El filósofo francés de origen judío Alain Finkielkraut ha estado en Madrid hace unos días presentando su último libro, Lo único exacto y, como no podía ser de otra manera, ejerciendo ante los medios de comunicación esa visión de la filosofía que ya señaló Michel Foucault y que consiste en ser vigía y crítico del presente, atento a cualquier pretensión de reducir la actualidad a una explicación enlatada y miope.
Durante la charla que mantuvo con un grupo de periodistas en el Instituto Francés –en la que tuve la suerte de estar– Finkielkraut embistió contra el discurso dominante que ha querido convertir el renacimiento de los nacionalismos y los movimientos antiglobalización en un regreso de los fascismos y de las problemáticas de los años 30 en Europa. Sigue leyendo
Hace solamente unos años, era un lugar común entre algunos tertulianos de los medios de comunicación y comentaristas varios decir que la desafección política en España se debía a que los partidos políticos “ya no tienen ideología”.
Hoy, los esfuerzos por reanimar al socialismo después del estado en el que quedó tras la legislatura de Zapatero van precisamente en esa dirección: presentar a un partido con “las tintas cargadas” y capaz de aportar algo al debate público en lugar de ir simplemente a remolque de las originalidades varias de la calle.
¿Quiere usted empezar a filosofar? O, da igual, ¿no quiere? No tiene escapatoria. Es necesario que lo sepa: es usted un filósofo, lo quiera o no.
Incluso el más ignorante de los hombres de esta tierra está imbuido en su forma de pensar por nociones heredadas que, en cierta manera, son ya de por sí “filosóficas” y que suponen una forma particular de ver el mundo. Especialmente en el caso de quienes han nacido y crecido en el seno de una sociedad occidental, todos tienen en su acervo filosófico un buen número de principios y axiomas intelectuales heredados (a menudo mal heredados) de gigantes del pensamiento moderno tales como Descartes, Kant, Hume y, muy particularmente, Nietzsche. Sigue leyendo
Al igual que ocurre con Sócrates, esta es una pregunta difícil sino imposible de responder. Es tal la riqueza de su legado que filósofos tan distantes entre sí como Jacques Derrida o Cornelio Fabro han visto en Kierkegaard un interlocutor imprescindible. Hermano Kierkegaard, le llamaba Unamuno a principios del siglo pasado mientras que las dos figuras decisivas de la filosofía del siglo XX, Heidegger y Wittgenstein, reconocen su influencia, como también los dos grandes de la teología cristiana, protestante y católica, Barth y Balthasar. Kierkegaard está más que presente en Ordet, tal vez la mejor película del genial Dreyer, así como en el cine de Bergman y, por acercarnos a nuestros días, nos lo encontramos también en las películas de Terrence Malick, los guiones de Charlie Kaufman o las series de David Milch. Sigue leyendo
Las neurociencias: el trending topic de la vanguardia científica, la niña mimada de la investigación, que ha hecho de nuestro cerebro un nuevo mundo por explorar, hasta el punto de que se ha podido decir que el nuestro será “el siglo del cerebro”. Un panorama prometedor para una ciencia aún en pañales; una ciencia que no pretendo criticar ni cuestionar.
Sin embargo, ya sabemos que no es oro todo lo que reluce. En el río revuelto de la revolución cognitiva, no faltan los pescadores materialistas de siempre, que vuelven a la carga, diciéndonos, como resume S. Nannini, que “así como se puede, después de Darwin, prescindir de Dios para explicar la vida, se puede igualmente prescindir del alma para explicar la inteligencia”. Sigue leyendo
La propuesta de Ahora Madrid de mandar a paseo al Rey Baltasar para poner en su lugar a su hermana Baltasara, ha generado reacciones de todo tipo y memes muy divertidos, “Gaspar será una drag-queen asiática”, etc. ¿Han reemplazado la tradicional cabalgata de reyes por un carnaval adelantado? ¿Empoderamiento druídico, reintroducción del solsticio de invierno? Bien, por más que uno se pueda reír con las ingeniosas respuestas, o participar de la indignación de algunos escandalizados burgueses de nuestro partido, yo prefiero dirigir mi atención al país de la reina maga, y dejar a su camello pastar tranquilo.
