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Qué es la ideología de género: Cinco postulados fundamentales de la teoría queer

En Antropología filosófica/Mujer y género por
ideología de género

En los últimos tiempos ha ido cogiendo fuerza la idea de que existe un fenómeno llamado “ideología de género” que estaría haciéndose con el dominio cultural, mediático y, cada vez más, político de nuestra sociedad. Con ello se correría el riesgo de que dicha ideología se convierta en el pensamiento oficial del Estado, inaugurando una nueva era de totalitarismo.

Quienes ven esta amenaza a menudo parecen convencidos de que se trata de una nueva arma del marxismo cultural. Un mismo perro que vuelve con distinto collar para tratar de abolir el régimen de libertades en que se basan las democracias liberales. Sin embargo, esta visión prácticamente no nos dice nada acerca de dicha ideología y cuál es la cosmovisión en la que se asienta. Conocer estos rasgos es fundamental para analizar su proyecto político y su visión acerca del hombre. También es requisito para discutirlas, dado que no es posible refutar lo que no se alcanza a comprender.

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En Asuntos sociales por

Verano es sinónimo de pueblo. Es el momento del año en que nos permitimos ese retiro casi espiritual que conlleva abandonar la urbe, el ajetreo, las prisas, los codazos en el metro y recalar en esa morada inamovible que es el pueblo. Un lugar por el que el tiempo no pasa, aunque ahora falten menganito o fulanito y hayan cambiado la tienda típica por un Día.

En el pueblo dejas de ser el periodista, el alto ejecutivo o el genio del marketing y vuelves a ser Pepe, Bartolo, ‘el del BMW’ o ‘el de la Ignacia’. Te reciben con los brazos abiertos, como si en vez de venir de la moderna Madrid acabara de atracar tu barco en el puerto de Palos tras años de expedición con Elcano y Magallanes. En este surrealista paraje, el Ayuntamiento lo mismo utiliza la megafonía municipal para avisar de que “se ha encontrado una dentadura en el bar de la titi” que para armonizar las mañanas con jotas o música folclórica en época festiva.


El pueblo nos devuelve la humanidad que nos resta el vaivén diario, la pausa y la cercanía en el trato. Es imposible andar más de 20 metros sin saludar a alguien conocido y comentar el tiempo, lo poco que faltan para las fiestas o lo alto que estás, aunque lleves un lustro en que lo único que te crece es la barriga.

Cuando eras niño, tener pueblo significaba ser un auténtico terrateniente y te daba alas para mirar por encima del hombro a la plebe que se iba a pasar el verano mordiendo asfalto en una ciudad fantasma. De niño, la villa despierta tu imaginación a la máxima categoría. Juegas con tus amigos hasta la hora que quieras, disfrutas del río, te manchas los pantalones y pasas menos por casa que un sentenciado a cadena perpetua.

Cuando creces, tus ojos se fijan en otras cosas; “qué guapa está la hija de la Mercedes”; “qué libre me siento” y “qué bien se ven las estrellas”. El pueblo es el lugar donde damos nuestros primeros pasos en la juventud. Es el escenario de la primera borrachera, el primer beso o la primera ‘galleta’ de tu padre. Los de pueblo siempre son más espabilados y nos conducen a los de ciudad por unas sendas desconocidas.

Galisteo – Extremadura

Mi pueblo es particularmente mágico. Rodeado de una muralla mozárabe y coronado por una antigua torre palacio (llamada comúnmente ‘picota’), la villa de Galisteo emerge como un oasis en medio del secarral extremeño. A sus pies pasa el río Jerte, que deja un rastro de verdor y vida a su paso.

En Galisteo hay una tradición no escrita. Si quieres ‘tema’ con alguien, le preguntas cortésmente si quiere “dar una vuelta por el mirador”. Conozco el caso de un pobre urbanita, inexperto en el ars amandi que preconizara Ovidio, al que le fue hecha dicha proposición hace años. El pobre hombre inexperto, dio una vuelta completa al mirador hablando de los temas más nimios y sin entrar en acción, lo que terminó por agotar la paciencia de la paisana que le mandó a hacer puñetas. El pueblo te da muchas lecciones.
Se puede volver adictivo hasta el punto de que cuando toca volver a tu ciudad, te sientes como un perro desdichado y deambulas como alma en pena en la metrópolis en constante añoranza y recreación del pasado. Al hacerse uno adulto, quizá el pueblo pierda ese cariz mágico que lo envuelve en la juventud, pero no deja de ser un ecosistema único donde cada rincón te devuelve la mejor de las historias.

