Originariamente, el término “campaña” hacía referencia al espacio de tiempo en el que un ejército permanecía en el campo sin regresar a sus cuarteles. Más tarde, se entendió por “campaña” el conjunto de movimientos que llevaba a cabo un ejército hasta alcanzar el objetivo propuesto. Todo orquestado a través de operaciones que ocurrían en un mismo espacio geográfico y en un momento determinado de la historia. Por ejemplificar las definiciones dadas; ahí tendríamos la campaña contra los piratas cilicios en la Roma de Marco Antonio y Pompeyo. La campaña en África donde tras dos años de conflicto los aliados llegaron a empujar a las fuerzas del Eje hacia Túnez, logrando la retirada de Mussolini en 1941. Y, por ir al puchero regional, la Campaña de Extremadura donde los nacionales o el ejército sublevado consiguió unir la península con el Marruecos español, conectando al Ejército de África con el Ejército del Norte. Hecho que tuvo como consecuencia legitimada por las armas casi cuarenta años de franquismo.
El origen de las campañas políticas, sin embargo, es un tanto incierto. Los historiadores hacen la consideración de que la primera gran campaña fue en favor de la ejecución de Sócrates. El “perturbador de la juventud”, como llegó a ser tildado por el Ágora a ración única de cicuta, encontró el castigo propio de aquellos que trataban de corromper con su discurrir dialógico y su cipotudismo intelectual la estructura sofista donde la apariencia y la verborrea lo eran todo.
Francisco Madero, Churchill, Hitler, Gandhi, Adenauer, Vargas – Llosa, Obama, Rajoy o Trump. Todos ellos, para la consecución de sus fines políticos, han tenido que pasar por la criba de la campaña. Algunos lo lograron. A otros les mataron. Y los menos, se dedican a debatir sobre sus fracasos en los cursos de verano de la complutense y a escribir libros monumentales entre las brisas y las caricias de papel de oro Rocher.
Esta semana, la actualidad española ha puesto de relieve la siguiente verdad: la política en nuestro país está en campaña permanente. Y en las campañas hay muertos.
Como un jilguero en primavera, como un nuevo gol de Messi, como una nueva corruptela política, las redacciones de los mass media han pasado por alto esta obviedad. Porque no es noticiable el tener a los políticos entre los pelos de la sopa. Va en el juego del derecho a conocer los entresijos del Congreso. Es el hijo incestuoso de la actualidad y la irrupción de las redes sociales. De pronto, todo sugiere, que lo que digan nuestros portavoces parlamentarios ha de ser el eco de lo que digan nuestro gritos.
La política les pierde. La mediocridad de nuestro corazón les devora.
Pero, claro. ¿Hasta dónde les tenemos que exigir que se manifiesten? ¿Hasta qué punto es imprescindible un Tweet o una declaración de un político sobre lo que no es ámbito de su competencia?
Quizás sea llamativo que entre lo mucho que se ha escrito sobre Gabriel, sobre la prisión permanente revisable o sobre los disturbios en Lavapiés, nadie haya dicho que quizás los políticos estarían mejor callados en según qué momentos. Lejos de eso, abrimos telediarios con sus reacciones en redes, no salvamos tertulia de bar sin un hashtag o mención de por medio. Es curioso que nadie les haya apelado, respetando su dignidad parlamentaria, a que sería valioso y deseable el que se pronunciaran exclusivamente para condenar los hechos y para acompañar a los afectados. Pero no. La política les pierde. La mediocridad de nuestro corazón les devora. Tiene que hablar porque no sabemos vivir sin el “tú más” del escaño digital. El sofista que se cuela entre los deberes no entregados a tiempo hace que en este mundo, que es muy afectado y vanidoso y que requiere de su pedagogía permanente por el mero hecho de ser político, hace, digo, que sea imprescindible para ellos el mostrar los recovecos de su trinchera ideológica, desde donde menean palabras y sentimientos de igual manera que el marrano se desparasita con el fango, compuesto, dicho sea de paso, de sus propias heces entre otras inmundicias.
Señora Villacís, señora Robles, señor Espinar, señor Hernando. Su opinión nos importa poco en materia de muertos. Su fariseísmo sin ley, su recuento de cábalas demoscópicas solo son verdura de hastío.
Hacer política desde la morgue es viejo y es uso y costumbre de nuestro abecedario titular. Pero porque esté arraigado en nuestro ADN político no quiere decir que sea cuanto menos despreciable.