Caso Miguelianos (I): Se llama Miguel Rosendo da Silva
«¡Un hombre al mar! ¡Qué importa!
El buque no se detiene por eso.
El viento sopla; el barco tiene una senda trazada,
que debe recorrer necesariamente».
«A veces no podía más; pensé en acabar con mi vida porque la vida así no es vida, es un infierno». Lo dijo Romano Liberto Van Der Dusse, cuando el Tribunal Supremo suspendió la injusticia que lo hubo llevado a prisión. Más de doce años.
Doce años.
Un caso similar al de José Antonio Valdivieso; nueve años inmerecidos de cárcel, y desoladores esbozos anímicos en sus informes psiquiátricos, que testimonian una ruptura vital, un desastre existencial:
«sentimiento de incomprensión por parte de quienes le rodean, del sistema judicial y de los profesionales que lo atienden en prisión»; «grave intento de suicidio de alta letalidad —ahorcamiento— y baja rescatabilidad (sic) —busca un sitio aislado y solitario en el que no haya testigos que puedan rescatarlo—»; «conductas autolesivas»; «hostilidad y desconfianza hacia el mundo, aislamiento social, sentimiento constante de vacío y dependencia de sus padres y su novia, sentimientos de estar en peligro o amenazado mostrando frecuentemente actitud de vigilancia e irritabilidad, y embotamiento afectivo».


José Antonio habría escuchado en clase de filosofía aquello del «Gorgias» de Platón, que más vale padecer la injusticia que cometerla. Pero hay una diferencia cualitativa importante entre la horca de Judas y la que el madrileño se preparó en su celda.
«Pero lucha todavía.
Trata de defenderse, de sostenerse, hace esfuerzos, nada.
¡Pobre fuerza agotada ya, que combate con lo inagotable!».
Esta clase de barbaridades fue la que más asombró a los ilustrados. Las primeras conquistas en el proceso de democratización de Europa consistieron en rebuscar entre los maestros latinos e instaurar los derechos de defensa en el proceso penal. Que nadie puede ser condenado sin haber sido previamente oído, el «habeas corpus», y por Dios, la consabida presunción de inocencia: que la carga de la prueba recae en la parte acusadora y no en el acusado, que no existe culpa mientras no se acredite lo contrario, que nadie está obligado a la «probatio diabolica» de no haber delinquido para continuar en libertad.
«Hay pájaros en las nubes,
lo mismo que hay ángeles sobre las miserias humanas;
pero, ¿qué pueden hacer por él?
Ellos vuelan, cantan y se ciernen en los aires,
y él agoniza.
Se ve ya sepultado entre dos infinitos, el océano y el cielo;
uno es su tumba; otro su mortaja».
Siéntese ahora, que cierro la puerta, y le traigo un taco de folios y un flexo y dos fotografías, de Romano y José Antonio. Mírelos a su cara de papel, que evoca virtualmente angustias realísimas en alguna parte, actuales, ardorosamente vivas. Escuche, quizá, a José Antonio decir a los Magistrados de la Audiencia de Madrid, con santa ira y pocas ganas de ser educado, que le importa una puta mierda sus buenas intenciones. Y reconozca que tiene razón.
El taco de folios lleva por título un nombre, una vida, un presente y un futuro. Y lleva también un pasado de casi cuatro años en prisión. A José Antonio le bastaron tres para echarse una soga en derredor del cuello.


Desgranando el caso de los Miguelianos: capítulo I
Se llama Miguel Rosendo da Silva, y aunque aún no se ha iniciado la fase oral del proceso, ya es culpable para la media España que se ha embriagado de la alienante teta de las grandes cabeceras. Si le resulta más fácil, porque su nombre ya le evoca lejanos ecos de «miguelianos», «secta satánica», «fetos humanos en frascos de cristal», «delitos contra la Hacienda Pública» o «repetidos abusos sexuales», tape la portada. Dele un seudónimo; que se llame Pepe o Manolo o Margarita o Elvira. O José Antonio, o Romano.
Algo así es lo que significa que Jueces y Magistrados han de ser «independientes (…), sometidos únicamente al imperio de la ley», en el artículo 117.1 de la Constitución española.
Y en el taco de folios que le traigo, y que le voy a dosificar las próximas semanas, va usted a leer verdaderas barbaridades: una versión de los hechos contada por una de las partes que no ha hallado, lamentablemente, tanto eco en la prensa. Va a descubrir cosas curiosas: mujeres violadas, víctimas de Miguel, que según los correspondientes exámenes periciales ginecológicos son vírgenes más puras que manantiales de alta montaña; un relato sobre el lado más negligente y oscuro de la jerarquía eclesiástica española, y el atropello del Derecho canónico; asombrosas irregularidades judiciales que conforman un todo aberrante, admirable, inverosímil. Y danzando en derredor de tamaño aquelarre, ocultas motivaciones de algunas partes acusadoras.
No va a descubrir elementos de culpa ni de inocencia; de todas formas, por fortuna o por desgracia, no es a usted a quien corresponde enjuiciar el caso. Pero sí encontrará una retahíla tal de irregularidades que rasgará sus vestiduras, atónito, y se preguntará en qué oscuro rincón yacen la imparcialidad, el sentido común, las garantías y la justicia.
Acaso sirva para desmentir la gravísima presión mediática que sufre una de las partes en este proceso, inaceptable en el ideal Estado social y democrático de Derecho con que se nos llena la boca orgullosa. Acaso sirva para cobrar conciencia de las exigencias de la dignidad humana, y de los más elementales dictados del Derecho penal, o canónico.
No sirve para exigir la condena del malhechor o la absolución del inocente. Su foro es la Audiencia de Pontevedra. Sirva para elevar un clamor por el respeto a los derechos procesales y sustantivos de los procesados, aun si a la postre resultaren culpables.
El respeto al proceso, a los derechos de defensa de posibles culpables, habría librado a Romano y a José Antonio de tan salvaje injusticia.
«¡Oh destino implacable de las sociedades humanas,
que perdéis los hombres y las almas en vuestro camino!
¡Océano en que cae todo lo que deja caer la ley!
¡Siniestra desaparición de todo auxilio!
¡Muerte moral!
La mar es la inexorable noche social
en que la penalidad arroja a sus condenados.
La mar es la inmensa miseria.
El alma, naufragando en este abismo, puede convertirse en un cadáver.
¿Quién lo resucitará?».
Víctor Hugo, «Los miserables».

