El pasado 16 de febrero, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) anunció que Uganda había alcanzado oficialmente el millón de refugiados procedentes de Sudán del Sur. Si le sumamos el número de refugiados originarios del Congo y otros países limítrofes, la cifra llega hasta 1.400.000 personas.
No hará más de dos semanas, coincidí con el fotoperiodista de guerra Manu Brabo en la presentación de un nuevo proyecto. En esta ocasión no hablaba de guerra, pero en algún momento dejó escapar un comentario sobre lo que le ha convertido en merodeador en multitud de conflictos bélicos: la guerra cambia los cauces de la vida tal como los conocemos, revela un mundo distinto y totalmente desconocido, en el que la amistad, la vida, la familia o tantos otros valores tienen un peso y una consistencia distintos.
Lo que en la paz experimentamos a menudo como algo superfluo -desde el agua corriente hasta el vínculo familiar o la devoción religiosa- en guerra es el vértice de cada decisión, de cada acto moral. Hay una serie de virtudes, un tipo de heroísmo, que encuentran la mejor ocasión para florecer cuando lo tienen todo en su contra, en medio de la desolación y el peligro inminente. Sigue leyendo
Democresía sigue creciendo y esta vez nos hemos propuesto un proyecto ambicioso:
Ricardo Morales se ha vuelto a poner la gorra de reportero (no te pierdas el relato que hizo de su viaje al Atlas), ha dado un par de brincos hasta Cracovia y está cubriendo para nosotros la JMJ de Polonia con sus vídeos y crónicas.
Puedes seguirle de cerca a través de nuestra página de Facebook o en nuestro ESPECIAL #RumboJMJ16 donde además incluiremos los discursos del Papa y análisis, y resúmenes de los principales acontecimientos del encuentro mundial de jóvenes.
A las 4:54 de la mañana suena la llamada a la oración en Midelt.
-¿Pero qué coño es esto? ¿Qué dicen?
-No lo sé. Pero es una maravilla.
Durante al menos diez minutos más, el potente canto divino -creo que teníamos un altavoz justo encima- va revotando entre los coches, los plásticos de las tiendas de campaña y los aromáticos cuerpos del Rally, de vacaciones boca y sobaco desde Meknes. El hecho de no tener un bolsillo generoso que nos diera acceso a la pulsera negra -la del todo incluido- hizo que la mayoría de aventureros terminásemos apiñándonos en los cuatro cachos de césped que había en el camping para, de alguna forma, burlar el frío del desierto. De esta manera garantizábamos que a las 6 de la mañana, con el despertar de los motores y la recogida del campamento, nadie se quedase sin correr aquella etapa por estar rendido a los esfuerzos de la carrera. Sigue leyendo
SÁBADO 19 DE MARZO. MADRID – TARIFA – TANGER – MEKNES
La espuma de afeitar de las hélices; las gaviotas en los bloques de hormigón.
El tráfico apelotonando los pitos de las rotondas; los corderos desollados colgando junto a la carretera, atrapando humores que volverán a ser devorados por su emisor.
Miradas negras y maquilladas rasgan el velo y apuntan a los barcos que vienen del vendaval de Tarifa. Entre aquel festín de lo humano, la bandera con el Sello de Salomón -verde forjado sobre los hijos de Mahoma- ondea a media altura sobre un extraño cielo nublado. Y empieza a llover. Y fabulosa sorpresa. En mi idea construida por Viajes Marsans sobre Marruecos solo había dunas, chilabas y mujeres con el vientre descubierto. Nada de agua. Nada de ruido retorcido. Nada de fósiles a espuertas esperando que cualquier coche con matrícula de azul y estrellas, símbolo inequívoco de la Europa dormida, baje la ventanilla y afloje la cartera.
Estamos en Tánger. Y no estamos preparados.
Acabábamos de salir con nuestro Land Rover de la rampa del Ferry cuando nos dimos cuenta de ello. La causa principal de esta primera conclusión fue motivada, principalmente, por el lance que sucedió con un agente de aduanas que iba abordo.
