Revista de actualidad, cultura y pensamiento

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Marie Kondo o por qué una camiseta sí puede traer la felicidad

En Democultura/Series por

Desde que Netflix estrenó la serie de Marie Kondo, la gurú japonesa que ha puesto patas arriba los hogares de muchos con su método para ordenar y a otros tantos les ha regalado unas buenas risas, he escuchado a amigos y conocidos que ridiculizan hasta extremos desorbitados esta propuesta. Un método que por sencillo puede parecer ridículo, pero creo que no hay nada más necesario que nos recuerden una y otra vez lo evidente. Y con evidente no me refiero al hecho de que cuando ordenamos un espacio ya sabemos que nos ayuda a ordenar la mente, a organizarnos mejor, a hablar menos de lo que me queda por hacer y más entre nosotros o a evitar tirarle a algún ser querido un cenicero a la cabeza por pura desesperación. Con evidente me refiero a que Marie Kondo utiliza el único método que a mi juicio es verdadero: preguntarnos si lo que tenemos delante corresponde más o menos con nuestro anhelo de felicidad.

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Lo que Netflix ofrece a los jóvenes

En Cine por

¿Qué ofrece Netflix al público joven? ¿Tan solo mero entretenimiento comercial o algo más a lo que hincarle el diente? La pregunta tiene su importancia, si consideramos el crecimiento de la audiencia de esta plataforma. No sería extraño que, persiguiendo un éxito fácil, Netflix cediera a la tentación del sensacionalismo y los fuegos de artificio. ¿Es eso lo que está pasando o, por el contrario, pretende hacerse un hueco en la cultura joven con un mensaje propio? En caso de que así fuera, ¿cuál sería ese mensaje? En este artículo, analizaremos tres productos de Netflix que, por su impacto y su vocación de crear tendencia, nos darán una pista de qué aguas navegamos. Sigue leyendo

Una secuencia: el reverendo Smith predicando en la vía pública de Deadwood

En Democultura/Series por

Uno de los personajes más carismáticos de esa sucia y demencial genialidad shakesperiana llamada Deadwood es sin duda el reverendo, predicador, Henry Weston Smith. El pobre reverendo Smith, que ya tenía bastante con ser protestante, existió de hecho en la realidad, como muchos de los personajes de la serie. El tránsito de su valle de lágrimas –y de barro– a la Vida Eterna, sin embargo, difiere del que le dan en la ficción.

Según consta en una carta de Seth Bullock (célebre personalidad del oeste norteamericano, encarnado en la serie por Timothy Olyphant), al reverendo Smith lo mataron los indios yendo hacia Crook City a predicar, tal y como rezaba la nota que dejó en el pueblo antes de marcharse, en el año de gracia de 1876. En la serie su final es un delirio causado por un tumor cerebral que desencadena toda clase de escenas, como las de esta secuencia, realmente notables. Su agonía termina con lo que eufemísticamente podríamos calificar de eutanasia, a instancia de una figura realmente abyecta (tanto en la realidad como en la ficción), la del proxeneta Al Swearengen, uno de los hombres más populares y ricos del entonces asentamiento de Deadwood. Sigue leyendo

A propósito de Knightfall y los Reyes Malditos: el proceso contra los templarios

En Historia por

El pasado mes de diciembre comenzó a transmitirse la serie de ficción histórica Knightfall, producción que busca emular el éxito obtenido por Vikings, y que habrá de narrar la caída de la Orden del Temple a principios del siglo XIV. La primera temporada de esta serie, con la interacción de los personajes históricos con los ficticios y las libertades que se ha tomado para construir un hilo argumental que mantenga cautiva a la audiencia pese a su poco rigor histórico, trata de revivir uno de los temas más enigmáticos y controvertidos de la Edad Media: La abrupta desaparición de los Caballeros Templarios.

