— ACNUR ha documentado que existe un promedio de doscientos nicaragüenses solicitando asilo cada día en Costa Rica desde finales del mes de julio — El apalancamiento de Daniel Ortega en el poder le va restando aliados en el panorama internacional
Silvio Rodríguez escribió una canción en 1983 dedicada a la Nicaragua revolucionaria de 1979. Su letra forma parte ya de la tristemente famosa historia de violencia latinoamericana del siglo XX, donde se sucedieron masacres, se saldaron revanchismos arraigados desde muchos años atrás y donde oligarquías e intereses particulares sometieron a la población y al país a sus caprichos.
A lo largo de los meses de agosto y septiembre, municipios de media España se visten con el atuendo propio de las fiestas patronales. Cada localidad o barrio se engalana con multitud de rojigualdas en honor a San Juan, San Lorenzo, San Mames, San Roque, San Bartolo o cualquiera sea el santo que por tradición venera.
Verano es sinónimo de pueblo. Es el momento del año en que nos permitimos ese retiro casi espiritual que conlleva abandonar la urbe, el ajetreo, las prisas, los codazos en el metro y recalar en esa morada inamovible que es el pueblo. Un lugar por el que el tiempo no pasa, aunque ahora falten menganito o fulanito y hayan cambiado la tienda típica por un Día.
En el pueblo dejas de ser el periodista, el alto ejecutivo o el genio del marketing y vuelves a ser Pepe, Bartolo, ‘el del BMW’ o ‘el de la Ignacia’. Te reciben con los brazos abiertos, como si en vez de venir de la moderna Madrid acabara de atracar tu barco en el puerto de Palos tras años de expedición con Elcano y Magallanes. En este surrealista paraje, el Ayuntamiento lo mismo utiliza la megafonía municipal para avisar de que “se ha encontrado una dentadura en el bar de la titi” que para armonizar las mañanas con jotas o música folclórica en época festiva.
El pueblo nos devuelve la humanidad que nos resta el vaivén diario, la pausa y la cercanía en el trato. Es imposible andar más de 20 metros sin saludar a alguien conocido y comentar el tiempo, lo poco que faltan para las fiestas o lo alto que estás, aunque lleves un lustro en que lo único que te crece es la barriga.
Cuando eras niño, tener pueblo significaba ser un auténtico terrateniente y te daba alas para mirar por encima del hombro a la plebe que se iba a pasar el verano mordiendo asfalto en una ciudad fantasma. De niño, la villa despierta tu imaginación a la máxima categoría. Juegas con tus amigos hasta la hora que quieras, disfrutas del río, te manchas los pantalones y pasas menos por casa que un sentenciado a cadena perpetua.
Cuando creces, tus ojos se fijan en otras cosas; “qué guapa está la hija de la Mercedes”; “qué libre me siento” y “qué bien se ven las estrellas”.El pueblo es el lugar donde damos nuestros primeros pasos en la juventud. Es el escenario de la primera borrachera, el primer beso o la primera ‘galleta’ de tu padre. Los de pueblo siempre son más espabilados y nos conducen a los de ciudad por unas sendas desconocidas.
Galisteo – Extremadura
Mi pueblo es particularmente mágico. Rodeado de una muralla mozárabe y coronado por una antigua torre palacio (llamada comúnmente ‘picota’), la villa de Galisteo emerge como un oasis en medio del secarral extremeño. A sus pies pasa el río Jerte, que deja un rastro de verdor y vida a su paso.
En Galisteo hay una tradición no escrita. Si quieres ‘tema’ con alguien, le preguntas cortésmente si quiere “dar una vuelta por el mirador”. Conozco el caso de un pobre urbanita, inexperto en el ars amandi que preconizara Ovidio, al que le fue hecha dicha proposición hace años. El pobre hombre inexperto, dio una vuelta completa al mirador hablando de los temas más nimios y sin entrar en acción, lo que terminó por agotar la paciencia de la paisana que le mandó a hacer puñetas. El pueblo te da muchas lecciones. Se puede volver adictivo hasta el punto de que cuando toca volver a tu ciudad, te sientes como un perro desdichado y deambulas como alma en pena en la metrópolis en constante añoranza y recreación del pasado. Al hacerse uno adulto, quizá el pueblo pierda ese cariz mágico que lo envuelve en la juventud, pero no deja de ser un ecosistema único donde cada rincón te devuelve la mejor de las historias.
