Lo decía el gran Dámaso Alonso, aquel poeta enhollinado de la era franquista: subía la demografía en la capital española y se situó por primera vez sobre el millón de habitantes. Los residentes de la gran villa aplaudían orgullosos de que su ciudad creciera, y esbozaban sonrisas de altanería y superioridad. Y mientras los titulares de los diarios afamaban el nombre de Madrid, él escribía en Hijos de la ira:
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres, según las últimas estadísticas.
¡Ah! ¡Cadáveres…! Madrid era un sepulcro, y sus habitantes sacos de hueso y ceniza. Sigue leyendo
Negó una vez Unamuno que fueran personajes quienes tomaban tiempo y lugar en sus novelas; eran personas, vivas, de carne y hueso; seres de entidad semejante a la nuestra –a la suya–, llevadas a escenarios extremos en la pluma innovadora de su autor. De su Creador, y aquí sitúa el vasco el centro de la reflexión que iba a identificarle con Augusto Pérez, el núcleo de su “Niebla“. Sigue leyendo
“Las sales de mis lágrimas amargan
el pan que me alimenta;
me cansa el movimiento,
me pesan las faenas,
la casa me entristece
y he perdido el cariño de la hacienda.
¡Qué me importan los bienes
si he perdido mi dulce compañera…!”.
José María Gabriel y Galán, “El ama”.
Cuentan las leyendas que alrededor del siglo V a. C. en la India vivía un joven Sidarta, del linaje de Gótama y familia de reyes, preservado por su padre de los misterios de la vida y de la muerte. Era el mayor afán de Sudodana que su hijo le sucediera algún día en el trono y gobernara su territorio con destreza y perfección, a lo que servía separar al infante de todo posible contacto con doctrinas religiosas y la realidad del sufrimiento y de la muerte. Sigue leyendo
“El hombre es perecedero. Puede ser, mas perezcamos resistiendo, y si es la nada lo que nos está reservado, no hagamos que sea esto justicia”.
Étienne Pivert de Sénancour, “Obermann“; carta XC (1804).
Corregiría Unamuno a quien, en el prólogo de Niebla, entronizara entre sus referentes: “cambiad esta sentenciade su forma negativa en la positiva diciendo: «Y si es la nada lo que nos está reservado, hagamos que sea una injusticia esto», y tendréis la más firme base de acción para quien no pueda o no quiera ser un dogmático“. Porque no hay nada peor que el infierno, un infierno a cuyas puertas advirtió escrito Dante: “Lasciate ogni speranza” (dejad toda esperanza), y que el filósofo bilbaíno así definía: desesperación. “¡Hay que vivir…!“. Sobre la razón, o contra ella si fuere necesario. Sigue leyendo
Templo de la verdad es el que miras, no desoigas la voz con que te advierte que todo es ilusión, menos la muerte.
Larra, de un cementerio.
Unamuno confesó una vez que sólo tuvo un miedo en la vida, y que le vino de chico: mientras los demás niños de su edad echaban un ojo pavorosos bajo la cama antes de dormir, por aquello del Coco, a él le aterraba la posibilidad de no ser. Posibilidad que sería realidad algún día, y a lo peor ya lo ha sido.
Don Miguel de Unamuno
Todos queremos vivir. Todos anhelamos la perpetuidad de nuestra individualidad pura. ¿Qué sentido tiene todo si todo a la postre será nada? Si todo será nada, acaso sea lo mismo que decir que siempre lo fue, que nunca fue. Si morimos, no existimos aún, no hemos venido a ser jamás; somos fantasmas que vagabundean por páramos de nulidad aguardando el único instante de verdad y justicia, en que la nada sea nada y no aparente otra cosa. Ni siquiera aparente. Sigue leyendo
¿Cuándo ha de volver
lo que acaba de pasar?
Hoy dista mucho de ayer.
¡Ayer es nunca jamás!
Así se preguntaba un hastiado Machado para sus adentros. ¿Qué será de lo que fue? Mejor dicho: ¿qué queda de ayer, si el pasado pasó dejando vana huella? Y es una pregunta en modo alguno absurda.
