovible que es el pueblo. Un lugar por el que el tiempo no pasa, aunque ahora falten menganito o fulanito y hayan cambiado la tienda típica por un Día.

En el pueblo dejas de ser el periodista, el alto ejecutivo o el genio del marketing y vuelves a ser Pepe, Bartolo, ‘el del BMW’ o ‘el de la Ignacia’. Te reciben con los brazos abiertos, como si en vez de venir de la moderna Madrid acabara de atracar tu barco en el puerto de Palos tras años de expedición con Elcano y Magallanes. En este surrealista paraje, el Ayuntamiento lo mismo utiliza la megafonía municipal para avisar de que “se ha encontrado una dentadura en el bar de la titi” que para armonizar las mañanas con jotas o música folclórica en época festiva.


El pueblo nos devuelve la humanidad que nos resta el vaivén diario, la pausa y la cercanía en el trato. Es imposible andar más de 20 metros sin saludar a alguien conocido y comentar el tiempo, lo poco que faltan para las fiestas o lo alto que estás, aunque lleves un lustro en que lo único que te crece es la barriga.

Cuando eras niño, tener pueblo significaba ser un auténtico terrateniente y te daba alas para mirar por encima del hombro a la plebe que se iba a pasar el verano mordiendo asfalto en una ciudad fantasma. De niño, la villa despierta tu imaginación a la máxima categoría. Juegas con tus amigos hasta la hora que quieras, disfrutas del río, te manchas los pantalones y pasas menos por casa que un sentenciado a cadena perpetua.

Cuando creces, tus ojos se fijan en otras cosas; “qué guapa está la hija de la Mercedes”; “qué libre me siento” y “qué bien se ven las estrellas”. El pueblo es el lugar donde damos nuestros primeros pasos en la juventud. Es el escenario de la primera borrachera, el primer beso o la primera ‘galleta’ de tu padre. Los de pueblo siempre son más espabilados y nos conducen a los de ciudad por unas sendas desconocidas.

Galisteo – Extremadura

Mi pueblo es particularmente mágico. Rodeado de una muralla mozárabe y coronado por una antigua torre palacio (llamada comúnmente ‘picota’), la villa de Galisteo emerge como un oasis en medio del secarral extremeño. A sus pies pasa el río Jerte, que deja un rastro de verdor y vida a su paso.

En Galisteo hay una tradición no escrita. Si quieres ‘tema’ con alguien, le preguntas cortésmente si quiere “dar una vuelta por el mirador”. Conozco el caso de un pobre urbanita, inexperto en el ars amandi que preconizara Ovidio, al que le fue hecha dicha proposición hace años. El pobre hombre inexperto, dio una vuelta completa al mirador hablando de los temas más nimios y sin entrar en acción, lo que terminó por agotar la paciencia de la paisana que le mandó a hacer puñetas. El pueblo te da muchas lecciones.
Se puede volver adictivo hasta el punto de que cuando toca volver a tu ciudad, te sientes como un perro desdichado y deambulas como alma en pena en la metrópolis en constante añoranza y recreación del pasado. Al hacerse uno adulto, quizá el pueblo pierda ese cariz mágico que lo envuelve en la juventud, pero no deja de ser un ecosistema único donde cada rincón te devuelve la mejor de las historias.

El pueblo también puede ser un antídoto contra el día a día, un baño de realidad. Lo dejó bien claro el periodista Pedro Simón en la columna ‘Irse al Pueblo’ que escribió hace años para El Mundo: “Cuando andas como una lechuga, cuando te encuentras como perdido, cuando te ves caminando muy deprisa en tu día libre, cuando todo te suena impostado… siempre te queda volver al pueblo para que se te quite la tontería”.

El último día en el pueblo siempre cuesta dormir y no es por las cañas de más o las comilonas de días anteriores. Es porque sabes que una parte de ti se queda allí, y aunque seguirás siendo “el nieto de tía Puri” cuando vuelvas serás un poco más mayor y dejarás atrás otra etapa en esas calles. Aun así, cada rincón seguirá emanando recuerdos que nos trasladarán a lo que un día fuimos y que nos hace ser hoy quien somos.

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El arte de coleccionar postales

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Lo prometido es deuda. Me estoy acordando mucho de ti y de tu familia.  La ciudad está tan espectacular como siempre… Ojalá paseemos juntos por aquí. Si no, me conformo con que nuestra amistad dure toda la vida.

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Me gusta coleccionar postales. Es una de esas cosas que me recuerdan a ir a casa de mi abuela de pequeño en las tardes de domingo. Como las tardes de toros, las películas en blanco y negro, los cromos de Panini o los trajes de Cary Grant. Recuerdos de una infancia feliz.

