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Japón

Por qué soy muy de Murakami

En Democultura/Literatura por

 

Nueva York, barrio de Harlem. Gotas de lluvia martillean el cristal. La habitación es cálida, pero hace frío fuera. Es de noche y solo la luz mortecina de unas pocas farolas ilumina la calle. Sobre la mesilla de noche, una novela: Tokio Blues, de Haruki Murakami.

Quizá se tratase del libro adecuado en el momento justo, pero su historia me cautivó, atrapó mis sentidos. Me convertí en prisionero de Japón durante los días que estuve degustando cada pasaje, cada plato de nigiri o coca cola que ingiere el protagonista. Estuve enamorado de las mismas mujeres y apesadumbrado por los mismos fantasmas que Toru Watanabe. Yo también hice el amor con Naoko y sentí nostalgia por un tiempo que nunca había existido.

Portada del libro “Tokio Blues”.

Sí, señores. Soy murakamiano hasta la médula y ya es hora de que alguien lo diga. Parece que la etiqueta de “eterno candidato al premio Nobel” ha borrado la estela de un escritor al que admiro por su forma y contenido. Hacía tiempo que un escritor no me había atrapado de la manera en que lo hizo ese ex barman de Kioto en aquella noche de neón en la gran manzana.

La literatura es algo muy personal, nunca buscaría convencer a alguien que ya probó la píldora del nipón de que debe probarla de nuevo, pero sí busco subrayar y dar brillo a una figura bastante denostada últimamente. Quizá por esa manía hipster de aborrecer cuanto se vuelve mainstream o best seller, como pasa con Murakami en nuestro país.

La escritura del autor de Tokio Blues tiene un tremendo poder sensorial, consigue que sientas la comida y la bebida en el paladar, que escuches los ritmos de los Beatles en tus tímpanos y que te acuestes con alguien sin mover un solo dedo. Su capacidad de volcar sobre el papel un sinfín de sensaciones conduce al lector a través de un vaivén en el que, finalmente, la historia es lo de menos.

Tokio Blues es su novela más redonda, de las que he leído. Luego vino Baila, baila, baila, una novela donde durante páginas y páginas no sucede absolutamente nada. Pero él tiene esa magia. No te interesa lo que le pueda suceder al protagonista que se aloja en el Hotel Delfín, te apasiona su mundo interior, sus sueños, rémoras y cotidianeidad.

La nostalgia juega un rol fundamental en sus libros, es casi como otro personaje, algo que quienes solemos torcer la mirada hacia el pasado encontramos especialmente suculento. Como sucede en Los años de peregrinación del chico sin color, donde Tazaki vive obsesionado con la ruptura de su pandilla de amigos cuando era adolescente.

Las recopilaciones de relatos Hombres sin mujeres y Detrás del terremoto son claros ejemplos de que Murakami es capaz de otorgar una atmósfera onírica a la historia sin necesidad de muchas páginas. Y es que, precisamente, uno de los baluartes de este autor es que cada libro suyo es una experiencia, un viaje del que uno regresa cambiado y reflexivo.

Sin excesivo barroquismo, el japonés es capaz de elegir la palabra adecuada para que con cada capítulo, leer se parezca a esa experiencia psicotrópica que solía ser la lectura en la niñez y la adolescencia. Sigue la máxima que defendiera Francisco Umbral en Mortal y rosa:

El arte descriptivo, minucioso, es pueril y pesado. El arte expresivo, expresionista, aísla rasgos y gana, no solo en economía, sino en eficacia, porque arte es reducir las cosas a uno solo de sus rasgos, enriquecer el universo empobreciéndole, quitarle precisión para otorgarle sugerencia”.

Y así lo creo yo. Murakami es un maestro de la sugerencia, capaz de emocionarte e incluso traer recuerdos a tu memoria mediante el relato de introvertidos personajes amantes del jazz que viven su historia en primera persona, como cada uno de nosotros. Tokio Blues comienza con un hombre que recuerda su pasado mientras escucha Norwiegian Wood de los Beatles en un avión. Baila, baila, baila con el protagonista tumbado en la cama al lado de una chica, mientras llueve en la calle y fuma un cigarro. ¿Os suena? Somos lo que leemos.

Cuando el silencio narra la historia

En Cine/Religión por

Hace unos días, al salir del cine —después de ver el último trabajo de Scorsese, Silencio, un amigo me dijo que había oído a alguien murmurar: “como siempre, la culpa de todo la tienen las religiones”. Una prueba clara de que se puede ver sin observar. Son muchas las críticas que se han hecho a esta película que, de por sí, no es polémica ni pretende serlo. Es profunda, y muchos confunden hoy la profundidad con el afán de debate.