Es una evidencia palpable la sed del hombre concreto, sus ansias de felicidad: el hombre quiere gozar, necesita el placer de la completa satisfacción. El hombre quiere poseer el bien que dé muerte a su insaciable e ineludible apetencia.
¿Por qué no decirlo con claridad? El hombre es un eterno dominguero. Hay por ahí pobres desgraciados que se afanan en proclamar que estamos hechos para trabajar (yo suelo responder que estoy naturalmente confeccionado para cobrar la prestación por desempleo), o para hacer el bien. Como si fuéramos volcán fiero que pugna por abrasar la superficie, en continuo surtidor de candor hacia fuera. Yo debo ser marciano si acaso.
¿Qué es hacer el bien? ¿No es en última instancia hacer feliz al de al lado? “Amans amato bonum velit“, decían los clásicos en el lugar de nuestro “hacer el bien”. El amante quiere el bien para el amado porque quiere hacerle feliz, porque sabe que la felicidad del amado es que posea el bien. Y así la suya propia, pues su bien es el del otro. En línea análoga concluye el mismo autor el mismo poema:
Moneda que está en la mano
quizá se deba guardar:
la monedita del alma
se pierde si no se da.
Pero volvemos a las mismas: el hombre es un eterno dominguero. El que hace el bien no quiere “hacer el bien”, sino que otro lo posea y así poseerlo él; el que trabaja no trabaja por trabajar, sino que se afana en algo que poseer. Se preocupa, se esfuerza, suda por ser feliz mañana.
Ser feliz es tumbarse sobre la hierba espiguita en boca y sombrero en rostro a contemplarse uno mismo: nos llevan engañando una eternidad con falsas proclamas sobre la maldad del amor propio o la pluscuamperfección de salir hacia fuera; abnegación, ascesis, y pantomimas por el estilo. Mortificación llegaron a decir algunos. ¿Renuncia al desorden, o renuncia al deseo? Darse muerte, morir: ése es el significado de la palabra mortificación.
Ser feliz es sentarse a gozar de la posesión del bien; es aquella “Hermosura” de Unamuno:
Nada deseo,
mi voluntad descansa,
me voluntad reclina
de Dios en el regazo su cabeza.
Y duerme y sueña…
Sueña en descanso
toda aquesta visión de alta hermosura.
¡Hermosura! ¡Hermosura!
Descanso de las almas doloridas,
enfermas de querer sin esperanza.
Pero una vez se va… ¿qué ha sido la felicidad…?
Porque se va, ¡vaya si se va! El bien es caduco, acaba. Puede entretener un rato, pero a fin de cuentas termina y el hombre regresa a su apatía. En vez del cristiano descanso dominical llega lo que Viktor Frankl llamara neurosis del domingo. Un escozor grisáceo en el pecho que vela la mirada de todo. Las cosas pierden su color; gana Qohelet con su aterradora sentencia: “vanidad de vanidades; todo es vanidad“.
El hombre es un eterno dominguero sentado sobre el gran teatro del mundo. Mientras posee el bien y su voluntad descansa; mientras sueña en descanso visión de alta hermosura, el sol brilla con espléndida majestad, los pájaros cantan, el arroyo fluye murmurando bendiciones sobre la piedra que acaricia, con un deje de ternura; la brisa sopla fresca rodando sobre la piel, y uno llega a exclamar jubiloso con Celaya:
¡La fiesta! ¿Cómo ignorar que en el mundo todo es fiesta
y que tan sólo los hombres penan cuando piensan?
Pero cuando lo que tuviera se evapora entre sus manos, el hombre se apaga, lo maravilloso se trueca en amargo y el sol se despeña en Occidente, el pájaro enmudece, se acaba el arroyo que deja de pasar y vuelve a la mente aquella copla de Jorge Manrique:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu’es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir.
Todo se queda vacío cuando muere el bien que a uno le satisficiera. ¡Qué claridad en el habla de Gabriel y Galán, que así sentencia tras la muerte de su mujer!