Lo primero que me gustaría señalar es que estas propuestas al parecer tan disparatadas para algunos no lo son en absoluto. Antes bien son perfectamente coherentes con los valores y costumbres de su país. La propuesta para la Cabalgata y otras (cambiar los nombres de las calles de la ciudad, etc.), no son otra cosa que acciones estratégicas para generar en la sociedad una nueva lectura de la realidad, que responda a principios diferentes a los “tradicionales”, heredados estos de una cosmovisión cristiana, fruto del encuentro entre la cultura hebrea y griega, que debe, ante todo, ser barrida y olvidada. Sigue leyendo
Decía en la postguerra Castelao, ese intelectual gallego tan incomprendido, que hay muchos antifascistas fascistas. Ellos no lo saben. Son como esos hombres a quienes les apesta el aliento y nadie se atreve a decírselo. Viene esto a cuento de todos los «anti», sean ellos fascistas, comunistas, sionistas, nazis o de cualquier otra ideología, porque la característica de ser un fanático contrario de algo es que de alguna forma te ciega, aunque no es lo único malo que tiene.
Ser anti casi es ser nada…
Con frecuencia, en una sociedad que todavía valora la libertad de la democracia, se intenta vender ese antifascismo, anticomunismo o antisionismo, por poner tres ejemplos frecuentes, como garantía de ser demócrata y defensor de las libertades, como si no hubiera más que dos opciones posibles.
Esta es una de las memeces más generalizadas de las ideologías políticas, pero cualquiera puede, con no demasiado esfuerzo intelectual, darse cuenta del error que encierra: si eres contrario al pimentón no implica que te guste el azafrán, de la misma forma que si no te gusta el azul no estás obligado a que te entusiasme el rosa. Pero sí que es interesante, para aquellos que tratan de obligar a los ciudadanos a tomar partido entre dos únicas opciones políticas, mayormente por la suya, el hacer creer que solo siendo «anti» se tiene la garantía de ser «pro» de lo que ellos quieren aparentar.
Desgraciadamente la experiencia histórica nos muestra que los que presumen de antinazis o antifascistas muchas veces fueron y son contrarios a las libertades y a la democracia, al menos en el mismo grado que las ideologías que rechazaban y rechazan. El ser «anti» es una mera negación y por lo tanto no afirma nada por sí sola; niega una parte del universo, pero no todo lo demás.
Además, el ser «anti» tiene el inconveniente de ser una mera postura destructiva; no sirve para construir nada positivo. Es cómoda para aquellos que no quieren mostrar lo que realmente desean construir o para quienes no tienen más proyecto que su nihilismo.
Estos días estamos viendo las posturas de los que presumen de ser antisionistas o de aquellos que tienen como honra intelectual ser anticapitalistas, pero, en el fondo, ambas negaciones no son más que la tinta de calamar que esconde sus verdaderas intenciones.
Escribió uno de los renombrados sabios de ayer, abuelo de la Europa de hoy, que la Humanidad es una mole gigantesca que avanza a base de palos. Como la mórbida masa de arcilla de los tornos de alfarería, pero sin torno y sin alfarero, que se mueve informe y grotesca a paso irregular, buscando una forma determinada que le otorgare mayor perfección.
Si un extremo del todo insinúa una figura cualquiera, de viejo bigotudo y rechoncho, calvo y de tez roja, enano y alhajado, el extremo opuesto ha de alzarse con cierto enfado intelectual, y procurar una apariencia joven con un buen afeitado, de individuo delgado y hasta el límite de la anorexia, a un paso de desaparecer dentro de su propio hueso etéreo; melenudo cual sauce llorón, incluso confundiendo cabello con zapato, altísimo y andrajoso al modo cavernícola.
