“Nuestras vidas son los ríos que van a para a la mar, allí van los señoríos…” (Jorge Manrique, siglo XV)
En España hay quien llora estos días la muerte Cayetana Fitz-James Stuart, la duquesa de Alba, fallecida este martes por una infección pulmonar. También hay, como suele ser corriente en esta nuestra España, quien aprovecha el ‘trending topic’ de las redes sociales para vertir en ellas y tratar de contagiar sus reivindicaciones y su odio, aunque sea a costa de los muertos.
Lo cierto es que no me resulta extraño que haya a quien le moleste la supervivencia de ciertas formas de aristocracia, que sin duda son vestigios de un sistema que, gracias a Dios, no tiene ya lugar en España. No es que tenga nada en contra de los aristócratas, que con toda seguridad son muy majos, pero considero un orgullo poder disfrutar o sufrir –según el día– un sistema democrático.
El matrimonio Democracia-Estado del Bienestar nos prometió en su día construir una sociedad en la que todo hombre y mujer fueran vistos como iguales ante la ley y depositarios de idénticos derechos y, a la vez, avanzar hacia un sistema que garantizase que todo el mundo pudiese disfrutar de los servicios básicos y las oportunidades necesarias para desarrollarse en condiciones de libertad.
Esa, claro está, era solamente la promesa. Lo cierto es que tanto los últimos derroteros de la política española, como los orígenes del actual régimen, son testigos de que democracia y Estado del Bienestar son los únicos inocentes en el actual régimen de desigualdad y frustración que azota el país.
El ‘café para todos’ fue la claudicación primera que cercenó la posibilidad de que se cumpliera la utopía democrática. Los españoles –a menudo los mismos que derraman su bilis sobre el nombre de la difunta– somos los primeros reacios a renunciar a nuestra “diferencia” particular, a nuestros “derechos” históricos, que no son otra cosa que privilegios del mismo orden que los de la duquesa. En el fondo, todos somos un poco Cayetana.
Así, desde lo más amplio hasta lo más particular, encontramos que el “autonomismo” (por llamarlo de algún modo) ha derivado en fueros y fiscalidad propia para unos, amplios estatutos de autonomía para otros, o reivindicaciones nacionalistas en regiones que, a falta de historia que sustente sus propios privilegios, hacen dela “cultureta” popular –o el paletismo, según se mire– un signo de identidad diferenciador.
Si bajamos a lo más tangible, el puñado de kilómetros que separan a los pueblos y ciudades de unas comunidades autónomas, de los de otras, determinan el presupuesto que reciben las escuelas de ambas, los servicios a que tiene derecho quien acude a un hospital o las ayudas que recibe para atender a sus mayores.
Todo ello, debido a un sistema que invita a la diferenciación de sus ciudadanos (¿cuántas comunidades autónomas tienen un origen histórico seriamente fundamentado? ¿No son los privilegios de las regiones históricas propios del Antiguo Régimen?) y pone al servicio de la diferencia los derechos más básicos de la población, convirtiéndolos así en privilegios o desventajas, en función de cuál sea el terruño al que halla ido a echar raíces cada uno.
Igualdad, sí. Pero igualdad para todos.