Nos obligaron a formarnos en una fila donde debíamos entregar nuestra “hoja verde”, una suerte de visado de andar por casa para que los europeos accedan a Marruecos. Al final de un par de puntos de datos personales pedían rellenar, resaltado y por partida doble, el espacio que rezaba: “profesión”. Tras someter mi sentido común a la siguiente dicotomía: hostelero o periodista; por tener medio pié entre cocinas y grasa de pato y lo que queda de uña escribiendo articulillos y hurgando historias, aposté, ¡Oh, yo; desdichado romántico! por lo segundo.
Me miró. Hizo como una arruga en el morro y mi tarjeta verde estrenó un montón nuevo sobre la mesa. Durante unos minutos aquella imagen, la del papel solitario, estuvo rotulada con un cartel debajo que ponía “estúpido”, que por alguna razón ahora lo imagino como un constante latido fluorescente.
La verdad es que, por ahora, aquella historia no ha quedado en más anécdota que desgastar la vista al lector.
Sea como fuere, después de dos horas en las aduanas , salimos a la ciudad portuaria al tiempo que llamaban a oración a aquella masa deforme de bullicio, tubos de escape y vocerío.
Ahora que reescribo estas líneas en la amabilidad de mi desordenado escritorio, suena el jaleo propio de la obra junto a mi ventana. Una grúa trata de levantar unas pesadas vigas de hierro. Y el sonido de este intento me recuerda a las suras cascadas -por la calidad de los altavoces- que nos dieron la bienvenida a Marruecos.
Quizás por ser ignotos en el árabe, el bereber y no tener más conocimientos del francés que saber leer adecuadamente las cajitas de galletas Petit Écolier, nos vinimos arriba en aquel momento. Y pensamos, cada uno de los tres integrantes de esta aventura para sus adentros. “¿Y si están anunciando nuestra llegada?”. Por el entusiasmo de sus gentes, que se apelotonaban en cada semáforo contra nuestras ventanillas, con el fin de colocarnos sus negocios -usando al pequeño Nicolás, Paquirrín y El Corte Inglés de calzador- bien podríamos decir que así era.
Esta historia tomó el cariz de tener que ser contada algún día allá sobre el mes de octubre del año pasado. Entre pizzas, anhelos de sal y carretera tomamos una decisión que bien mellaría nuestros dientes.
Rally Solidario “Clásicos del Atlas”.
Compramos el coche más destrozado que cabía imaginar; un destronado Discovery del 93 que hacía al menos una década que se estaba carcomiendo y oxidando en alguna esquina de alguna finca toledana. Juntamos euros inexistentes de fuentes improbables para sellar la inscripción y guardar la suciedad del dorsal 712 hasta hoy. Y dejando el tiempo pasar, comprando repuestos que no sabíamos dónde poner, forzando llamadas a esperar y dinero al que echar de menos, llegó el inoportuno momento de despedirse de los pasos y tambores de Semana Santa. Poníamos rumbo hacia tierra de moros sin más expectativas que no tener que volvernos antes de tiempo.
Alguno de nosotros dijo, mientras bajábamos por la A-4, dejando al Toro de Osborne en la cuneta, que estaría bien volver de una pieza y sin grandes cambios. ¡Menudo blasfemo! ¿Acaso es posible volver de una aventura siendo el mismo? ¿Alguna vez ha empezado una aventura con el consentimiento total y el ánimo presto de quienes la conforman? ¿Qué me decís de Frodo, Sam o el propio Sancho y Don Quijote? ¿No estuvieron los primeros movidos por el destino de la Tierra Media a abandonar la hierba de “La Comarca” y los segundos a abandonar algún lugar de “La Mancha” por la desmesura de la locura del Hidalgo y el afán de ínsulas, gobiernos y vino de su escudero?
No cabía volver igual. No era deseable, en modo alguno, volver igual.
De nuestra precipitada estancia en Tánger no hay mucho que decir. Nada que pudiéramos criticar o reseñar a golpe de turista. A fin de cuentas el mismo mar acuna los mismos lamentos y anhelos a un lado y a otro. Los mismos ojos se asoman entre ventanales, terrazas y miretes. Unos, esperando noches de jaima en el Sáhara occidental, donde poder decir al volver – porque siempre hay vuelta- la “impagable” sensación de ser especial en la nada del desierto, contemplando las estrellas entre el perfil de la sombra de un camello. Otros, buscando la oportunidad de perderse entre las hileras de recolectores de fresones en Huelva – sin intención de vuelta- y con el ánimo enjugado de lágrimas al poder llenar una bolsa de Mercadona hasta arriba.