El pueblo también puede ser un antídoto contra el día a día, un baño de realidad. Lo dejó bien claro el periodista Pedro Simón en la columna ‘Irse al Pueblo’ que escribió hace años para El Mundo: “Cuando andas como una lechuga, cuando te encuentras como perdido, cuando te ves caminando muy deprisa en tu día libre, cuando todo te suena impostado… siempre te queda volver al pueblo para que se te quite la tontería”.
El último día en el pueblo siempre cuesta dormir y no es por las cañas de más o las comilonas de días anteriores. Es porque sabes que una parte de ti se queda allí, y aunque seguirás siendo “el nieto de tía Puri” cuando vuelvas serás un poco más mayor y dejarás atrás otra etapa en esas calles. Aun así, cada rincón seguirá emanando recuerdos que nos trasladarán a lo que un día fuimos y que nos hace ser hoy quien somos.
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Atestados están los puestos y locales con estas pastas del Valle de Liébana. Desde el parking edificado para turistas madrileños hasta la Plaza Mayor de este hermoso, aunque siempre saturado, municipio cántabro.
Hace unos cuantos veranos, con un buen amigo democresiano, tuvimos a bien darnos un paseo por sus calles.
Hacía mal tiempo. Nublado y frío.
– ¿Sabes cuál es el dulce típico de aquí?
– No ¿cuál?
– Mira en ese escaparate.
Cubierta la primera risa incrédula, perfecto contraste con la apatía y hastío del tendero que hacía su agosto en agosto, decidí preguntarle por otro producto exótico de aquella tierra de gentiles y adoradores del demonio.
– Disculpe. ¿Tienen el falo del druida?
– ¿Cómo?
– El falo del druida.
Mi amigo, prevenido desde que nos conocimos de mis chuflas y chanzas,se giró hacia los quesucos de cabrales para evitar más cabreo y hastío en el tendero al enseñarle los dientes sin disimulo.
– Pues no me suena. Eso será de otro pueblo.
Con algo de carcajada colgando en el costado, salimos los dos del establecimiento, sorteando a varios padres de familia, que con bufonadas cavernícolas a sus cónyuges cargaban al carrito del bebé mandiles de cocina con una silueta escultural y de tostado artificial; pura chabacanería serigrafiada en la parte delantera. Pasaban por su tarjeta de crédito licores de crema de orujo muy corrientes cuyo principal activo era estar envasado en un tarro que ponía al descubierto la exuberancia femenina. Y así toda clase de vulgaridades hechas dulce. Todo choni y todo cutre en esta villa medieval, para que nos entendamos.
Traigo a colación esta anécdota porque leyendo la fascinante historia de las Hurdes y Batuecas, escenario sin igual de ciclos míticos en la geografía española, me he topado con la siguiente reflexión de Benito Jerónimo Feijoo. Dicho rescate fragmentario se lo debemos a Daniel Pablo Maroto, historiador carmelita, que en su obra “Batuecas”, hace un repaso monumental al antes y durante del Monasterio de San José, lugar extraordinario, todavía hoy, para el retiro y la oración.
“El autor – escribe – que, para cualquier hecho histórico, cita la tradición constante de la ciudad, provincia o reino donde acaeció el suceso, juzga haber dado una prueba irrefragable a que nadie puede replicar. Varias veces – sigue razonando el crítico – he mostrado cuán débil es este fundamento, si está destituido de otros arrimos, para establecer sobre él la verdad de la historia. Porque – ahora viene todo el jugo del texto – las tradiciones populares no han menester más origen que la ficción de un embustero o la alucinación de un mentecato. La mayor parte de los hombres admite sin examen todo lo que oye. Así en todo pueblo o territorio hallará de contado un gran número de crédulos cualquiera patraña”.
Claro. Uno leé esto y tiene la sensación de estar en una catequesis resacosa del Padre Hugh Collins (La hija de Ryan), o del Rev. Capt. Samuel Johnson Clayton (Centauros del Desierto). Contundencia hecha vísceras.
