Revista de actualidad, cultura y pensamiento

UserImg Etiquetas

moral - page 2

The Shield: una garantía para paladares exquisitos

En Democultura/Series por

The-Shield-1

El género policial es tal vez el género más recurrido en el mundo de la ficción televisiva. Digámoslo sin miedo: las series policiales son una plaga, se reproducen como conejos clonados, repiten esquemas y la mayor de las veces no proponen nada.

Series facilonas, maniqueas y de superficie. Pero también se da el otro extremo, y algunas maravillas como True Detective o The Wire consiguen elevar el género a su mejor versión. Quisiera hablar hoy de una auténtica joya, que acaso ha pasado algo desapercibida para el gran público. The Shield, de Shawn Ryan.

He aquí algunas razones de por qué hay que incluir esta serie entre las mejores de aquello que algunos llaman la 3ª Edad de Oro de la televisión.

Romper el molde, expandir los límites

Dentro del género policial, se suele caer en un abuso: cada capítulo repite un esquema o molde, que consiste en una partida de cuatro cartas: crimen, sospechosos, genio policial y resolución del caso cuyo broche de oro lo da la confesión.

La policía de Farmington sabe bailar al compás de esta melodía, claro que sí. Pero se sale de la pista en el piloto y ya no danza según las reglas en las siete temporadas que dura la canción. Juega con todos los elementos del género, quiere abarcarlo todo: el patrullero de a pie que se enfrenta con los borrachos cotidianos, los robos ínfimos, las quejas de los vecinos. El detective, que resuelve los casos difíciles, auténtico player del género, aquél que combina la observación deductiva y la intuición-olfato-corazonada… Y el plato fuerte de la serie: Vic Mackey y su strike-team, que nos abren la puerta al mundo del crimen organizado, la pandilla y la violencia callejera, pero sobre todo a la racionalidad efectiva del delito, aquella que le da sentido al ser policial, su contrario dialéctico.

Crímenes pasionales, crímenes irracionales (el asesino en serie), pequeños pecados de lo legal, vale. Pero lo que de verdad le da consistencia al ser policial, es el delito pensado y organizado, en su estrato más bajo –la pandilla –o superior –la política –, es decir, el delito sistemático, aquél capaz de producir riqueza y ejercitar el poder al margen de la ley y contra la convivencia.

theshield

El pulso

En The Shield la adrenalina no alcanza su más alta dosis en el tiroteo o en la persecución trepidante, sino en la dinámica inquisidora. Ésta atraviesa toda la serie, desde el final del primer capítulo, con Vic Mackey de un lado, y Aceveda, Claudette o Kavanaugh en la silla de enfrente. Pero también se da fuera de la trama general, repitiendo la fórmula básica de cuatro cartas por capítulo, con una nota diferencial: el peso está concentrado en la confesión.

Toda confesión arrancada constituye una epifanía y supone una concesión al espectador al darle ocasión de ver lo que no se ve, lo impenetrable de la conciencia culpable. A veces se trata de confesiones mínimas, excusas de relleno, pero otras veces somos testigos de la insoportable tensión de una cuerda que no acaba de romperse sino tras un titánico esfuerzo del genio policial, que combina el conocimiento de la psique humana con técnicas sofisticadas de manipulación.

Hay momentos, a lo largo de la serie, que alcanzan la cumbre del género, su apogeo, a la altura del genio literario que puso las bases del interrogatorio policial y la confesión, me refiero a Dostoievski y la paradigmática e insuperable cuerda tensada entre Raskolnikov y Porfiri en Crimen y Castigo.

Así, Dutch y Claudette se enfrentarán a contrarios que los superan en varios niveles, que se salen de los parámetros psicológicos tipo; el espectador será testigo del esfuerzo sobrehumano del detective en una carrera que terminará en el colapso, a veces incluso de ambos, interrogador e interrogado. El acierto de The Shield es, a este respecto, la paciencia sutil: para conseguir el mayor efecto de la fórmula, la restringen a casos contados, poco más que un par de ellos en las siete temporadas. El día a día de la sala de interrogatorios no se sale de los parámetros de la normalidad, de la confesión arrancada sin mucha dificultad.