El pueblo también puede ser un antídoto contra el día a día, un baño de realidad. Lo dejó bien claro el periodista Pedro Simón en la columna ‘Irse al Pueblo’ que escribió hace años para El Mundo: “Cuando andas como una lechuga, cuando te encuentras como perdido, cuando te ves caminando muy deprisa en tu día libre, cuando todo te suena impostado… siempre te queda volver al pueblo para que se te quite la tontería”.

El último día en el pueblo siempre cuesta dormir y no es por las cañas de más o las comilonas de días anteriores. Es porque sabes que una parte de ti se queda allí, y aunque seguirás siendo “el nieto de tía Puri” cuando vuelvas serás un poco más mayor y dejarás atrás otra etapa en esas calles. Aun así, cada rincón seguirá emanando recuerdos que nos trasladarán a lo que un día fuimos y que nos hace ser hoy quien somos.

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Érase una vez el BBK Live 2018

En Música por

Hace poco más de una semana las tiendas de campaña de Quechua empezaron a poblar el monte de Kobetamendi, en Bilbao.

Aquel mar de plástico pintoresco y de promoción marcaba el inicio de una nueva edición del festival de música BBK Live 2018.

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Abuelos

En Asuntos sociales por

Una escena se repite constantemente con mis abuelos. Salimos a la calle tras haberlos despedido, enfilamos rumbo al coche, y al girarme allí están, en el cuarto piso, dos figuras sonrientes diciendo adiós con las manos. Es una imagen cotidiana, como calzarse las zapatillas nada más salir de la cama, o apagar la luz antes de acostarse. Pero, en el fondo, no tiene nada de irrelevante o mecánico, al contrario que estos otros episodios.

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Cómo hacerle frente a nuestra ambigüedad moral

En Ética por

Se nos dice a menudo que no podemos cambiar el pasado, que lo hecho, hecho está, y que no vale la pena darle vueltas. En efecto, desde el punto de vista de los efectos materiales de nuestros actos, “agua pasada no mueve molino” y lamentarse amargamente por decisiones, actos o palabras que no podemos cambiar no suele ser el deporte más sano para el alma humana, siempre acosada por empeños y fuerzas que escapan de cualquier racionalidad.

Pero frente a la libertad de elección que gobernó el momento, aunque ahora lamentemos el uso que le dimos en algunos de aquellos, existe otra posibilidad de elección más general y menos perecedera. Se trata de la elección moral, basada en la idea de que nuestras acciones no deben basarse exclusivamente en nuestra voluntad, sino que deben sujetarse a unas normas o condiciones que las hacen más adecuadas a la dimensión espiritual que envuelve y rodea nuestra mundana existencia. No hay nada, ni siquiera los pantalones de campana, menos de moda en nuestros días que la auto-negación, entendida como el ejercicio paradójicamente libre de restringirnos a nosotros mismos en aquello que deseamos, normalmente una necesidad material, en aras de un bien de otro tipo que consideramos superior.

Para comprender el alcance de este segundo tipo de libertad, la que hemos denominado “libertad moral”, debemos tener en cuenta dos elementos:

  • La incondicionalidad temporal de la decisión moral.
  • El carácter unitario de los valores.

La incondicionalidad temporal implica que podemos ejercer en el presente una decisión moral sobre el pasado. Cuando hacemos esto reconocemos un error cometido, reconocimiento que, aunque no altera por sí solo las consecuencias en el presente de lo ocurrido pues no puede ya afectar a la decisión material tomada, supone por sí mismo una nueva determinación moral diferente a la tomada en su momento. Es decir, en la medida en que la decisión moral se puede “actualizar” en cualquier momento de nuestra vida, no se ve determinada por el factor tiempo mientras dure ésta.

El segundo elemento, la unidad de los valores, resulta un hueso duro de roer para la mentalidad relativista que impera en nuestros tiempos. Digamos, siguiendo a Dietrich Von Hildebrand, que existe un paso previo al ejercicio de todo valor moral que es la aceptación, el “sí” consciente y voluntario, a los valores en su conjunto. Es decir, antes de decidir algorítmicamente cuál de los caminos disponibles se ha de tomar, se han aceptado unos principios o valores que implicarán que se apliquen a la decisión ciertos criterios o normas morales. La propia naturaleza de las cosas hace que los valores, o los disvalores, estén interrelacionados, de modo que, por ejemplo, la soberbia tira de la codicia o del desprecio por la vida de otros seres, la paciencia de la castidad y la templanza, o la solidaridad de la generosidad. Sea cual sea la lista de valores que tomemos, o si aceptamos como tales las virtudes del cristianismo, está claro, por muy relativistas que pretendamos ser, que existe un elemento de cohesión en cada lista de valores digna de ese nombre que los enlaza a todos en una misma dirección.

El error moral no es pues lo mismo que el error práctico, ya que el primero refleja un daño de tipo espiritual en nuestra persona y tal vez también en otras.