Situación eterna de asimetría e inestabilidad, que habrá de solucionarse encontrándose con cierta violencia los polos en el centro y originando una nueva realidad, una nueva cara equilibrada, ni niño ni niña ni anciano, ni corto ni largo, ni blanco ni negro, ni catalán ni andaluz. La suma perfección, la reunión de las virtudes de ambos sin los vicios de ninguno, la constitución definitiva del ser humano, que sin embargo durará un año. O dos a lo sumo. Será marginado el centro al lado más lejano del círculo de lucha, y enfrente de él, en la inmensa lejanía, volverá a erigirse su contrario, con quien deberá guerrear para dar origen a la nueva perfección, siempre mejor que entrambos y peor que la siguiente.
Hubo un tiempo en que en Europa sólo existía una forma de pensar permitida. Los edificios más altos de cada ciudad habrían de ser las catedrales, la única religión la católica romana, el único poder decisorio el varón y dos más dos serían cuatro. El sol giraría en derredor de nuestro planeta, las circunferencias no podían ser cuadradas y se confesaría que Adán y Eva se montaron su festín prohibido por el que la Humanidad sigue reprobada.
Pero hubo insensatos que osaron dudar de las verdades no demostradas que se legaban los hombres generación a generación. Galileo retomó la tesis de Copérnico y blasfemó contra la Sagrada Biblia mentiras desarraigadas, sandeces de críos; Lutero compitió por la hegemonía religiosa con la Todopoderosa Roma y otros tantos se atrevieron a negar el dogma, la cátedra sentada por unos seres de gorros violetas, rojos y blancos.
El Index Librorum Prohibitorum, un documento eclesiástico que recogía, hasta su desaparición el siglo pasado, los títulos de los libros prohibidos por la Santa Sede, empezó a engrosarse sin mesura llegada la era de la diosa Razón, aquella prostituta de la mitología francesa que se entregaba a gordos y a flacos. El hombre se dio cuenta de que a lo mejor la fe era un producto fantasioso de abuelos desmejorados y que la tradición generacional, aquel legado de sabiduría entre padres e hijos, podía ser un bonito embuste. Un tal Descartes se atrevió a revolucionar el pensamiento dudando de todo (por dudar, llegó hasta a intentarlo consigo mismo, cosa que el bendito halló imposible), y enseñó a sus coetáneos a poner en tela de juicio cualquier observación. Todo era mera apariencia de verdad, a no ser que por su nivel de evidencia produjera certeza ineludible. Pero el camino era ése: eludir la certeza.
La Santa Madre Iglesia, con su petréa vara de medir, continuó latigando las espaldas de los primigenios librepensadores, y cuando no lograba acallar el “error”, se chivaba a su marido, el Estado, para que reprimiera con la hercúlea y despiadada diestra de la forma que la mujer nunca se atrevió a pensar. Luego veía la sangre de aquel hijo común que amenazaba con arruinar a sus hermanos, y prefería callar si el adolescente rebelde cesaba en su empeño de dar problemas. No eran necesarias más lágrimas si con una bastaba.
Immanuel Kant
Pero la sangre de los mártires regó la sementera de nuevos corderos que se ofrecieron a tributar a la verdad con su carne maniatada sobre el ara, y proliferó la heterodoxia por doquier, hasta que el famoso filósofo de Königsberg consagra el movimiento del que es heredero y pronuncia la sentencia de muerte del dogma, que se ha hecho popular entre quienes se llaman librepensadores: atrévete a pensar por ti mismo.
Acabóse, la causa de la libertad comenzaba a brillar con luz propia, destellando su aureola blanquecina, pura, sobre la conciencia del hombre moderno. Una nueva religión se abría paso desde las nalgas de la madre libertad, y después vendría otra, y otra. Europa se vio sacudida; el europeo medio se veía confundido, habiéndose derrumbado la infalibilidad magisterial de la Santa Madre Iglesia y surgiendo heterodoxos a punta de pala, de bajo tierra donde tuvieran su escondrijo. Ahora era lícito pensar, se canonizan en religiosa ceremonia las dudas de fe y las dudas de ciencia, y se proclama la victoria final: el dogma ha muerto; es la era de la opinión.
Las primeras declaraciones de derechos articulan las libertades básicas de pensamiento y de conciencia, y pese a intentonas infantiles y periodos de mayor restricción estatal (véase la Historia de nuestro pueblo español), se abandera en mano izquierda el librepensamiento como un derecho: la Libertad, aquella dama entre el verde y el azul del Nuevo Mundo, subió su antorcha al cielo y alumbró el Universo. Pronto se reconocería el derecho como inalienable y fundamental en todos los instrumentos internacionales.