De ahí que los contados casos de criminales fríos, calculadores e intelectualmente superiores, consigan un efecto tan explosivo. Dan pie a la pregunta por la irracionalidad del mal y su sentido, su inquietante poder; todo ello custodiado por la lógica perfecta de una mente puesta a su servicio.

vic mackeyOtro pulso distinto es el que mantiene Vic Mackey con sus oponentes: se trata de ver quien es capaz del mayor exceso. Cada vez que un matón, capo o jefe criminal le hace frente, Vic Mackey reacciona con una fuerza de empuje igual o superior. El choque es colosal, y el resultado es la supervivencia de la manada. Astucia y violencia al servicio de la demostración de poder. Entramos en el imperio de la bestia astuta.

La contraposición entre el modus operandi de Mackey desbocado en lo legal y los detectives civilizados puede tentarnos con un maniqueísmo fácil. Nada de eso. La manipulación psicológica de Dutch, resulta a veces tan cosificadora y denigrante como las tácticas de Vic para conseguir la supervivencia. Puede parecer que Dutch es el peso moral en la balanza, y esto porque se mantiene en los márgenes de la legalidad. Pero esto es falso.

Precisamente, The Shield propone lo contrario: se trata de cuestionar seriamente la identidad entre lo moral y lo legal. A veces se actúa fuera de lo legal con propósitos morales (moral de tribu, de manada en el caso de Mackey), a veces se utiliza la legalidad para encubrir acciones inmorales (el afán de dominio, de autosatisfacción y auto-justificación dentro de la sala de interrogatorios en el caso de Dutch). The Shield prefiere la ambigüedad, la comunicación indirecta, y deja que sea el espectador quien saque sus conclusiones en cada caso.

La justicia retributiva

Otro de los grandes temas. ¿Por qué  un policía corrupto, violento y sin escrúpulos puede seducir tanto al espectador? Sabemos por qué sus compañeros lo protegen, y la cuadrilla de Farmington lo reclama como un padre… Parte de la estrategia de Mackey es aupar a los suyos, generar en ellos un sentimiento filial. Pero esta estrategia es sincera: Vic es un egoísta, pero su egoísmo es de grupo, lo que lo lleva a desarrollar un celo propio de una madre con sus crías, que le responden con fidelidad ciega.

Esto no quita que, cuando una cría se convierte en una amenaza interna, la madre se ocupe personalmente de apartarla. Pero la razón de esta simpatía no hay que buscarla en las “virtudes” de Mackey. Esa simpatía está dada a mi modo de ver, por dos motivos principales: el precio que estamos dispuestos a pagar por el sentimiento de seguridad y el goce homicida amparado en la justicia retributiva.

Ante las poderosas amenazas de la violencia criminal, nada como tener un Vic Mackey a mano. Ya sea para sacarle información valiosa a un pedófilo hermético como para pararle los pies a un asesino a sueldo psicópata o cerrarle el garito a un extorsionista profesional.

El segundo motivo de esta extraña empatía puede estar en el goce que nos provoca el castigo del injusto. Para esto remito a René Girard y su teoría de la mímesis y la violencia. Sólo señalar que The Shield enseña los límites de la justicia retributiva, el peligro de utilizarla como criterio último, su, en último término, sin-sentido cuando sirve de base absoluta para justificar nuestro comportamiento y en definitiva, nuestra vida.

La justicia retributiva (en su lado negativo implica castigar con toda la dureza al que se “lo merece”) es el principio que el strike-team esgrime para justificarse, el lema que acompaña todos sus excesos y también es el principio inconsciente de la mayor parte de la policía de Farmington, y por qué no, también del espectador: la lógica de los merecimientos.