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One Tree Hill: un lugar al que pertenecer

En Cine/Series por

Llevo mucho tiempo pensando en escribir sobre One Tree Hill, una de esas series que le marcan a uno la existencia. No es una serie digna de figurar en las listas de mejores series de las páginas de cine de referencia (lo que la hace de alguna forma especial), pero en mi caso llegó en el lugar y momento adecuado y le guardo el cariño suficiente como para que hoy me vea en la necesidad de escribir sobre ella.

Para los que no la conozcáis, la serie narra las historias de unos adolescentes en el pueblo ficticio de Tree Hill, Carolina del Norte. Aunque los protagonistas, lugares y acontecimientos obedezcan a los arquetipos y clichés clásicos de toda serie de High School americana (jugadores de basket, animadoras, taquillas, un montón de tragedias, el prom…), la realidad es que la serie logra profundizar en los estereotipos, logrando, además de un afecto hacia los personajes, su desarrollo. Sobre todo porque es una serie profundamente moral, donde el bien y el mal están delimitados.

No se llama One Tree Hill por casualidad. Todo gira en torno a la comunidad, en la que no podemos hablar de coexistencia, sino de convivencia. No existe ningún individuo aislado (salvo alguno que se lía a tiros en la tercera temporada), sino que la comunidad, organismo vivo frente a la sociedad mecánica, se va alimentando del propio devenir del pueblo y de las historias de cada personaje. No es un pueblo diluido conceptualmente en abstracciones supranacionales. No hay ni Unión Europea ni Globalización. Cuando uno de los personajes viaja a algún lugar fuera de Tree Hill ¡parece como si fuera a irse a algún mundo remoto!

Es moral también en lo relativo al comercio. En One Tree Hill no hay McDonald’s ni Starbucks ni Amazon. Están el café de Karen, el taller de Keith, los restaurantes junto al río…

Río que si seguimos su curso nos lleva hasta la cancha donde entrenan los amigos, unidos por su amor al baloncesto. Esa es otra. Los personajes salen mucho de sus casas, pero estos hogares, lejos de ser refugios, están abiertos al mundo. Los amigos y familiares van a verse entre ellos, van a buscarse… (hoy ya no es tan evidente, como antaño).

One Tree Hill se estrena en 2003, y los chavales tienen en torno a los dieciocho, lo que implica que habrían nacido en la última mitad de los años ochenta. Es la primera generación de los llamados millennials. En la serie no hay redes sociales, pero se dan formas primitivas de los dispositivos que manejamos hoy: el ordenador caja, el Nokia ladrillo, un chat tipo Messenger… No tienen gran relevancia, por suerte. Porque los personajes, rollos sentimentales aparte, buscan sin descanso una única cosa: encontrar su vocación. Esta es la gran tensión de la serie, el motivo por el que creo que es tan valiosa. One Tree Hill nos enseña que cada uno está llamado a ser uno mismo. Ya desde los créditos iniciales nos lo dicen en la canción: «I don’t want to be anything other than me».

En un magnífico artículo sobre la vocación, Higinio Marín decía que:

«buena parte de la vida nos va en acertar a preferir lo que realmente somos y a persistir en esa dirección, aunque también sea del todo preciso saber abandonar los espejismos de un yo preferido pero irreal. Distinguir entre lo uno y lo otro es más bien algo que nos pasa cuando ya se ha superado la dificultad, es decir, cuando la vida discurrida nos ha dado pruebas al respecto. Por eso la juventud es el periodo donde se concentran todas esas incertidumbres y desorientaciones.»

Y concluye así:

«Quien tiene la perfección como pasión de su oficio se cansa pero no se fatiga, pues ésta es la pena de los que recorren la vida sin descubrir qué ni quiénes les llaman.»

El título de la serie (tomado de la canción homónima de U2) se menciona en uno de los capítulos cuando la madre de uno de los protagonistas le dice a su hijo en una entrañable conversación: «There’s only one Tree Hill, and it’s your home.» Esta frase (que le repetirá nueve temporadas después una de las protagonistas al hijo que tendrá) es algo esperanzador para él. Frente a la radical inhumanidad de ser un engranaje de un sistema, una madre le promete a su hijo que hay un lugar donde es querido, que es lo mismo que decir hogar. Donde no hay vínculo, donde no hay raíces, donde no hay amor, no hay hogar. Su madre le está comunicando la esperanza de vivir en comunidad.