Pero como así es la mole de arcilla humanoide, si frente al viejo carca de aquella lejanía se levantó el joven irreverente de este lado tan cercano a nosotros, alguno de centro podría bostezar aburrido y cansado de la espera de aquella síntesis dialéctica, de esa búsqueda de equilibrio que demandan el progreso y la evolución. Si el anciano dicta sentencia en materia de todo cuanto se le antojare (aquel viejo que todavía para muchos es mitrado), aquí, en el lado del jovenzuelo, no hay quien se ponga de acuerdo; no hay opinión coincidente ni teoría concomitante, es francamente imposible encontrar de entre los sabios dos que concuerden en todo. Se discute desde la entrada por detrás de Pepe (que no se note mi alma blaugrana) o la cartulina de Mateo de la Hoz hasta el origen de las especies y, por discutir, el color de la pared.
Me encanta lo de la pared: yo sólo distingo dos tonos de verde, a saber, el claro y el oscuro. Pero hay superhombres capaces de distinguir tres, cuatro y hasta cinco tonalidades del color. Los expertos han teorizado sobre la posibilidad de que un sujeto distinga incluso seis verdes. ¡Seis verdes! Aún no se ha visto ninguno.
Tengo que confesar los quebraderos que me causa esta trivialidad con mi pareja. Donde yo veo naranja, un naranja claro lindando con el rosa, ella ve rojo, y donde yo veo azul, ella se aferra al verde. O el azul es el sexto tono del verde o, realmente, tenemos opiniones distintas. ¿Se imaginan cuando haya que elegir el color de la pared del dormitorio?
No hay consenso, nunca lo hay. Los jóvenes irreverentes y heterodoxos es lo que tienen: no se dejan convencer por nada ni por nadie; todo vale, todo es opinable. Hemos sustituido la verdad por la idea; lo que importa no es la cosa que no hay diablo que la escudriñe: lo válido es la mente, lo que “uno buenamente cree”. Y como por ella hay que guiarse, procurando que se adecúa a la misma realidad, la entronizamos en el templo del conocimiento, y a la opinión la llamamos sabiduría. Todo ha cambiado.
Estatua de la Libertad
Todo ha cambiado: la cosa ya no tiene la sílaba tónica. La nieta de aquella prostituta francesa, la diosa Razón, nieta que es la diosa europea de ahora, la puta Opinión; la puta opinión, decía, que se da a todos y a ninguno, es la batuta que concierta el mundo circunstante. Pero como hay tantas opiniones como hombres pensantes (u opinantes) se ha de constituir un nuevo pilar para la convivencia social que las personas civilizadas ya han integrado en sus almas (con perdón): la sacra Tolerancia. La Tolerancia es aquella señora, ni vestida ni desnuda, ni alta ni baja, o mejor sin cuerpo, sin parecido con nadie, que arbitra para que ninguna Opinión carca, al modo de la Razón inveterada, recrimine su libertinaje a las putas Opiniones, que tan grotescamente dejan ver senos y vergüenzas a la primera Idea que asoma a su alcoba. Y cuando se cansaren, a por la siguiente, y así sucesivamente.
Lo que no logra la sacra Tolerancia, aquel espíritu omnipresente que todo lo ordena, es concertar la idea con la realidad. Tanto es así que a cuantas opiniones en el <<mundo>> convienen tantos <<mundos>> unipersonales. Somos como Truman, o como los buzos de ayer, con aquellas escafandras claustrofóbicas, pero opacas, que contienen un mundo entero que es el único que interesa al ser buceante. Nadie quiere ver más allá porque a nada interesa: ¿qué es la verdad? Aquella cuestión tan espinosa e incómoda. No importa qué diantre sea la verdad, ésa es la única verdad.