Decía Chesterton que todos los recuerdos de la infancia son maravillosos, porque en ellos se ve una luz viva, un deseo de vivir y una impresión de los sentidos que va más allá de lo cotidiano por lo que se está por descubrir. Ese deseo vivo es lo que hace que todo sea visto por los ojos de un niño como algo nuevo con independencia de que realmente lo sea.

La primera postal que tuve me la enviaron mis padres desde Roma. Tuve un romance un par de años con la filatelia que no llegó a florecer. Los sellos son muy bonitos pero el llegar a formar una buena colección requiere tiempo y dinero. Factores que llevan a que un niño no esté en disposición de cultivar tan elevado pasatiempo, al no ver mucho cambio a corto plazo en sus ahorros, normalmente conformados por chicles, trozos de alambre y cristalinas, canicas, cromos de fútbol especiales y otros tesoros de igual o dudosa reputación.

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Le tengo especial cariño a esta postal que me enviaron mis padres desde Roma en la que sale un guardia suizo ante la tumba de San Pedro. Ese fin de semana nos quedábamos con mi abuela, y mis padres me escribían en la postal que le habían dicho al guardia que yo tenía un uniforme del Real Madrid. Todo esto lo leí después claro, pero no deja de ser curioso lo que estaba pasando mientras. Lo cierto es que el uniforme tenía un par de meses y aún no había podido estrenarlo en la capital. Lo llevaba puesto en ese instante, aprovechando la ausencia de mis padres.  Tras toda la mañana debatiéndome, finalmente había conseguido armarme de valor y, enfundado en la elástica de siemens mobile, dirigí mis pasos hacia la misa dominical. Era un hecho de rebeldía sin precedente y constituía una alteración del orden en mi casa. El uniforme del Madrid era únicamente para jugar al fútbol. Nada más. Para mí, que nunca había tenido camiseta de equipo alguno, suponía un placer demasiado grande como para dejar pasar la oportunidad de poder lucir la indumentaria de mi equipo de futbol y no pude resistirme. Llevé la camiseta de O´Fenómeno todo el fin de semana.  Por supuesto me cayó bronca, pero mereció la pena la travesura.

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Hay postales especiales que tienen una especie de bonustrack. Principalmente son de amigos que se han molestado en garabatear algo al dorso que se salga de lo cotidiano. Muy pocas cosas están a la altura del placer indescriptible que supone recibir la imagen de algún sitio muy lejano y diez o quince líneas recogidas por algún amigo que cuenta que lo está pasando muy bien, que se acuerda de ti y que el próximo viaje lo haréis juntos.

Las normas básicas a la hora de escribir una postal son:

1. Elegir una imagen bonita y original. Qué se salga de lo cotidiano. Qué también se salga de lo ordinario. Las postales son como los detalles, inesperados y de buen gusto.

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2. Comprar el sello y asegurarnos de que el precio de los portes es suficiente y que no nos han vendido uno de menor coste -o de otro país- y que no llegará la postal. Si la postal no llega, habremos fracasado en nuestra misión. Un recurso de emergencia puede ser enviarlas al llegar al sitio de origen con el sello del país, pero indudablemente perderán carácter. No, no es lo mismo.

Una costumbre al alza en estos tiempos oscuros que corren para los amantes de las postales es el comprarlas y darlas en mano sin firmar ni nada.  Es como dar un regalo sin envolver, rompiendo el sagrado ritual. ¿Para qué sirve la postal entonces? No esperas el momento en el que llegara la postal de tu amigo al buzón, no podrás leerla en la intimidad de tu cuarto o subiendo las escaleras de casa. En esos momentos incómodos en los que te dan las postales en mano suelo farfullar algo dando a entender que las leeré después y las meto rápido entre algún libro o las echo al bolsillo sin mucho miramiento. Resulta muy violento leer una postal delante de la persona que la acaba de escribir.

Hay amigos que prometen el oro y el moro y no te envían nada, o chicas que después de mirarte a los ojos, te mienten descaradamente y te dicen que por supuesto que se acordarán de ti, que todo va bien,  y te escribirán aunque lo cierto es que no lo hacen.