El profesor Evaristo Palomar recoge en una síntesis bellísima sobre la tradición lo siguiente:

«La tradición, como esperanza desde la presencia de lo pasado, es la memoria de una comunidad, que es inmediatamente perceptible, al presente, en la familia a través de su permanencia en el tiempo, desde la casa. La vida en cuanto que es, no es sino su derramarse dándose a los demás en fecundidad: ser, amor y donación. Por esto, el dolor en el compromiso de lo concreto y del “próximo”, desde la entrega, da paso a la alegría y al fervor que edifica la comunidad. (…) La tradición es la comunidad en tiempo y tierra. Lo que encierra implícitamente que la fuente de la tradición es el amor, pues toda comunidad se engendra por la amistad, y la amistad es el mismo amor en cuanto se manifiesta y funda por la intercomunicación, obrando según el propio bien la unidad en la común, en mutua reciprocidad.» (Sobre la Tradición, Tradere, 2011).

No sé si One Tree Hill pasará a la historia, pero sí sé que a mí me ha hecho mejor persona de lo que lo han hecho grandes series que hoy figuran entre las mejores. Series de indudable calidad cinematográfica, pero que tengo la impresión de que son en su mayoría nihilizantes. Quizás a nuestro tiempo le hagan falta grandes relatos de esperanza…

[CRÍTICA] 3%, distopía de la meritocracia

En Democultura/Series por

“El Proceso garantiza que sólo los mejores disfrutarán de Mar Alto.

Pase lo que pase, tendréis lo que os merecéis”.

Hace exactamente un mes, Netflix estrenó una de las propuestas más estimulantes del panorama seriéfilo actual. En la estela de influyentes sagas distópicas como Los juegos del hambre o El corredor del laberinto, 3% plantea una aventura de trasfondo socio-político dirigida al público juvenil.

¿Qué tiene de diferente? Aparte de tratarse de un fenómeno (cuasi)-inédito en la producción y distribución internacional de series, 3% se atreve a poner en tela de juicio uno de los mayores mantras de la política actual: el mérito. Pero la serie no sólo ofrece una excelente distopía de la meritocracia, también tiene una estética minimalista de lo más evocadora y uno de los villanos más complejos y virtuosos de los últimos tiempos. Sigue leyendo

The Newsroom (IX): ¿Por qué los periodistas valoran tanto las exclusivas?

En Dialogical Creativity/Periodismo por

 

La confirmación de la muerte de Osama Bin Laden unos minutos antes de que la Casa Blanca lo haga oficial es el trasfondo que mantiene la tensión dramática en el capítulo siete de la primera temporada deThe Newsroom. Mac, la productora de Noticias Noche 2.0., suspende la fiesta en la que toda la redacción celebraba el primer aniversario del programa para tratar de adelantarse al anuncio oficial. Sigue leyendo

Master of none: El imperio de la banalidad

En Democultura/Series por

Master Of None, creada y distribuida por la gigante Netflix, es una serie enfocada para un público preferentemente adulto que trata diversos temas ético-sociales actuales (desde el racismo hasta la amistad) almibarados con un sentido del humor original y una ironía sagaz y bien pulida.

Aunque se trate de una comedia, sus argumentos morales y sociales son tratados de una manera tan cercana que abre las puertas a la realidad con la que todos nos sentimos identificados. Y esta realidad que pretende retratar Master Of None es una en la que el marco ético-social se ve ensombrecido por la malinterpretación y confusión de ciertos valores dogmáticos arcaicos, alimentando así a una bestia temible y hambrienta: una comunidad ignorante, pagana y perdida, un imperio de la banalidad. Sigue leyendo

La versión hardcore de Don Draper se llama Ray Donovan

En Series por

No sé si un fan de Mad Men se encontrará a gusto con la familia Donovan. Los Donovan de Boston no tienen nada de la elegancia y seducción de los despachos de Steerling Cooper. Lo suyo es la picaresca de los bajos fondos, el trapicheo, el boxeo, la droga y la fidelidad salvaje de la manada.

