¿Acaso alguien nos ha prometido algo? Entonces, ¿por qué esperamos? Esta frase, escrita por Cesare Pavese hacia finales de 1945 en su diario, El oficio de vivir, se cita a menudo para poner de relieve la inexorabilidad del deseo humano y la aparente ausencia de respuesta por parte de la realidad.
Pavese escribió esta frase movido por sus insatisfacciones amorosas, que no hacían otra cosa que agudizar la esperanza de hallar la perfección. Solo una línea antes de la cita, de hecho, escribe: “En la juventud se anhela una mujer; en la madurez, la mujer”.
El Anticristo (Der Antichrist, Fluch auf das Christenthum) de Nietzsche comienza así:
“Mirémonos a la cara, nosotros somos hiperbóreos,- sabemos cuán aparte vivimos” Sea esta frase el clavo más largo que clava el martillo. Digo más largo, por su profundidad y la extensión ideológico-creadora que supuso para el Tercer Reich. La hermana de Nietzsche hizo su labor censora y mediática consecuente a su declarado antisemitismo y al de su, entonces, difunto marido. Y es que cuando el filósofo alemán habla de hiperbóreos, nos traslada a esa región mitológica inaccesible de la antigua Tracia (hyper-boreas “más allá del norte”) que utiliza como imagen de la superación de la época en la que se encuentra (modernidad-laberinto). Sigue leyendo
Parece este un buen punto de partida para recuperar lo que veníamos diciendo en la primera parte de este microensayo acerca del feminismo contemporáneo: si bien todos estamos de acuerdo en sus fines, la explicación que se hace de la violencia es tremendamente problemática. ¿Por qué?
Durante los últimos tiempos, la denominada ideología de género ha irrumpido como un torbellino y ha venido a instalarse en el corazón de los parlamentos, leyes y movimientos reivindicativos de medio planeta, para regocijo de unos y alarma de otros.
Palabras como patriarcado, género, dominación y emancipación, que provienen del ámbito del pensamiento, se han instalado en nuestras sociedades hasta volverse vocabulario de uso común.
“Lo que posees acabará poseyéndote” – afirmaba con desprecio Tyler Durden – “Suéltate”
El Club de la lucha: Una película que fracasó en la taquilla pero se convirtió con el tiempo en un obra de culto. Una peli que, al margen de otras posibles consideraciones, podemos leer como una crítica brutalmente nihilista y amoral-no apta para estómagos delicados- de la sociedad consumista occidental de antes de la crisis.
Una crítica de la sociedad consumista. Sí, esa que vio caer el muro de Berlín y que creyó haber llegado al “fin de la Historia”. Sí, esa que celebró la muerte de Dios y el ocaso de las ideologías. Esa que dio a luz a la que los sociólogos llamaron la “generación Y” y que es la nuestra, la de los nacidos entre los finales de los 70’s y mediados de los 90’s. Los “GYPSY” (Gen Y Protagonists & Special Yuppies), egocéntricos y narcisistas, protagonistas indiscutibles de nuestra propia película. Los GYPSY: la generación que llevó a algunos a hablar de la “crisis de las élites”. Clases medias y altas enriquecidas y descreídas, cuyo único credo fue la diversión, y su único mandamiento, el consumo. La ropa y la música, las nuevas formas de afiliación: eres lo que vistes, eres lo que escuchas Sigue leyendo
Nos duele Europa. Nos duele, no sólo por el atentado que hace unas semanas golpeaba París y conmocionaba al mundo. Nos duele también porque Europa, parafraseando a Ortega, “es todo lo que no debía ser, y casi nada de lo que debía ser”.
¿Por qué? ¿Por qué anochece en Europa? ¿Por qué el Viejo continente no da sino muestras de cansancio?
Tal vez nos pueda dar una respuesta ese europeo perturbado y genial que fue Nietzsche, que adivinó el ocaso de Occidente mucho antes que sus contemporáneos:
“¿No habéis oído hablar de ese hombre loco que, en pleno día, encendía una linterna y echaba a correr por la plaza pública, gritando sin cesar, “busco a Dios, busco a Dios”?” Sigue leyendo
“Cada cachorro crece para convertirse en gato. Se ven tan inofensivos a primera vista, pequeños, callados, lamiendo la leche de su platillo. Pero apenas tienen garras lo suficientemente largas hacen sangrar la mano que les da de comer. Para aquellos escalando a la cima de la cadena alimenticia no puede haber misericordia. Solo hay una regla: cazar o ser cazado. Bienvenidos.”
Así, con un plano a cámara en el que el político Frank Underwood se dirige directamente al espectador, termina el primer episodio de la segunda temporada de ‘House of cards’, la serie estadounidense que relata las intrigas de la Casa Blanca y las luchas internas por el poder.
Su actuación como protagonista en la serie le ha valido a Kevin Spacey un Globo de Oro al ‘Mejor actor de drama’, que ha recibido este fin de semana, tras ocho nominaciones a los premios en ediciones anteriores sin ganar ninguno. Además, el próximo mes de febrero está previsto que arranque la tercera temporada de la serie.
Pero vayamos al grano:
¿Quién es Frank Underwood?
El arranque de la serie (primera temporada) nos presenta a un experimentado político, líder de la bancada republicana en el Congreso de los EE.UU. que, después de lograr que su candidato gane las elecciones presidenciales, ve esfumarse la promesa de ser el segundo de abordo, en favor de un líder más manejable.
A partir de aquí –al más puro estilo de una humillada ‘Scarlet O’hara’– hace un juramento a su mujer (otro personaje fascinante, su alter ego) de vengar la ofensa y tomar, no solo aquello que le corresponde, sino la presidencia de Gobierno.
Durante las dos temporadas que lleva la serie, su creador, Beau Willimon, nos lleva de la mano de Underwood, quien con sus esporádicos monólogos a cámara nos invita a ser espectadores de la crudeza de los actos y razonamientos que emplea para mover los hilos del poder a su favor.
En definitiva, es un hombre frío, profundamente consciente de sus propias fuerzas, y todavía más consciente de las fuerzas de los demás; que carece del límite que en otros denominaríamos el factor humano y que él sabe aprovechar con crueldad para lograr sus fines.
De su boca hemos escuchado frases como:
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En él vemos la lógica aplastante de quien sabe aprovecharse del “pensamiento débil” que sustenta la ética y la afectividad del hombre moderno –por lo general desprovista de fundamento– y que hace a quienes la ejercen no solo vulnerables sino “carnaza” para quien está dispuesto a saltarse los convencionalismos y aprovechar cualquier debilidad para subyugar al contrincante o eliminar obstáculos.
Así, bajo esta premisa, le hemos visto mancharse las manos de sangre en más de una ocasión (empezando por el primer capítulo) sin producir más horror que al aprovechar cada bajeza y cada virtud de quienes se encuentra para machacarlos, todo ello hilado en una trama inteligente y adictiva.
Es inevitable que surjan algunas preguntas: ¿Es posible la existencia de un hombre como este? ¿Resistiría la antropología una conducta mantenida al margen de todo respeto al más mínimo resquicio de idea de bien, fuera de sí? O, todavía más importante, ¿Resistiría nuestra civilización a alguien con esa “libertad” de espíritu?
Al fin y al cabo, no podemos dejar de recordar que el principio y fundamento de nuestra sociedad es un crucificado, signo de la mansedumbre, y lo más opuesto al superhombre de Nietzsche, un engendro maquiavélico que se nos presenta bajo la piel del respetable y poderoso Frank Underwood.
Una y otra vez, la pregunta es la misma: ¿Quién es el hombre?