¡La vida en la alquería
se tiñó para siempre de tristeza!
(…) ¡Qué días y qué noches!
¡Con cuánta lentitud las horas ruedan
por encima del alma que está sola
llorando en las tinieblas!
Las sales de mis lágrimas amargan
el pan que me alimenta;
me cansa el movimiento,
me pesan las faenas,
la casa me entristece
y he perdido el cariño de la hacienda.
¡Qué me importan los bienes
si he perdido mi dulce compañera!
El hombre es un dominguero eterno. Es feliz, o lo parece, y de repente, “un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal” derriba el tesoro rutilante de ayer. Ayer… Aquel ayer de Machado; hoy dista mucho de ese ayer, y ayer es nunca jamás.
Y bien dijo ese pobre desgraciado: hasta se olvida lo que fue. A veces ni la vaga idea permanece; ni el mísero rastro de la existencia, que es el recuerdo, queda para testimoniar la verdad histórica. Él mismo fue profeta y mártir de su predicación, tanto que unos años después de ese día bendito, refiriéndose a aquel Collioure francés en que el poeta andaluz enterrara todo para reunirse con los muertos, así le describía y con justicia Blas de Otero:
Miró hacia atrás y no vio
más que cadáveres sobre
unos campos sin color,
su jardín sin una flor,
y sus bosques sin un roble.
(…) Profeta ni mártir
quiso Antonio ser
y un poco de todo lo fue
sin querer.
Y es que el hombre es dominguero por naturaleza, pero es eterno: quiere gozar, pero quiere gozar ahora, siempre. No vale ayer.
Quiere contemplarse eternamente a sí mismo, aun sin agotarse en sí; uno no se basta o de lo contrario seríamos solos. ¿Qué necesidad habría de lo demás? ¿De los demás?
Uno no se basta: uno necesita mirarse, pero tiene que ver algo más dentro de sí; tiene que contemplarse como poseedor. Tiene que ver un bien dentro de sí, y tiene que verlo ahora; si no, se muere. No vale ayer.
¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba. Agustín de Hipona
Se muere si se ve solo. ¡Ah, qué mala es la soledad, qué mala! Envenena al hombre. El hombre vacío, solo en su interior, que ha perdido el bien, ése se muere. Puede huir, pero al final el tiempo vence y encorva la espalda del triste solitario para que se allegue a sí mismo y se mire. Y entonces se da profundo asco, y llora, y se queja: ya no es poseedor, ya no es feliz.
¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La fortuna mis tiempos ha mordido,
las horas mi locura las esconde.
¡Que sin saber cómo ni adónde
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer se fue, mañana aún no ha llegado,
hoy se está yendo sin parar un punto,
soy un fue y un será y un es cansado.
En el hoy, mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto. Quevedo
El hombre es un dominguero eterno, y si un bien caduca y se acaba no es humano. Es bien para un perro que no quiere, para un caballo que no pretende tener más de lo que tiene. El hombre quiere hoy, y hoy dista mucho de ayer. Si el bien se diluye soga al cuello en manos del tiempo, será bien, pero no bien humano. Será pasado.
¿Y qué es el pasado? ¡Nada!
Nada es tampoco el porvenir que sueñas
y el instante que pasa
transición misteriosa del vacío
¡al vacío otra vez!
Es torrente que corre
de la nada a la nada.
Toda dulce esperanza
no bien la tocas
cual por magia o encanto
en recuerdo se torna,
recuerdo que se aleja
y al fin se pierde,
se pierde para siempre. Miguel de Unamuno
Al hombre no le basta con ser dominguero: necesita un domingo eterno, continuo, jugueteando en su pecho con el bien respetado que felizmente posee. Uno que no pase, que deje huella de presente y junte en armonía continua pasado y futuro: el hito en la vida del hombre, felicidad en plenitud que asfixie su voluntad, que la sumerja en agua cálida y allí descanse.
Porque sí: estamos hechos para mirarnos y ver maravillas en nosotros, en nuestro sacrosanto ombligo.