“Abro la ventana de Herder para oxigenar los discursos estereotipados de la actualidad”. Luis Gonzalo fue el protagonista de la VIII Melopea Democresiana, que tenía como fin ahondar en la idea del nacionalismo, precisamente huyendo de discursos manidos.
Viernes. Fin de semana de San Valentín. En un pub de la ruta de la madera alicantina, una pareja baila cuando nadie baila. Un bailar inconcreto que se detiene con frecuencia: se abrazan, se tocan, se susurran, y lo hacen con un contoneo leve que persiste con la única excusa de mantener la cercanía física. Los enamorados, ya se sabe, funcionan a un ritmo diferente, más errático y bacteriano. Él es bastante más alto que ella y rondará los 50 años; ella es pequeña, de cabello rubio pajoso que parece teñido. La mujer, de hombros vagos, exhala cierta timidez o pasividad, como si viviera en continua expectación. El efecto quizás se debe a que la altura de su pareja la obliga a alzar la cabeza y a inclinarse continuamente.
Hay un perro en el bar, un perro enorme. Suena rock. Se juega a los dardos, al futbolín, se bebe. Muchos se acodan en la barra. Por algún motivo, a la camarera le cuesta sumar el precio de dos gintonics estándar: 6+6. Hay gente madura, hay jóvenes -treintañeros- y adultos recién horneados, inseguros todavía, hablando como si ensayaran cada frase y les saliera mal y se arrepintieran.
Y en medio, sin ocupar espacio en la barra ni bloquear el camino hacia la diana, se mueve la pareja. Se les ve enchochados, qué bonicos. El amor sobrevive, es una fuente inagotable de adolescencia sin importar la edad de los afectados. Contagian esperanza en quien los mira. Es verdad, sin ironías. Sin embargo, hay un detalle que les destroza el aura. Él lleva unos pantalones muy justos, ahorcados por el cinturón, la camiseta no le tapa toda la espalda y deja tres o cuatro centímetros sin cubrir, suficientes para que le asome la raja del culo. “Se le ve la hucha”, como dicen. Entonces se rompe la ternura que suscitaban, se desintegra la sonrisa del observador y, sobre todo, se transforman todas las figuraciones que uno se hacía sobre ellos: el bello y apacible amor se convierte en algo gelatinoso y sospechoso de distintas impurezas. ¿Tan adulterada tenemos la idea estética del amor o la pasión que en cuanto vemos un poco de animalidad sin adornar caemos en el rechazo? ¿Tan intervenido está el imaginario colectivo? Las películas de gordos, feos o de gente-del-montón que se enamoran siempre son comedias, o peor… El cine nos dice que la pasión legendaria, los besos en primer plano, la caída de sábanas renacentista sobre los glúteos, conforman un universo accesible sólo a los guapeados. De manera que la raja del culo lo estropea todo.
Al hombre le falla la talla, el pantalón es viejo y le queda pequeño. Lleva años en su armario, seguro, y se resiste a desecharlo porque eso supondría aceptar la edad y la lorza acomodaticia. O tal vez, y hablo por hablar, llevaba tiempo sin ponérselo y, como tenía una cita con ella, ha confundido la juventud del alma con la juventud física y ha decidido recuperar los vaqueros viejos.
Pensándolo bien, tal vez la pareja no es nueva. No, no es nueva. Llevan años casados y él es de esos que mantienen la cachondez de la relación a base de adulteración y fetichismo. Camina por los sexshop (y sigo hablando por hablar), revisa los estantes, muy experimentado, asiente, duda, palpa un picardías o la caja de un anillo vibrador y va cebando su imaginación. Compone escenas que vayan más allá, siempre un gramo más allá como en la cuchara de un personaje de The Wire. En este punto, es de suponer que la hucha se le alegra.
De momento, ahí están esta noche: bailan y se paran. Vamos a dejarlos. Son felices, no lo negaría nadie. Y si no fuera por Hollywood -y por los remilgos que nos contagia- representarían la capacidad humana de vivir.
Este artículo fue publicado originariamente en “Manjar de Hormiga“. Lo rescatamos para “gozadera” pública con el permiso y sorpresa de su autor.
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El problema catalán ha puesto sobre la mesa una clásica cuestión política que tiene que ver con nuestro entendimiento de qué es una democracia. Montesquieu y Rousseau ilustrarían dicha cuestión de manera paradigmática. Permítanme reconstruir la polémica entre ambos mediante la metáfora del castillo y del hogar. Metáfora que remite a la vida castellana, serena y apacible, de Montesquieu en La Brède y a la vida errante, agitada y desgraciada, de Rousseau. Perseguidor infatigable de un hogar utópico que colmase su yo, fuese el de una república al modo de Esparta o el de un grupo familiar, autónomo y autosuficiente, como el de Clarens.
Acabo de terminar de leer un libro. Fue hace un par de noches. El libro me ha gustado. Ha sido más que un buen compañero, mucho más de lo que fue Alfredo para Elisa De Santis. No sé en qué campaña publicitaria he escuchado que los libros son para el verano. Mi eterna pose de intelectual me impide suscribir al cien por cien un eslogan, pero he de decir que hay algo de real en ello. La verdad es que los libros son para cualquier momento. Pero en verano se tienen más momentos. Ay, el verano. El mensaje hace una clara referencia al título de la obra de Fernando Fernán-Gómez: Las bicicletas son para el verano. Con eso también estoy de acuerdo, pero no se puede entrar en todo.
Volvamos a esa noche. Pasé la última página. La siguiente estaba en blanco. Y la siguiente. Las pasé con decisión. No sé muy bien la razón pero soy un verdadero escéptico con el final de las obras de ficción (bueno, con cualquier cosa). Siempre doy una oportunidad más. Igual hay otro capítulo corto esperándome, en todos los sentidos. Creo firmemente que es uno de los traumas propios de una generación que ha crecido con escenas después de los créditos de las películas de animación.
He de decir que me tomo esta clase de momentos muy en serio. El mundo para de girar. Respiré profundamente y me quedé un rato mirando por la ventana. Puede que en tu pueblo de veraneo no, pero en Madrid esta clase de cosas le dan a uno un cierto aire de nostálgico. Terminar un libro que te ha gustado es comparable a los grandes momentos de una vida posmoderna tipo: el final de temporada de tu serie favorita, la primera copa que te tomas, un cigarrillo a escondidas, el beso de una chica en una noche de verano o la primera vez que ves el césped del Bernabéu. Conforma una suerte de síndrome de Stendhal para un millennial como yo, los patos de mi Central Park particular.
Únicamente las noches de julio y agosto brindan la oportunidad de apreciar estos incorruptibles suspiros del tiempo y permiten hacer una irracional (aunque no por ello menos veraz) radiografía de la coyuntura. Porque en verano siempre se está al borde del precipicio. Y eso lo cambia todo. Como decía Cuartango en El club de los corazones solitarios: “Esa conciencia de la fugacidad hace más precioso cada instante, porque en él se condensa toda la eternidad”. Ay, el verano. La vida es para el verano.