Total, si un buzo, por ciego artificial, choca con otro buzo de otro mundo, ahí estará Tolerancia para preservar la integridad de las escafandras. Mandará a uno y a otro a mirar contra la pared. La pared…
Tanto es así que un tal Heidegger llegó a preguntarse, con la seriedad del claustro universitario:
¿Es el <<mundo>>, en definitiva, un modo de ser del hombre? Entonces, ¿no tendrá por lo pronto cada hombre su propio mundo? ¿No se convierte así <<el mundo>> en algo subjetivo? ¿Cómo podría, en ese caso, ser todavía posible un mundo <<común>>, <<en>> el que sin duda estamos? Y cuando se plantea la pregunta por el <<mundo>>, ¿a qué mundo nos referimos?
Nos toca bostezar, hasta que viejo carca y joven irreverente tengan a bien pegarse a brazo partido y nazca la nueva diosa: la verdad de libre asentimiento.
Hablaba yo el otro día con un gran amigo mío, psicólogo, agnóstico y profundamente materialista, sobre la realidad del amor, enfocando yo la discusión desde un punto de vista humanista y filosófico y él desde el prisma del biologicismo y de la corriente más empírica de su disciplina.
No me llamó la atención la reducción (reducción en mi opinión) de este lazo unitivo a mecanismos neurológicos e impulsos químicos cerebrales, o la teoría emergentista mente-cerebro que defendía (para los profanos, que la mente es una emanación quasi-espiritual del cerebro, la doctrina materialista más cercana al reconocimiento del alma). Es pan de cada día para los cientificistas, y la salsa de todos los platos en cualquier debate. Sigue leyendo
Desde las razones para la elaboración de las políticas gubernamentales hasta la elaboración de los currículos educativos, todo pasa por la decisión soberana de la ciencia, que aprueba o desaprueba en último término cada una de las decisiones de la vida del Estado. Incluso para obtener el carné de conducir, uno ha de someterse al examen científico de las propias capacidades físicas antes de poder demostrar que sabe conducir.
Pese a que no considero un error aplicar el raciocinio a todo aquello que es susceptible de ser sometido a su juicio para ser conocido con mayor verdad, lo cierto es que –como casi todo– al convertirse en la “panacea” de una sociedad la ciencia empírica termina por romperse.
Así, más allá del ámbito de la física, la medicina, la estadística o la matemática, el argumento científico se ha convertido en la meretriz de cualquier discusión social entre colectivos y sujetos, arrojándose datos y cifras a la cabeza con independencia de que tengan la autoridad o el compromiso necesarios (o el más mínimo interés) para esgrimir con verdad sus argumentos.
Pongamos un par de ejemplos: la ciencia sirve igual para condenarnos (todavía por razones desconocidas) a los que nos llamamos cristianos que para construir un puente o diseñar un ‘smartphone’. Eso sí, dada su condición de ramera, se la puede abandonar sin remilgos en favor de la conveniencia cuando se trata de abordar la humanidad o no humanidad de un feto o asumir que, simplemente, debe ceder a la legitimidad de los “sentimientos” si se trata de dirimir el “género” de un sujeto.
No es que tenga nada contra los ingenieros, cuya labor y aportación a la sociedad es encomiable, pero la preferencia de nuestra sociedad por la “tecnología” frente a la “ciencia” puede servirnos como imagen de la degradación moral que sufrimos consciente o inconscientemente como pueblo.
¿Qué tienen que ver ciencia y moral?
La pregunta que alguno podría haber formulado llegado este punto es: ¿Qué tienen que ver ciencia y moral?
Tanto para alcanzar el descubrimiento como a consecuencia de él, el hombre de ciencia (a partir de este punto abrimos la ciencia también a las disciplinas no empíricas) desarrolla la humildad absoluta ante la realidad que investiga. Ya sea mediante la resignación o a través de la aceptación voluntaria, quien quiere obtener el fruto de la investigación se ve obligado a jugar con las reglas del juego que el universo le impone con su modo de ser y de actuar.
El investigador no inventa, reconoce. No es un proceder creativo en tanto que no consiste de la modificación de aquello en lo que centra su atención y solo por amor a la realidad (sin el cual no es posible mantener en el tiempo el enorme esfuerzo y desgaste personal que supone investigar) desarrolla la creatividad necesaria para encontrar los escalones que hacen falta hasta llegar a la contemplación de aquello que apenas se vislumbra.