La insuficiencia de esta lógica –algo magistralmente revelado en la otra serie policial de altura, The Wire –queda señalada en la permanencia inmutable del crimen sistemático, donde no se dan cambios más que accidentales, y el vacío de poder es ocupado automáticamente por un nuevo jugador. Por ello, y porque, en definitiva, la violencia reactiva es un mecanismo que no detiene sino más bien moviliza aún más la cadena infinita de violencia.

Muchos más aciertos podríamos señalar de esta magnífica serie, muchas sub-tramas enriquecedoras –el policía homosexual cristiano, la carrera política, las miserias y fortalezas de grandes personajes secundarios –pero lo dejamos aquí.

Que sirvan estas líneas como excusa para animarse a disfrutar de una experiencia estética y narrativa que no defraudará.

Black Mirror: Especial de Navidad

En Democultura/Series por

 

 

Iré al grano. Acabo de ver el especial de Navidad de ‘Black Mirror’, esa afamada (afamadísima) serie británica que con tan solo siete capítulos en tres años ha conseguido escandalizar, deslumbrar y levantar pasiones en todo el mundo a partes iguales.

Quizá su éxito se deba solamente al morbo que genera lo rocambolescamente cruel que resultan las distopías presentadas por Charlie Broker en cada uno de los episodios. Personalmente prefiero creer que no, aunque tengo mis dudas. De ser así, las abultadas cifras de audiencia y el reconocimiento social y cultural obtenidos por la serie no vendrían sino a confirmar lo que proponía el terrorista del primer capítulo: que somos una raza despreciable.

La otra hipótesis, la improbable, es que el creador de ‘Black Mirror’ haya conseguido crear lo que en literatura se definiría como un clásico, es decir, una obra que habla de la condición humana, de lo universal.

Pese a los muchos ingenios y artimañas tecnológicas que emplea Broker para presentarnos cada una de las situaciones que plantea en la serie, resulta obvio que, se haya dicho lo que se haya dicho, ‘Black Mirror’ no es una distopía tecnológica, es una distopía a secas.

La diferencia de matices está en que el mal que presenta no proviene de los dispositivos que imagina sino de lo más viejo que existe en este mundo: la corrupción humana. En este caso, dicho mal viene en algunos de los capítulos disfrazado de un puritanismo justiciero que lo hace, si cabe, aún más terrorífico. Es lo que ocurre en ‘White Christmas’, el capítulo estrenado estas Navidades después de casi un año de parón de la serie.

Dicen que cuando el sabio señala la luna, el tonto mira el dedo. Lo mismo ocurre cuando hacemos una lectura de la serie en clave “el problema es la tecnología”, como ya hicieron los amish en su momento (aunque tengo entendido que todavía existen algunos). La tecnología es poder, tanto la de ayer como la de hoy, y el proceso de empoderamiento del hombre es algo que viene produciéndose, por poner una fecha, desde que el primero de nosotros consiguió encender una hoguera en una cueva.

Por eso, cabe sospechar que para que se produzca el mal hasta los extremos que presenta la serie no es estrictamente necesario que se produzca un salto cualitativo a nivel tecnológico sino que termine de producirse otro proceso que viene desarrollándose de forma paralela (sin que exista relación de causa-efecto) al desarrollo de la tecnología: el abandono de la moral.

Claro está que comprender la moral como diez preceptos en una tabla de piedra no nos solucionará (al menos no del todo) el problema de qué hacer con el poder que hemos alcanzado. Más bien cabría encararla como un modo de tratar la realidad y a los otros teniéndolos en cuenta en su integridad.

Como se imaginarán, dicha tarea es casi nada. Quizá por ello hay tan pocos santos. Para este trabajo ‘Black Mirror’ no da la solución. Es labor de cada uno o, aún mejor, de cada sociedad y cada civilización recorrer el camino que sea necesario para recuperar (o alcanzar) el mejor modo de hacer uso de su poder para la felicidad del hombre, es decir, para el bien de toda la realidad.