Hay una venganza aun peor que mentir y no llegar a escribir una postal: Escribirla y no enviarla. Suelen terminar perdiéndose por los cajones o lugares recónditos de la casa, arrugada en la maleta, en la habitación del hotel… Con el tiempo da pereza enviarlas y así terminan enterradas, sabiendo que no nos pertenecen, condenadas a vagar sin destino. Hagamos un momento de silencio por esas postales que nunca vieron la luz, que nunca llegó a poseer su legítimo dueño,  ajenas a esperar un momento que nunca llegó. Supongo que cuando muera podré ir un día a visitar el cielo de las postales y leer todas aquellas postales que nunca me llegaron a enviar o se perdieron por el camino.

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3. La tercera norma y más importante es el lugar donde escribir las postales. Habrá que buscar un sitio que nos estimule, un remanso de paz, un sitio donde nos encontremos a gusto. El bullicio de una calle ajetreada un día laborable, una terraza o una plaza, el abrigo de una taberna o el silencio de nuestra habitación. Lo siguiente será por qué escribimos y para quien, qué significado tiene el viaje que estamos haciendo, qué relación tenemos con la persona a la que escribimos y qué le queremos transmitir. Resulta de vital importancia poner la fecha. Conviene saber en qué año fue escrita para poder ordenarla después dentro de los álbumes. Es recomendable firmar a fin de saber quién la envía. Hasta una persona como yo hace un especial esfuerzo por que se entienda su letra, al menos en las líneas destinadas a la dirección postal. Un mínimo de decencia por nuestros amigos que esperan nuestras postales. Nos necesitan.

Desde pequeño, tomé la costumbre de enviar postales a mi familia durante los viajes. Costumbre que no sé por qué mantengo. En el fondo supongo que me hace ilusión saber que están en casa y que al menos tienen un recuerdo mío, que saben que los tengo presentes. Son postales que por regla general suelen terminar en un cajón o pasan unos días en la nevera para volver después a ocupar cualquier cajón de la casa. No les culpo. Lo cierto es que tengo una letra pésima, los que me conocen lo atestiguan y todo intento de descifrar cualquiera de mis caracteres es vano. Como decía un compañero del colegio, mi letra solamente la entendemos Dios y yo. Y media hora después solamente Él.  Era algo que ya intuía de pequeño. No era normal que mientras mis primos y hermanas bajaran a la playa temprano yo tuviera que hacer tres o cuatro planas de los cuadernillos Rubio. El recuerdo es vago pero permanece. Algunas noches sueño con una especie de fantasía en la que me encuentro por fin con mi archienemigo el Sr. Rubio y le espeto algo así como ” Me llamo Iñigo Montoya, mataste mis veranos. Prepárate a morir”. Tengo el férreo convencimiento de que la editorial de cuadernillos sobrevivió tantos años gracias a las inversiones que hacían mis padres.

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Cuando uno recibe una postal ocurren tres cosas:

1. Una sensación de agradecimiento a la persona que la envía. Se alaba su buen gusto eligiendo la postal, y se disfruta viendo la fotografía e imaginando las aventuras por las que discurre, se observa el trazo de su letra y se razona sobre lo que dice y expresa.

2. Un deseo de que ese amigo que la envía lo esté pasando bien y ganas de acompañarle en su viaje, de emprender nuevas aventuras. Por espacio de esos cinco minutos que se tarda en leer la postal, conectas con la persona que la envía, como en la película de Frecuency, y eres participe de sus andanzas.

3. Acontece un breve repaso de los mejores momentos de esa relación de amistad y un renovado efecto de mantenerla y un deseo de acrecentarla cuando el amigo en cuestión vuelva de su viaje.

Fotografías hay demasiadas, fotografías de buena calidad, pocas. La tendencia actual es a sobreexponernos a whatsapps de imágenes movidas, de mala calidad hechas sin detenimiento ni delicadeza. Un aquí te pillo, aquí te mato. Una postal invita a la reflexión, a la pausa. A la contemplación. A detenerse durante unos instantes a leer lo que otra persona ha querido recoger tras esa imagen que conecta a los dos durante su vivencia en tierra extranjera. Es una estampa, una ventana a compartir aventuras.

Constituyen una costumbre en desuso que comienza a diluirse como los hielos en un vaso de whisky. Es uno de los últimos vestigios que quedan de la civilización en Europa, como el uso de las corbatas, los cómics de Tíntín o fumar en pipa.

No escribamos postales para quedar bien ni por cumplir con una obligación, impuesta como si fuera un juramento. Escribamos postales porque tenemos algo que expresar, algo que sentir. Porque como cuando eramos niños, nos recuerdan que todavía quedan muchos momentos por vivir y que como en la infancia, la vida es maravillosa.

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Este artículo fue publicado originalmente en el blog de su autor y es reproducido aquí con su permiso.

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