La serie que tiene a Don Draper como protagonista es, como la llama un buen amigo “un culebrón de lujo”, mientras que la segunda es un policial al revés, un drama criminal pasado por el tamiz del realismo sucio. Ray Donovan es el tercero de una familia de origen irlandés (cómo no, son de Boston) que se dedica a resolver los enredos de la clase alta, ¡qué digo!, de ese colectivo semidivino que integran los ricos y famosos. Un Sr. Lobo de la farándula de Los Ángeles. Sigue leyendo

The Newsroom (IV): El fracaso del periodismo

En Dialogical Creativity/Periodismo por

The Newsroom 1×03 empieza con el total de Richard Clarke, responsable de la oficina contra el Terrorismo en Estados Unidos durante los atentados del 11S, pidiendo disculpas a la nación por no haber evitado los atentados. Pedir perdón. Un acto humano difícil que implica reconocer nuestras miserias y equivocaciones. Un acto por el que reconocemos nuestra responsabilidad y fracaso: nos decimos “hemos fallado”; decimos “te he fallado”.

Pedir perdón no está de moda. He escuchado argumentaciones muy sofisticadas para despreciar la necesidad de perdonar y de pedir perdón. Sin embargo, el perdón es condición necesaria para un nuevo comienzo. Eso pretende Will McAvoy, protagonista de la serie, al reconocer su fracaso como periodista. En el monólogo con el que da comienzo su informativo, Will confiesa sus pecados como periodista, explica las causas y se propone no volver a fallar. Sigue leyendo

The Newsroom (II): el periodista y el Quijote

En Columnas/Dialogical Creativity/Periodismo por

Quiero compartir contigo otro fragmento de la serie The Newsroom, de Aaron Sorkin. Los protagonistas MacKenzie McHale y Will McAvoy discuten si es posible (rentable) el buen Periodismo en una televisión privada en abierto (financiada con publicidad).

Mac representa el idealismo, hasta el punto de erigirse como Quijote, aunque ofrece un dato interesante: cree que un buen programa de noticias puede alcanzar el cinco por ciento de la audiencia. “El cinco por ciento de algo -dice- es lo que marca la diferencia en este país”. El argumento no es inocente: son siempre pequeñas comunidades creativas las que cambian el rumbo de la historia (Arnold Toynbee). La pregunta para Mac es: ¿Es rentable producir el programa con el que ella sueña? No sólo por la audiencia, sino por el coste de contar con los mejores profesionales. Sigue leyendo

The Newsroom (I), una lección de periodismo

En Dialogical Creativity/Periodismo por

Aaron Sorkin es uno de esos creadores exagerados y, por eso, aunque merece toda mi confianza, he esperado tres capítulos para decir con rotundidad y en titular una intuición que deseaba que fuera cierta: The Newsroom merece ser considerada como un material de referencia para el aprendizaje de la teoría y la práctica del Periodismo en las universidades. Si el primer capítulo planteaba con firmeza los ideales del gran periodismo anglosajón, el segundo se volcaba en los cómos y el tercero muestra con radical crudeza un antiguo dilema que tal vez no sea tal: o buen periodismo o rentabilidad.

