La banalidad de nuestro mal (I): Comercio Justo
Jerusalén, Israel, 1961
Cuando Hannah Arendt fue enviada a cubrir para el New York Times el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, lo único que no descubrió en el líder nazi fue un despiadado asesino, un enfermo mental o un sádico, pese a haber sido uno de los responsables directos de los campos de concentración en los que fueron quemados, fusilados o forzados a trabajar hasta la extenuación millones de hombres, mujeres y niños.


“Ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona no judía. Lo niego rotundamente –defendió el acusado durante el interrogatorio– Sencillamente, no tuve que hacerlo.” (‘Eichmann en Jerusalén‘, 1961. Hannah Arendt)
La descripción que la filósofa judía hizo de la personalidad de aquel hombre, y que le valió los ataques de quienes la acusaron de tratar de exculparle, fue, a falta de una imagen mejor, la de alguien incapaz de hablar sus propias palabras (“llegaba a constituir un caso moderado de afasia“) que solventaba su problema adoptando las expresiones y esquemas mentales propios del sistema en el que trataba de progresar, la Alemania nazi. Sigue leyendo