Pero, ¿cómo se produce esa actualización de las decisiones morales? En primer lugar, como acabamos de decir, debemos dar una aceptación a los valores en su conjunto, como una unidad. Esa aceptación es también una decisión moral, y no vale con haberla realizado una vez y creer que permanece en el tiempo, sino que es preciso actualizarla ante cada nueva elección. De hecho, la actualización sincera de esta decisión general es el elemento clave que nos puede permitir introducir cambios en las fases siguientes.

En segundo lugar, debemos intentar observar las decisiones pasadas a la luz de la mayor objetividad que el presente pueda proporcionarnos, no justificándonos ni tampoco mirando atrás con melancolía. Reconocer el error moral no es tarea fácil. A veces las circunstancias padecidas nos llevan a pensar que no podríamos haber obrado de otra forma, y en algunos casos es posible que así sea. Puede que en aquel momento cosas como negar nuestra ayuda a alguien que la necesitaba o dar por terminada una relación sentimental nos parecieran la mejor opción, y que dicha decisión tenga un sentido constructivo en el plano de la vida práctica. Pero al tomarlas, incluso aunque exista cierto elemento de inevitabilidad, no hemos hecho sino aportar más disarmonía a un mundo ya de por sí caído. El error moral no es pues lo mismo que el error práctico, pues este último se refiere a las consecuencias materiales en tanto que el primero refleja un daño de tipo espiritual en nuestra persona y tal vez también en otras.

Al reconocimiento del daño moral ha de seguir el arrepentimiento que implica una cierta angustia por el mismo. Solo el reconocimiento del error y la consiguiente actualización de la decisión moral tomada nos permitirá liberarnos de dicha angustia. Estos pasos, que tanto y con tanta razón nos suenan a los requisitos para la confesión, han de darse para poder actualizar la decisión moral con independencia de las creencias personales, si bien en el cristianismo se pone de manifiesto mediante la reconciliación, adquiriendo en el catolicismo la sublime condición sacramental.

Como era de esperar, la última fase del proceso de actualización está relacionada con el propósito de enmienda. No siempre es posible reparar exactamente el mismo daño que hemos realizado, pero en un plano estrictamente moral siempre podemos intentar devolver al mundo parte de la armonía que le hemos robado. Es importante, en este sentido, reconocer que nos hallamos ante un mundo caído también por nuestra propia culpa, que nosotros también aportamos disarmonía al mundo en que vivimos. Esto último resulta especialmente difícil en nuestros tiempos, en los que resulta una actitud común de las personas el considerarse a sí mismo una especie de “ángel en medio del abismo”, como si todo lo malo que sucede en el mundo fuera siempre culpa de “otros”. Esta cómoda y cínica mentalidad, que niega la posibilidad de actualizar las decisiones morales al justificarlas a priori por la propia persona que las realiza, suele desembocar en esa actitud de exigencia extrema hacia los demás y nula hacia uno mismo que está tan extendida hoy en día.

La tesis calvinista de la predestinación se fundamenta sobre una comprensión errónea acerca de la naturaleza del tiempo.

Nuestra mentalidad moderna está muy influida por culturas y líneas de pensamiento que, si bien en nuestros días presentan formas totalmente secularizadas, tienen su origen en el cisma espiritual e intelectual que vivió la sociedad occidental con la denominada Reforma Protestante. Especialmente las teorías calvinistas sobre la predestinación y la “doctrina de la prueba”, que llevan al individuo a una actitud de confianza supersticiosa en sí mismo y de justificación a priori de sus propios actos, siguen teniendo en nuestros días eco en la actitud fundamental de las personas hacia los valores morales. Estas ideas, importadas a través de la universalización de la cultura anglosajona, incluyen elementos, como las nociones de “ganador” y “perdedor”, que inmanentizan y convierten en apriorística la idea cristiana de la salvación humana, dejando poco o ningún terreno para la posibilidad de la redención. Si el Cielo ya está aquí y ya hemos sido juzgados, dándosenos a cada uno según nuestra condición, el reconocimiento del error moral supone el reconocimiento de la propia perdición, de nuestra condición de “perdedor” como equivalente terreno al concepto escatológico de “perdido”. Por lo tanto, el individuo tratará de evitar a toda costa dicho reconocimiento del error. Bajo esta perspectiva, el individuo se ve sometido a una constante autoevaluación justificativa, a un ejercicio de auto-convencimiento acerca de su propio valor y virtud, pues éstos se entienden inherentes e inmutables. Con semejante actitud, la actualización de las decisiones morales resulta prácticamente imposible.