También desearía que fuera -como ha ocurrido con otras series y profesiones- un despertador de la vocación dormida de muchos jóvenes, que sólo necesitaba para despertarse -como todas las vocaciones- un ejemplo concreto de que algo así existe y merece la pena luchar por ello. No importa estar a favor o en contra de las tesis sobre el periodismo (o la política) que se defienden en la serie. Eso puede discutirse. Lo importante es que por lo general se plantean con la altura moral e intelectual como para poder discutir en serio. Sigue leyendo

¿Firefly o Battlestar? Aventura y epopeya más allá del firmamento

En Democultura/Series por

Firefly y Battlestar Galáctica son dos series de TV, ¿o son dos naves espaciales? Firefly (Serenity) es una nave de carga, usada principalmente para el noble arte del contrabando. Galáctica es un crucero militar, una estrella de combate, el último bastión de una civilización acorralada y a punto de extinguirse. Ambas huyen. Ambas surcan el espacio infinito. Ambas explotan lo mejor de su género: la aventura y la epopeya. Sigue leyendo

The Shield: una garantía para paladares exquisitos

En Democultura/Series por

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El género policial es tal vez el género más recurrido en el mundo de la ficción televisiva. Digámoslo sin miedo: las series policiales son una plaga, se reproducen como conejos clonados, repiten esquemas y la mayor de las veces no proponen nada.

Series facilonas, maniqueas y de superficie. Pero también se da el otro extremo, y algunas maravillas como True Detective o The Wire consiguen elevar el género a su mejor versión. Quisiera hablar hoy de una auténtica joya, que acaso ha pasado algo desapercibida para el gran público. The Shield, de Shawn Ryan.

He aquí algunas razones de por qué hay que incluir esta serie entre las mejores de aquello que algunos llaman la 3ª Edad de Oro de la televisión.

Romper el molde, expandir los límites

Dentro del género policial, se suele caer en un abuso: cada capítulo repite un esquema o molde, que consiste en una partida de cuatro cartas: crimen, sospechosos, genio policial y resolución del caso cuyo broche de oro lo da la confesión.

La policía de Farmington sabe bailar al compás de esta melodía, claro que sí. Pero se sale de la pista en el piloto y ya no danza según las reglas en las siete temporadas que dura la canción. Juega con todos los elementos del género, quiere abarcarlo todo: el patrullero de a pie que se enfrenta con los borrachos cotidianos, los robos ínfimos, las quejas de los vecinos. El detective, que resuelve los casos difíciles, auténtico player del género, aquél que combina la observación deductiva y la intuición-olfato-corazonada… Y el plato fuerte de la serie: Vic Mackey y su strike-team, que nos abren la puerta al mundo del crimen organizado, la pandilla y la violencia callejera, pero sobre todo a la racionalidad efectiva del delito, aquella que le da sentido al ser policial, su contrario dialéctico.

Crímenes pasionales, crímenes irracionales (el asesino en serie), pequeños pecados de lo legal, vale. Pero lo que de verdad le da consistencia al ser policial, es el delito pensado y organizado, en su estrato más bajo –la pandilla –o superior –la política –, es decir, el delito sistemático, aquél capaz de producir riqueza y ejercitar el poder al margen de la ley y contra la convivencia.

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El pulso

En The Shield la adrenalina no alcanza su más alta dosis en el tiroteo o en la persecución trepidante, sino en la dinámica inquisidora. Ésta atraviesa toda la serie, desde el final del primer capítulo, con Vic Mackey de un lado, y Aceveda, Claudette o Kavanaugh en la silla de enfrente. Pero también se da fuera de la trama general, repitiendo la fórmula básica de cuatro cartas por capítulo, con una nota diferencial: el peso está concentrado en la confesión.

Toda confesión arrancada constituye una epifanía y supone una concesión al espectador al darle ocasión de ver lo que no se ve, lo impenetrable de la conciencia culpable. A veces se trata de confesiones mínimas, excusas de relleno, pero otras veces somos testigos de la insoportable tensión de una cuerda que no acaba de romperse sino tras un titánico esfuerzo del genio policial, que combina el conocimiento de la psique humana con técnicas sofisticadas de manipulación.

Hay momentos, a lo largo de la serie, que alcanzan la cumbre del género, su apogeo, a la altura del genio literario que puso las bases del interrogatorio policial y la confesión, me refiero a Dostoievski y la paradigmática e insuperable cuerda tensada entre Raskolnikov y Porfiri en Crimen y Castigo.