La lista de valores, virtudes y actitudes que derivan del ejercicio de la ciencia es larga. No pensaba detenerme en ella para no alargarme más de lo necesario (su tiempo es valioso) pero, si les interesa, les recomiendo vivamente la lectura de un buen libro que me prestó un buen amigo : ‘Solo el asombro conoce‘.
Humildad, creatividad y amor, el punto de partida
La civilización occidental, desde sus primeros estadios hasta el día de hoy, se ha caracterizado por ser la única capaz de desarrollar una cultura “científica”. Es decir, por fundar su modo de vivir y su cosmovisión en la búsqueda y el descubrimiento de lo que las cosas son realmente, en lugar de apoyarse sobre el mito y cerrarse a la crítica.
¿Verdad contra convivencia?
Hoy en día, como ocurrió también en la historia reciente, cometemos la imprudencia de abandonar el espíritu científico para echarnos en brazos de la “realidad particular” afirmada por encima de la realidad completa. En el pasado fueron las ideologías comunitaristas (nacionalismo, socialismo o nacionalsocialismo son algunos ejemplos) y en la actualidad el fenómeno se ha reducido al ámbito y a los intereses del yo.
Esta afirmación suprema del nosotros o del yo supone renunciar al orden natural del mundo en que vivimos para ordenar el valor de las cosas de forma que el interés de quien sostiene esta posición se vea inmediatamente beneficiado. No es ya la realidad que es la que impone la ruta a seguir de nuestras sociedades sino que la hemos sometido al cómo debería ser para que nuestros deseos queden saciados (cosa que nunca llega a ocurrir).
De este modo, redefinimos el género, la persona y la familia, destruimos el medio ambiente, separamos la sociedad en castas o identidades “nacionales” contrapuestas (por poner algunos ejemplos de actualidad) como justificación ideológica para ejercer la violencia sobre aquella parte de la realidad que, a nuestro juicio, nos impide alcanzar la satisfacción de nuestras aspiraciones.
Así, convertimos el odio en herramienta transformadora de la realidad bajo la premisa de que la naturaleza está mal hecha, en lugar de buscar en los fenómenos del hombre, la sociedad y el mundo la forma correcta de mirar y tratar lo ajeno a nosotros mismos. ¿Cabe esperar que no sea así?
El hombre occidental está llamado a ser científico, no desde el laboratorio sino en su relación con los otros y con el mundo. Todo lo que hemos alcanzado lo hemos hecho desde la observación atenta y la comprensión de aquello que nos rodea, de forma que, respetando el mundo, hemos obtenido de él el mejor modo de convivencia. La tecnología de que disfrutamos es buena muestra de ello.
Ahora bien, desde el momento en que hemos dejado de mirar asombrados a cuanto y quienes nos rodean, de estudiar con pasión, pero también con humildad, amor y creatividad, nos hemos condenado a pelear, unos con otros, por los restos de la civilización y del mundo. Hemos convertido al mundo y a los otros en instrumento para nuestro beneficio (o enemigo de él) en lugar de hogar y compañía de nuestras vidas, respectivamente.
Son muchos y muy complejos los problemas por los que pasa España en estos momentos. Desde la difícil comprensión de las causas y de la salida de la crisis económica (obviando reduccionismos ideológicos que se enmarcan en la visión dialéctica que acabamos de describir) hasta la convivencia entre los distintos, ya sea por el nacionalismo o por la integración de la inmigración; pasando por el conflicto entre dignidad humana e interés personal (aborto, eutanasia, desahucios, precariedad laboral…), los retos a que nos enfrentamos requieren de lo mejor que nos ha dado nuestra civilización.
De no poner todo nuestro empeño, toda nuestra ciencia, y de no empuñar nuestros mejores dones (humildad, creatividad y amor) para reconocer y comprender los conflictos y corregir el rumbo de nuestra sociedad, nos veremos abocados de forma inevitable a la guerra, ya no entre comunidades ideológicas, sino del yo contra el otro. Será el fin de nuestra civilización.