Llorar, patalear, votar

En Asuntos sociales/Cultura política/Pensamiento por

Comentaba Chema Medina en un artículo publicado esta semana que uno de los grandes logros del PP y del PSOE en las útlimas décadas ha sido el de enfurecer a la población española hasta el punto de lograr que se interese por la política, todo un hito en la historia de España.

Ahora bien, que la falta de interés político forma parte del carácter y la costumbre de buena parte de la población española no quita que, cuando las cosas pintan mal, la culpa sea siempre de los mismos, según la opinión comúnmente extendida. Sigue leyendo

Posmodernos y anti científicos (o la noche oscura de la Razón)

En Ciencia y tecnología/Pensamiento por

Desde las razones para la elaboración de las políticas gubernamentales hasta la elaboración de los currículos educativos, todo pasa por la decisión soberana de la ciencia, que aprueba o desaprueba en último término cada una de las decisiones de la vida del Estado. Incluso para obtener el carné de conducir, uno ha de someterse al examen científico de las propias capacidades físicas antes de poder demostrar que sabe conducir.

Pese a que no considero un error aplicar el raciocinio a todo aquello que es susceptible de ser sometido a su juicio para ser conocido con mayor verdad, lo cierto es que –como casi todo– al convertirse en la “panacea” de una sociedad la ciencia empírica termina por romperse.

Así, más allá del ámbito de la física, la medicina, la estadística o la matemática, el argumento científico se ha convertido en la meretriz de cualquier discusión social entre colectivos y sujetos, arrojándose datos y cifras a la cabeza con independencia de que tengan la autoridad o el compromiso necesarios (o el más mínimo interés) para esgrimir con verdad sus argumentos.

Pongamos un par de ejemplos: la ciencia sirve igual para condenarnos (todavía por razones desconocidas) a los que nos llamamos cristianos que para construir un puente o diseñar un ‘smartphone’. Eso sí, dada su condición de ramera, se la puede abandonar sin remilgos en favor de la conveniencia cuando se trata de abordar la humanidad o no humanidad de un feto o asumir que, simplemente, debe ceder a la legitimidad de los “sentimientos” si se trata de dirimir el “género” de un sujeto.

Feyerabend se equivocó. No es la ciencia la que guía los destinos de nuestra sociedad. En lugar de su “tiranía”, vivimos el auge de la tecnología, la aplicación práctica de la ciencia, cuyo desempeño no exige ningún tipo de compromiso intelectual o moral con la realidad más allá del pragmatismo a cambio del poder de transformar la realidad de acuerdo a nuestros propios intereses, sean estos legítimos o no.

No es que tenga nada contra los ingenieros, cuya labor y aportación a la sociedad es encomiable, pero la preferencia de nuestra sociedad por la “tecnología” frente a la “ciencia” puede servirnos como imagen de la degradación moral que sufrimos consciente o inconscientemente como pueblo.

¿Qué tienen que ver ciencia y moral?

La pregunta que alguno podría haber formulado llegado este punto es: ¿Qué tienen que ver ciencia y moral?

Tanto para alcanzar el descubrimiento como a consecuencia de él, el hombre de ciencia (a partir de este punto abrimos la ciencia también a las disciplinas no empíricas) desarrolla la humildad absoluta ante la realidad que investiga. Ya sea mediante la resignación o a través de la aceptación voluntaria, quien quiere obtener el fruto de la investigación se ve obligado a jugar con las reglas del juego que el universo le impone con su modo de ser y de actuar.

El investigador no inventa, reconoce. No es un proceder creativo en tanto que no consiste de la modificación de aquello en lo que centra su atención y solo por amor a la realidad (sin el cual no es posible mantener en el tiempo el enorme esfuerzo y desgaste personal que supone investigar) desarrolla la creatividad necesaria para encontrar los escalones que hacen falta hasta llegar a la contemplación de aquello que apenas se vislumbra.