Los cojones del anticristo, el orgasmo de monja, los gusanos del celibato y los dientes del orangután son pastas que empañan la historia de un pueblo y sepultan su tradición, su verdadera tradición, que en casi todos los casos, se encuentra impregnada por las gentes que se apiñaban en torno a su Iglesia, su muralla, sus plazas y sus muelles.
Cuando el pueblo, ávido de reconocimiento para no caer en el sopor de los años, en el olvido de las generaciones que ahora solo ven los paisajes por Instagram, decide estas tácticas marketinianas al estilo de la batamanta o el extensor, incurre en la defecación sistemática en el mortuorio de todos los pescadores, mercaderes, bachilleres, clérigos, religiosas, chiquillos y hombres y mujeres de bien que laboraron su vida para que el ayuntamiento se ganase la dignidad de “ilustrísimo”.
Porque ahora, toda esa verdadera memoria histórica (no le pongamos paños ideológicos al término, por favor) acaba de ser mancillada por una turba innumerable venida de la capital y aledaños, que se enfunda el norte a modo de postureo pseudoburgués, y que tan solo recuerda el sitio por el chuletón que se ha jamado y por ser la tierra donde venden unas galletas de chocolate llamadas “los cojones del chivo o del diablo o qué se yo”.
Quizás la Concejalía de Turismo de este y otros tantos municipios de España que pretenden esconder o permiten que se esconda la riqueza de su historia por la vía zafia de sus comerciantes, quizás, digo, debieran darse un garbeo por el despacho del concejal/a de cultura y hacerle un par de preguntas sobre la imbecilidad humana y sus consecuencias.
No quiero concluir sin rescatar la otra parte del texto del Feijoo, que seguro que será de mucho provecho mientras nos limpiamos las deliciosas migajas del escándalo hecho caries.
“Éstos hacen luego cuerpo para persuadir a otros, que ni son tan fáciles como ellos ni tan reflexivos, que puedan pasar por discretos. De este modo va poco a poco ganando tierra el embuste, no sólo en el país donde nació, mas también en los vecinos y, entretanto, se va oscureciendo la memoria y perdiendo de vista los testimonios o instrumentos que pudieran servir al desengaño. Llegando a verse en estos términos, van cayendo los más cautos, y a corto plazo se halla la mentira colocada en grado de fama constante, tradición fija, voz pública, etc”.
Lo decía el gran Dámaso Alonso, aquel poeta enhollinado de la era franquista: subía la demografía en la capital española y se situó por primera vez sobre el millón de habitantes. Los residentes de la gran villa aplaudían orgullosos de que su ciudad creciera, y esbozaban sonrisas de altanería y superioridad. Y mientras los titulares de los diarios afamaban el nombre de Madrid, él escribía en Hijos de la ira:
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres, según las últimas estadísticas.
¡Ah! ¡Cadáveres…! Madrid era un sepulcro, y sus habitantes sacos de hueso y ceniza. Sigue leyendo
Hoy, 9 de julio de 2016, se celebra en Argentina el bicentenario de la declaración de la Independencia. Esta declaración supuso un hito en el proceso de consolidación del Estado argentino, que comenzó ya en la revolución de Mayo de 1810 y se extiende hasta la promulgación de la Constitución en 1853. Revolución, Independencia y Constitución en un período largo de tiempo, que anuncia ya la complejidad característica del tejido de voluntades que intervinieron en este proceso de ruptura con España. Sigue leyendo
Entre los múltiples motivos para no votar a la formación de Pablo Iglesias hay uno que, sorprendentemente, nunca se esgrime. Se habla del posible desastre económico, del caos social y de otros males propios del populismo. Pero Podemos también rinde un culto activo a la fealdad.