Por fortuna, vivimos en una sociedad libre en la que todos podemos compartir opiniones para después aceptarlas o no. En un cierto grado de discusión -esa meritocracia congénita a la cultura-, es menester obviar la opinión de todos aquellos que no han visto la película o que, a pesar de haberla visto, carecen del instrumental necesario para elaborar una crítica adecuada. Sigue leyendo

Kazuyoshi Miura, el origen de Oliver Atom

En Cuero por

Para muchos hablar de Kazuyoshi Miura es hacerlo de un auténtico desconocido, sin embargo en Asia pronunciar su nombre es símbolo de admiración, respeto y de amor por un deporte: el fútbol. Miura volvió a primera plana hace unos días porque renovó con su actual equipo, Yokohama FC. 

Esta sería una noticia más dentro del panorama futbolístico salvo por un pequeño detalle. El futbolista japonés va cumplir en el mes de febrero 50 años,  o lo que es lo mismo realizará su 32 temporada en activo.

En Japón es tal la admiración por él que los míticos dibujos de Oliver y Benji, más concretamente el personaje de Oliver Atom, están inspirados en él. La serie esta llena de paralelismos con la vida de Miura ya que ambos nacieron en la ciudad de Shizuoka, los dos llevaron a sus colegios a ganar varios campeonatos en los cuales se empezaron a dar a conocer; además de emigrar a Brasil para mejorar su técnica y acabar jugando en Europa para terminar convirtiéndose en un icono en su selección. Esta es la historia del Oliver Atom de carne y hueso: Kazuyoshi Miura.

Miura nació en 1967 y desde muy pequeñito demostró que tenía un idilio especial con el balón. Tal es así que en plena adolescencia ya era todo un ídolo en Japón al llevar a su modesto equipo de colegio a conquistar cuatro campeonatos estatales consecutivos. Hay que recordar que por aquella época en el país nipón no había una liga profesional, por lo que se le daba una gran importancia a este tipo de torneos. Debido a que su nivel era cada vez mayor y por miedo a estancarse en un país en el que el fútbol no era un deporte que contara con las instalaciones y recursos necesarios para continuar su progreso, además de sólo contar con una Liga a nivel amateur, a la edad de 15 años decidió emigrar a Brasil.

Allí ingresó en la cantera del Santos, el cual le cedió a varios equipos en los que  completaría su formación hasta debutar cuatro años después en la Primera división del campeonato paulista. Una vez que cumplió este sueño, para sorpresa de muchos, decidió volver a Japón con una idea clara: Profesionalizar el fútbol. Después de dos años consiguió que se creara la J. League. Pero al igual que le sucediera en su adolescencia, el fútbol japonés se le volvió a quedar pequeño, por lo que una vez más decidido hacer las maletas. En esta ocasión su destino no sería Brasil, sino Italia concretamente el Genova. Por aquel entonces, en los años noventa, la Serie A era la liga más importante de todo el mundo. Su debut llegaría frente al actual Campeón de Europa, el Milán y en San Siro. Sin embargo esta vez la suerte no estuvo del lado del jugador nipón, puesto que sólo duró en el terreno de juego 35 minutos. Una dura entrada del mítico Franco Baresi acabó con todas sus ilusiones al provocarle una conmoción cerebral y romperle todos los huesos de la nariz. Pese a ello, Miura no quería abandonar el campo y tuvo que ser el equipo médico del Genova quien le obligaría a retirarse del terreno del juego al hacerle ver que no estaba en condiciones de competir. Esa lesión unida a la escasa confianza que le dio su entrenador, el cual le consideraba más una estrategia de marketing que un futbolista, provocó que su aventura en Italia apenas durara una temporada. Pese a tener varias ofertas de equipos europeos, de hecho cuenta estuvo muy cerca de jugar en España de la mano del Logroñés, prefirió volver a Japón para recuperar la confianza perdida en el país transalpino y formar una selección competitiva que se clasificara por primera vez para disputar un Mundial. Consiguió su objetivo a medias, puesto que contribuyó a que Japón se clasificara por primera vez en su historia a disputar la máxima competición a nivel de selección, en Francia 98, pero el entrenador le dejó fuera de la convocatoria a última hora.

A pesar de ese duro revés, ese año se quitaría la espina de jugar en Europa al fichar con 32 años por el Croacia de Zagreb, donde se convirtió en el primer jugador japonés en disputar un partido de la Liga de Campeones. A pesar de todo, como sucediera en el Genova, a final de temporada decidió volver a Japón. Su última aventura fuera de territorio nipón fue en Australia cuando su actual equipo le cedió a Australia en 2005, al Sydney F.C, para que pudiera cumplir su último gran sueño: Disputar el Mundialito de Clubes, convirtiéndose en el primer jugador japonés en disputar esta competición.

Como curiosidad, Miura se quitó el gusanillo de poder representar a su país en un gran torneo en 2012 y a la edad de 45 años, al disputar el Mundial de Fútbol Sala de Tailandia.

Sí algo demostró Kazuyoshi Miura, al igual que Oliver Atom, es que con esfuerzo, ilusión, trabajo y perseverancia todo es posible. Por ello es apodado en Japón como “King Kazu” y con 50 años y la ilusión de un niño parece difícil que alguien le quite su trono.  

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