La lista de valores, virtudes y actitudes que derivan del ejercicio de la ciencia es larga. No pensaba detenerme en ella para no alargarme más de lo necesario (su tiempo es valioso) pero, si les interesa, les recomiendo vivamente la lectura de un buen libro que me prestó un buen amigo : ‘Solo el asombro conoce‘.

Humildad, creatividad y amor, el punto de partida

La civilización occidental, desde sus primeros estadios hasta el día de hoy, se ha caracterizado por ser la única capaz de desarrollar una cultura “científica”. Es decir, por fundar su modo de vivir y su cosmovisión en la búsqueda y el descubrimiento de lo que las cosas son realmente, en lugar de apoyarse sobre el mito y cerrarse a la crítica.

¿Verdad contra convivencia?

Hoy en día, como ocurrió también en la historia reciente, cometemos la imprudencia de abandonar el espíritu científico para echarnos en brazos de la “realidad particular” afirmada por encima de la realidad completa. En el pasado fueron las ideologías comunitaristas (nacionalismo, socialismo o nacionalsocialismo son algunos ejemplos) y en la actualidad el fenómeno se ha reducido al ámbito y a los intereses del yo.

Esta afirmación suprema del nosotros o del yo supone renunciar al orden natural del mundo en que vivimos para ordenar el valor de las cosas de forma que el interés de quien sostiene esta posición se vea inmediatamente beneficiado. No es ya la realidad que es la que impone la ruta a seguir de nuestras sociedades sino que la hemos sometido al cómo debería ser para que nuestros deseos queden saciados (cosa que nunca llega a ocurrir).

De este modo, redefinimos el género, la persona y la familia, destruimos el medio ambiente, separamos la sociedad en castas o identidades “nacionales” contrapuestas (por poner algunos ejemplos de actualidad) como justificación ideológica para ejercer la violencia sobre aquella parte de la realidad que, a nuestro juicio, nos impide alcanzar la satisfacción de nuestras aspiraciones.

Así, convertimos el odio en herramienta transformadora de la realidad bajo la premisa de que la naturaleza está mal hecha, en lugar de buscar en los fenómenos del hombre, la sociedad y el mundo la forma correcta de mirar y tratar lo ajeno a nosotros mismos. ¿Cabe esperar que no sea así?

El hombre occidental está llamado a ser científico, no desde el laboratorio sino en su relación con los otros y con el mundo. Todo lo que hemos alcanzado lo hemos hecho desde la observación atenta y la comprensión de aquello que nos rodea, de forma que, respetando el mundo, hemos obtenido de él el mejor modo de convivencia. La tecnología de que disfrutamos es buena muestra de ello.

Ahora bien, desde el momento en que hemos dejado de mirar asombrados a cuanto y quienes nos rodean, de estudiar con pasión, pero también con humildad, amor y creatividad, nos hemos condenado a pelear, unos con otros, por los restos de la civilización y del mundo. Hemos convertido al mundo y a los otros en instrumento para nuestro beneficio (o enemigo de él) en lugar de hogar y compañía de nuestras vidas, respectivamente.

Son muchos y muy complejos los problemas por los que pasa España en estos momentos. Desde la difícil comprensión de las causas y de la salida de la crisis económica (obviando reduccionismos ideológicos que se enmarcan en la visión dialéctica que acabamos de describir) hasta la convivencia entre los distintos, ya sea por el nacionalismo o por la integración de la inmigración; pasando por el conflicto entre dignidad humana e interés personal (aborto, eutanasia, desahucios, precariedad laboral…), los retos a que nos enfrentamos requieren de lo mejor que nos ha dado nuestra civilización.

De no poner todo nuestro empeño, toda nuestra ciencia, y de no empuñar nuestros mejores dones (humildad, creatividad y amor) para reconocer y comprender los conflictos y corregir el rumbo de nuestra sociedad, nos veremos abocados de forma inevitable a la guerra, ya no entre comunidades ideológicas, sino del yo contra el otro. Será el fin de nuestra civilización.

Ir al inicio