A primera vista, el criterio estético aplicado a la política podría parecer frívolo, cuando no irrelevante o reduccionista. Esto sería cierto si se tratara de un mal gusto espontáneo, pero ojo: estamos ante una práctica ensayada y perfeccionada de la fealdad. Sigue leyendo
“La secretaria de Igualdad del PSOE, Carmen Montón, es partidaria de “hablar de laicismo de verdad” y poner sobre la mesa acciones concretas para avanzar en esa línea. Lo dijo en una entrevista a Servimedia al hilo de los indultos concedidos cada año con motivo de la Semana Santa. “Tendremos que dar una vuelta a todo el sistema, y hablar de laicismo de verdad”, sentenció. En su opinión, es necesario “hablar de denunciar el Concordato, de sacar la religión de las aulas, de no financiar con fondos públicos la educación segregada que muchas veces está asociada a colegios religiosos”. Al hilo del reciente siniestro aéreo en Francia, subrayó que muchos ciudadanos “admiran” el laicismo que destilan sus autoridades y sus actos institucionales, y ese país “sería una buena referencia” para el avance de España.” Sigue leyendo
Una de de las evidencias más claras de la religiosidad humana es la cantidad de iluminados que se han alzado a cada momento histórico reivindicando para sí el signo de los tiempos y la salvación de su generación. Todavía más sorprendente y vergonzoso para el género humano resulta el apoyo con que siempre han contado dichos mesías y la fe ciega con que en muchas ocasiones han sido elevados por la multitud, aunque no por todos.
Montaje que circula por Internet
Como es natural –a excepción de algún honroso caso– todos ellos tienen una duración limitada o muy limitada y tanto su persona como su legado son, por lo general antes de consumar sus aspiraciones, desenmascarados y convertidos en víctima sacrificial a través del escarnio, la burla y el disimulo de quienes antes los habían elevado sobre el común de los mortales.
La lección que sacamos de todo ello -o la que no terminamos de aprender, según se mire- es que el hombre es, por definición, un ser imperfecto y condenado a caer una y otra vez en lo que la cultura judeocristiana ha venido a llamar “pecado” y que se explica por la debilidad de la voluntad humana. Tanto más, cuanto más amplio es el grupo de los llamados a redimir el mundo.
La cuidada pero vieja estrategia de Podemos va precisamente en esta dirección. A través de la clasificación de los españoles entre los buenos y los malos, la “casta” y el “pueblo“, se han erigido en portadores de una verdad moral cuya manifestación política y órgano redentor es Podemos.
El mismo nombre de la formación recoge en la acción indefinida (el verbo sin complemento directo) cualquier aspiración o esperanza con que se quiera adornar a quienes llevan la corona (no pretendida) de someter a la “casta” a su juicio final y llevar al “pueblo” al paraíso. Ya en su momento lo intentó Gordillo cuando al prometer su cargo de diputado del Parlamento Andaluz, lo hizo comprometiéndose con “las criaturas humanas, la utopía, el pueblo andaluz, la nación andaluza, la insumisión y la libertad”.
Aunque más pueblerino, estrafalario y algo menos agraciado, el edil de Marinaleda afronta, como le tocará en su momento al apuesto profesor universitario, el destino histórico de completar el círculo natural de todos los mesías y pasar por el ara sacrificial, como es de rigor.
Así, independientemente del ámbito en que se pretenda la “salvación” de los hombres, el mesianismo es una de las más explosivas formas de promoción social (si no, recuerden quién era Pablo Iglesias en enero de 2014) pero también una de las más difíciles de mantener. Su efectividad radica en lo más íntimo de la antropología: en su sentido religioso. Sin embargo, a diferencia del resto de líderes, (a quienes se podrá vituperar si caen) al mesías no se le permite bajar del pedestal si no es con una piedra de molino al cuello.
El mito griego de Ícaro y Dédalo ilustra bien lo que ocurre a quienes se olvidan de la debilidad de la condición humana.
Hay que reconocer que Iglesias ha sido valiente, y que hará falta más que una entrevista con Ana Pastor para empañar el brillo de la estatua de oro con que presuntamente le adoran cientos de miles, quizá millones, de españoles. Es posible incluso que, independientemente de lo equivocado de sus ideas, en lo personal sea “trigo limpio”. Lo desconozco.
El error original de la formación que lidera, sin embargo, es olvidar la condición natural del hombre, y la verdad de que, independientemente de la bondad de las propias ideas, todo el mundo es capaz de convertirse en casta. Si no, que se lo digan a Errejón.
No tenerlo en cuenta es infantil, presuntuoso y peligroso, pues, aunque uno pueda engañarse a sí mismo, el “pueblo” que ahora le adora terminará por aborrecerle. La pregunta es si caerá antes de las elecciones generales, o habrá que cargar con él durante la próxima legislatura.