Así, Dutch y Claudette se enfrentarán a contrarios que los superan en varios niveles, que se salen de los parámetros psicológicos tipo; el espectador será testigo del esfuerzo sobrehumano del detective en una carrera que terminará en el colapso, a veces incluso de ambos, interrogador e interrogado. El acierto de The Shield es, a este respecto, la paciencia sutil: para conseguir el mayor efecto de la fórmula, la restringen a casos contados, poco más que un par de ellos en las siete temporadas. El día a día de la sala de interrogatorios no se sale de los parámetros de la normalidad, de la confesión arrancada sin mucha dificultad.

De ahí que los contados casos de criminales fríos, calculadores e intelectualmente superiores, consigan un efecto tan explosivo. Dan pie a la pregunta por la irracionalidad del mal y su sentido, su inquietante poder; todo ello custodiado por la lógica perfecta de una mente puesta a su servicio.

vic mackeyOtro pulso distinto es el que mantiene Vic Mackey con sus oponentes: se trata de ver quien es capaz del mayor exceso. Cada vez que un matón, capo o jefe criminal le hace frente, Vic Mackey reacciona con una fuerza de empuje igual o superior. El choque es colosal, y el resultado es la supervivencia de la manada. Astucia y violencia al servicio de la demostración de poder. Entramos en el imperio de la bestia astuta.

La contraposición entre el modus operandi de Mackey desbocado en lo legal y los detectives civilizados puede tentarnos con un maniqueísmo fácil. Nada de eso. La manipulación psicológica de Dutch, resulta a veces tan cosificadora y denigrante como las tácticas de Vic para conseguir la supervivencia. Puede parecer que Dutch es el peso moral en la balanza, y esto porque se mantiene en los márgenes de la legalidad. Pero esto es falso.

Precisamente, The Shield propone lo contrario: se trata de cuestionar seriamente la identidad entre lo moral y lo legal. A veces se actúa fuera de lo legal con propósitos morales (moral de tribu, de manada en el caso de Mackey), a veces se utiliza la legalidad para encubrir acciones inmorales (el afán de dominio, de autosatisfacción y auto-justificación dentro de la sala de interrogatorios en el caso de Dutch). The Shield prefiere la ambigüedad, la comunicación indirecta, y deja que sea el espectador quien saque sus conclusiones en cada caso.

La justicia retributiva

Otro de los grandes temas. ¿Por qué  un policía corrupto, violento y sin escrúpulos puede seducir tanto al espectador? Sabemos por qué sus compañeros lo protegen, y la cuadrilla de Farmington lo reclama como un padre… Parte de la estrategia de Mackey es aupar a los suyos, generar en ellos un sentimiento filial. Pero esta estrategia es sincera: Vic es un egoísta, pero su egoísmo es de grupo, lo que lo lleva a desarrollar un celo propio de una madre con sus crías, que le responden con fidelidad ciega.

Esto no quita que, cuando una cría se convierte en una amenaza interna, la madre se ocupe personalmente de apartarla. Pero la razón de esta simpatía no hay que buscarla en las “virtudes” de Mackey. Esa simpatía está dada a mi modo de ver, por dos motivos principales: el precio que estamos dispuestos a pagar por el sentimiento de seguridad y el goce homicida amparado en la justicia retributiva.

Ante las poderosas amenazas de la violencia criminal, nada como tener un Vic Mackey a mano. Ya sea para sacarle información valiosa a un pedófilo hermético como para pararle los pies a un asesino a sueldo psicópata o cerrarle el garito a un extorsionista profesional.

El segundo motivo de esta extraña empatía puede estar en el goce que nos provoca el castigo del injusto. Para esto remito a René Girard y su teoría de la mímesis y la violencia. Sólo señalar que The Shield enseña los límites de la justicia retributiva, el peligro de utilizarla como criterio último, su, en último término, sin-sentido cuando sirve de base absoluta para justificar nuestro comportamiento y en definitiva, nuestra vida.