Salimos de las calles de Tánger sin haber aterrizado todavía el espíritu en África y nos dirigimos hacia Méknes. Durante las más de cuatro horas de trayecto hacia el centro de Marruecos, estuvimos cercados por un verde andaluz, por los páramos castellanos y por una hilera de árboles muertos a ambos lados de la carretera. El país crece, prospera, y hay que comerse el aire para dejar hueco al asfalto.
Recuerdo estar de copiloto, grabando todo lo que me caía en el ojo, cuando abrí la ventana para ver a qué olía este país. Y no olí nada, salvo la mala combustión de un Tuc Tuc que teníamos frente al coche. Daba bandazos. Y fijé la cámara en aquella escena entre la sorna de nuestro conductor, que dudaba, no sin razón, sobre el rigor para consumir alcohol en Marruecos.
Es ahí cuando me encontré con el primer Otro en el otro. Apoyado sobre bolsas y leños. Mirándome. Atravesando la luna del coche, mi objetivo, carnes, huesos y órganos.
Y lo primero que me dijo el Otro en el otro es “¿Qué haces? ¿Quién eres? ¿Yo soy cómo tú? ¿Tú eres cómo yo? ¡Olvídate de mí!”.
Nadie que despierte admiración puede aportar una conclusión seria con un solo vistazo; por mucha arena y polvo que haya tragado. Jamás deberían fiarse de quien extraiga juicios universales sobre la vida y sus miserias a 2000 kilómetros de nuestras fronteras -entre dunas y piedras- apoyando sus impresiones con datos de Wikipedia. Poco valor deben dar al relato si el personaje que les narra la presente aventura se tiene más guiado por intuiciones que por certezas.
Por eso pedimos que no se fíen de este escrito. Fíense de quién lo escribe. Que con el infinito rosario de torpezas que le atesoran tiene, sin embargo, una valiosísima anécdota que contarnos. En medio del desierto, de la agonía de la esperanza, se ha encontrado con Otro en el otro. Se ha puesto lo suficientemente en juego para que aquello que tenía frente a él, le hablase a él de él mismo. Ha caminado entre bancales muertos, peleado con espadas de goma espuma, reído al traducir del bereber al castellano una “caca de burro” y bebido un té de un pueblo sin pozo con la “divinidad de la persona”; tal y cómo rescata Kapuscinski aludiendo a Cyprian Norwid en su introducción a la Odisea, en su ensayo “El Encuentro con el Otro”:
«Allí, en la naturaleza de cada mendigo y de cada vagabundo extraño, se sospecha un origen divino. No se concebía, antes de acogerlo, preguntar al visitante quién era; sólo después de dar por supuesta su divinidad se descendía a las preguntas terrenales, y esto se llama hospitalidad; y, por eso mismo, se la colocaba entre las prácticas y virtudes más piadosas. ¡Los griegos de Homero no conocían al “último de entre los hombres”! Siempre el hombre fue el primero, es decir, divino.»
Hete aquí el resuello del relato y la aventura. Revelar la plausibilidad del encuentro del Otro en el otro yendo a 80 kilómetros por hora durante 10 días en una tierra que de partida debe ser considerada como hostil.
Y si al perturbado lector ya no le es posible dar marcha atrás, pues desea ver cómo el narrador fracasa en la explicación de su fábula; cruce las piernas y sírvase un té moruno a ser posible. Afile bien el oído, tomando como ejemplo a los labradores y forasteros que iban a parar a la venta mágica de Cervantes. Estese atento a lo que en estas líneas acontece, no vaya a ser que entre tanto disparate se cuele una perla de verdad y a usted le pille con la boca llena de cualquier otra porquería.
Comienza la aventura. Bienvenidos a la fabulosa y mediocre historia de Tintín en el Atlas.