La tesis calvinista de la predestinación, que hunde sus raíces en el paganismo y en la herejía gnóstica, se fundamenta sobre una comprensión errónea acerca de la naturaleza del tiempo. Se basa en la visión de tiempo como un marco general que engloba y limita las acciones tanto de los hombres como del mismo Dios, y no como un concepto de la realidad física al igual que el espacio, al que está ligado. Un Dios Todopoderoso no podría estar sometido a las limitaciones del tiempo, como tampoco lo está a las del espacio, de modo que la libertad individual sería compatible con el conocimiento divino de nuestra decisión moral fundamental. El hecho de que esta incomprensión sobre la naturaleza del tiempo haya sido superada por la ciencia moderna, así como el fenómeno de la secularización, no han impedido que, como apuntó el gran Weber, las huellas que las ideas calvinistas dejaron en el ethos de buena parte de la sociedad occidental permanezcan indelebles.

El plano de la acción moral no se ve por tanto limitado por el factor temporal, como no lo está tampoco por el espacial. Pertenece a otro ámbito de cosas propias del ser que no están limitadas por el despliegue del mismo, en términos heideggerianos, en el espacio y el tiempo, sino que pueden verse actualizadas a lo largo de éste. Esta actualización, dada nuestra humana e imperfecta condición, es imprescindible para poder avanzar en el camino de la vida. Con ello no cambiaremos los resultados materiales de las decisiones tomadas anteriormente, pero sí que actualizaremos la dimensión moral de nuestra persona respecto de dichas cuestiones. Se trata no solo de un reconocimiento del error, sino de una verdadera actualización de la decisión, de un “sí” actual a los valores en su conjunto que invalida desde el punto de vista moral decisiones fraccionarias del pasado.

La realidad siempre baila sola (II)

En Filosofía/Pensamiento por

En la primera parte de este artículo hablábamos de una cierta forma de pensar que, movida por una suerte de ethos burocrático, aplana y monopoliza el conocimiento posible, reduciéndolo a la cárcel de cristal de ciertas maneras de hablar de la realidad que hemos equiparado acríticamente con esta sin reparar en la limitación de dichos lenguajes.  Justo lo contrario de este estilo intelectual parapetado tras su falsa seguridad y su pobre imaginación es de lo que se ocupa el físico Christophe Galfard, brillante discípulo de Stephen Hawking, en un impagable libro de divulgación científica titulado El universo en tu mano.

El talento literario de este científico francés permite formarse una idea cabal del estado en que se encuentra la física teórica en la actualidad, en concreto, el punto absolutamente enloquecido y maravilloso al que han llegado los físicos teóricos más audaces en sus explicaciones del origen del universo. Siendo un completo lego en la materia, el libro me ha deslumbrado y me ha hecho reflexionar sobre los asuntos que estoy ventilando en este artículo. Sigue leyendo

La realidad siempre baila sola (I)

En Filosofía/Pensamiento por

Parece, a tenor de las sorpresas de los últimos meses (Brexit, Colombia, Trump), que poco o nada sabemos de las sociedades en que vivimos. Hablamos y hablamos de nosotros mismos hasta la náusea, no dejamos de mirarnos el ombligo, perseguimos al hombre de la calle para que nos dé su opinión…incluso de la lluvia que cae o deja de caer. Hemos acercado tanto el foco que nuestra imagen se ha distorsionado y ya no vemos sino sombras gesticulantes que se mueven en todas las direcciones. Apariencias de realidad que acechamos con periodística persistencia siempre con la cámara encendida, el micrófono abierto y las redes sociales dispuestas a prolongar el ruido y la furia sin tedio ni descanso. Insaciable e infatigable es nuestra búsqueda de…qué.

Somos rehenes de unos lenguajes, de unas maneras de hablar de la realidad que hemos equiparado acríticamente con esta sin reparar en la limitación de dichos lenguajes. El periodismo, la psicología, la pedagogía y la sociología, por poner solo unos pocos ejemplos, nos han encerrado en una cárcel de cristal que impide hacerse cargo de la opacidad irreversible de las cosas y las personas, del misterio que las envuelve. Estas perspectivas intelectuales han colonizado una parte importante de la esfera pública hasta el punto de consolidarse como discursos de especialistas y analistas. Sigue leyendo

Trump no ha ganado las elecciones

En Elecciones EEUU 2016/Mundo por

Déjenme que empiece por el principio. Donald Trump no ha ganado las elecciones. El 20 de enero de 2017, a las 12 del mediodía jurará su cargo como 45 Presidente de los Estados Unidos en la escalinata del Capitolio, pero Trump no ha ganado las elecciones. En el ángulo oscuro de su casa de Chappaqua (Nueva York), silenciosa desde el miércoles 9 de noviembre y comenzando a coger polvo está la única responsable de que Donald Trump sea el sucesor de Barack Obama en la Casa Blanca: Hillary Clinton. Sigue leyendo

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