La justicia retributiva (en su lado negativo implica castigar con toda la dureza al que se “lo merece”) es el principio que el strike-team esgrime para justificarse, el lema que acompaña todos sus excesos y también es el principio inconsciente de la mayor parte de la policía de Farmington, y por qué no, también del espectador: la lógica de los merecimientos.

La insuficiencia de esta lógica –algo magistralmente revelado en la otra serie policial de altura, The Wire –queda señalada en la permanencia inmutable del crimen sistemático, donde no se dan cambios más que accidentales, y el vacío de poder es ocupado automáticamente por un nuevo jugador. Por ello, y porque, en definitiva, la violencia reactiva es un mecanismo que no detiene sino más bien moviliza aún más la cadena infinita de violencia.

Muchos más aciertos podríamos señalar de esta magnífica serie, muchas sub-tramas enriquecedoras –el policía homosexual cristiano, la carrera política, las miserias y fortalezas de grandes personajes secundarios –pero lo dejamos aquí.

Que sirvan estas líneas como excusa para animarse a disfrutar de una experiencia estética y narrativa que no defraudará.

¿Quién es Frank Underwood?

En Democultura/Series por

Cada cachorro crece para convertirse en gato. Se ven tan inofensivos a primera vista, pequeños, callados, lamiendo la leche de su platillo. Pero apenas tienen garras lo suficientemente largas hacen sangrar la mano que les da de comer. Para aquellos escalando a la cima de la cadena alimenticia no puede haber misericordia. Solo hay una regla: cazar o ser cazado. Bienvenidos.

Así, con un plano a cámara en el que el político Frank Underwood se dirige directamente al espectador, termina el primer episodio de la segunda temporada de ‘House of cards’, la serie estadounidense que relata las intrigas de la Casa Blanca y las luchas internas por el poder.

Su actuación como protagonista en la serie le ha valido a Kevin Spacey un Globo de Oro al ‘Mejor actor de drama’, que ha recibido este fin de semana, tras ocho nominaciones a los premios en ediciones anteriores sin ganar ninguno. Además, el próximo mes de febrero está previsto que arranque la tercera temporada de la serie.

Pero vayamos al grano:

¿Quién es Frank Underwood?underwood

El arranque de la serie (primera temporada) nos presenta a un experimentado político, líder de la bancada republicana en el Congreso de los EE.UU. que, después de lograr que su candidato gane las elecciones presidenciales, ve esfumarse la promesa de ser el segundo de abordo, en favor de un líder más manejable.

A partir de aquí –al más puro estilo de una humillada ‘Scarlet O’hara’– hace un juramento a su mujer (otro personaje fascinante, su alter ego) de vengar la ofensa y tomar, no solo aquello que le corresponde, sino la presidencia de Gobierno.

Durante las dos temporadas que lleva la serie, su creador, Beau Willimon, nos lleva de la mano de Underwood, quien con sus esporádicos monólogos a cámara nos invita a ser espectadores de la crudeza de los actos y razonamientos que emplea para mover los hilos del poder a su favor.

En definitiva, es un hombre frío, profundamente consciente de sus propias fuerzas, y todavía más consciente de las fuerzas de los demás; que carece del límite que en otros denominaríamos el factor humano y que él sabe aprovechar con crueldad para lograr sus fines.

De su boca hemos escuchado frases como:

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En él vemos la lógica aplastante de quien sabe aprovecharse del “pensamiento débil” que sustenta la ética y la afectividad del hombre moderno –por lo general desprovista de fundamento– y que hace a quienes la ejercen no solo vulnerables sino “carnaza” para quien está dispuesto a saltarse los convencionalismos y aprovechar cualquier debilidad para subyugar al contrincante o eliminar obstáculos.

Así, bajo esta premisa, le hemos visto mancharse las manos de sangre en más de una ocasión (empezando por el primer capítulo) sin producir más horror que al aprovechar cada bajeza y cada virtud de quienes se encuentra para machacarlos, todo ello hilado en una trama inteligente y adictiva.

Es inevitable que surjan algunas preguntas: ¿Es posible la existencia de un hombre como este? ¿Resistiría la antropología una conducta mantenida al margen de todo respeto al más mínimo resquicio de idea de bien, fuera de sí? O, todavía más importante, ¿Resistiría nuestra civilización a alguien con esa “libertad” de espíritu?

Al fin y al cabo, no podemos dejar de recordar que el principio y fundamento de nuestra sociedad es un crucificado, signo de la mansedumbre, y lo más opuesto al superhombre de Nietzsche, un engendro maquiavélico que se nos presenta bajo la piel del respetable y poderoso Frank Underwood.

Una y otra vez, la pregunta es la misma: ¿Quién es el hombre?

Trailer de la 3ª temporada:

Black Mirror: Especial de Navidad

En Democultura/Series por

 

 

Iré al grano. Acabo de ver el especial de Navidad de ‘Black Mirror’, esa afamada (afamadísima) serie británica que con tan solo siete capítulos en tres años ha conseguido escandalizar, deslumbrar y levantar pasiones en todo el mundo a partes iguales.

Quizá su éxito se deba solamente al morbo que genera lo rocambolescamente cruel que resultan las distopías presentadas por Charlie Broker en cada uno de los episodios. Personalmente prefiero creer que no, aunque tengo mis dudas. De ser así, las abultadas cifras de audiencia y el reconocimiento social y cultural obtenidos por la serie no vendrían sino a confirmar lo que proponía el terrorista del primer capítulo: que somos una raza despreciable.

La otra hipótesis, la improbable, es que el creador de ‘Black Mirror’ haya conseguido crear lo que en literatura se definiría como un clásico, es decir, una obra que habla de la condición humana, de lo universal.

Pese a los muchos ingenios y artimañas tecnológicas que emplea Broker para presentarnos cada una de las situaciones que plantea en la serie, resulta obvio que, se haya dicho lo que se haya dicho, ‘Black Mirror’ no es una distopía tecnológica, es una distopía a secas.

La diferencia de matices está en que el mal que presenta no proviene de los dispositivos que imagina sino de lo más viejo que existe en este mundo: la corrupción humana. En este caso, dicho mal viene en algunos de los capítulos disfrazado de un puritanismo justiciero que lo hace, si cabe, aún más terrorífico. Es lo que ocurre en ‘White Christmas’, el capítulo estrenado estas Navidades después de casi un año de parón de la serie.

Dicen que cuando el sabio señala la luna, el tonto mira el dedo. Lo mismo ocurre cuando hacemos una lectura de la serie en clave “el problema es la tecnología”, como ya hicieron los amish en su momento (aunque tengo entendido que todavía existen algunos). La tecnología es poder, tanto la de ayer como la de hoy, y el proceso de empoderamiento del hombre es algo que viene produciéndose, por poner una fecha, desde que el primero de nosotros consiguió encender una hoguera en una cueva.

Por eso, cabe sospechar que para que se produzca el mal hasta los extremos que presenta la serie no es estrictamente necesario que se produzca un salto cualitativo a nivel tecnológico sino que termine de producirse otro proceso que viene desarrollándose de forma paralela (sin que exista relación de causa-efecto) al desarrollo de la tecnología: el abandono de la moral.

Claro está que comprender la moral como diez preceptos en una tabla de piedra no nos solucionará (al menos no del todo) el problema de qué hacer con el poder que hemos alcanzado. Más bien cabría encararla como un modo de tratar la realidad y a los otros teniéndolos en cuenta en su integridad.

Como se imaginarán, dicha tarea es casi nada. Quizá por ello hay tan pocos santos. Para este trabajo ‘Black Mirror’ no da la solución. Es labor de cada uno o, aún mejor, de cada sociedad y cada civilización recorrer el camino que sea necesario para recuperar (o alcanzar) el mejor modo de hacer uso de su poder para la felicidad del hombre, es decir, para el bien de toda la realidad.

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