Durante mi etapa de becario en ‘El Mundo’ cometí una metedura de pata que llevó a la jefa de sección a mandarme un email de reprimenda (y con razón). A lo largo de un teletipo que había rehecho casi palabra por palabra había sustituto la palabra ‘Brexit’ por ‘Breixit’. ¿Por qué? Ni yo mismo le encuentro explicación a día de hoy, supongo que cortocircuité.
Desde las razones para la elaboración de las políticas gubernamentales hasta la elaboración de los currículos educativos, todo pasa por la decisión soberana de la ciencia, que aprueba o desaprueba en último término cada una de las decisiones de la vida del Estado. Incluso para obtener el carné de conducir, uno ha de someterse al examen científico de las propias capacidades físicas antes de poder demostrar que sabe conducir.
Pese a que no considero un error aplicar el raciocinio a todo aquello que es susceptible de ser sometido a su juicio para ser conocido con mayor verdad, lo cierto es que –como casi todo– al convertirse en la “panacea” de una sociedad la ciencia empírica termina por romperse.
Así, más allá del ámbito de la física, la medicina, la estadística o la matemática, el argumento científico se ha convertido en la meretriz de cualquier discusión social entre colectivos y sujetos, arrojándose datos y cifras a la cabeza con independencia de que tengan la autoridad o el compromiso necesarios (o el más mínimo interés) para esgrimir con verdad sus argumentos.
Pongamos un par de ejemplos: la ciencia sirve igual para condenarnos (todavía por razones desconocidas) a los que nos llamamos cristianos que para construir un puente o diseñar un ‘smartphone’. Eso sí, dada su condición de ramera, se la puede abandonar sin remilgos en favor de la conveniencia cuando se trata de abordar la humanidad o no humanidad de un feto o asumir que, simplemente, debe ceder a la legitimidad de los “sentimientos” si se trata de dirimir el “género” de un sujeto.
No es que tenga nada contra los ingenieros, cuya labor y aportación a la sociedad es encomiable, pero la preferencia de nuestra sociedad por la “tecnología” frente a la “ciencia” puede servirnos como imagen de la degradación moral que sufrimos consciente o inconscientemente como pueblo.
¿Qué tienen que ver ciencia y moral?
La pregunta que alguno podría haber formulado llegado este punto es: ¿Qué tienen que ver ciencia y moral?
Tanto para alcanzar el descubrimiento como a consecuencia de él, el hombre de ciencia (a partir de este punto abrimos la ciencia también a las disciplinas no empíricas) desarrolla la humildad absoluta ante la realidad que investiga. Ya sea mediante la resignación o a través de la aceptación voluntaria, quien quiere obtener el fruto de la investigación se ve obligado a jugar con las reglas del juego que el universo le impone con su modo de ser y de actuar.
El investigador no inventa, reconoce. No es un proceder creativo en tanto que no consiste de la modificación de aquello en lo que centra su atención y solo por amor a la realidad (sin el cual no es posible mantener en el tiempo el enorme esfuerzo y desgaste personal que supone investigar) desarrolla la creatividad necesaria para encontrar los escalones que hacen falta hasta llegar a la contemplación de aquello que apenas se vislumbra.
La lista de valores, virtudes y actitudes que derivan del ejercicio de la ciencia es larga. No pensaba detenerme en ella para no alargarme más de lo necesario (su tiempo es valioso) pero, si les interesa, les recomiendo vivamente la lectura de un buen libro que me prestó un buen amigo : ‘Solo el asombro conoce‘.
Humildad, creatividad y amor, el punto de partida
La civilización occidental, desde sus primeros estadios hasta el día de hoy, se ha caracterizado por ser la única capaz de desarrollar una cultura “científica”. Es decir, por fundar su modo de vivir y su cosmovisión en la búsqueda y el descubrimiento de lo que las cosas son realmente, en lugar de apoyarse sobre el mito y cerrarse a la crítica.
¿Verdad contra convivencia?
Hoy en día, como ocurrió también en la historia reciente, cometemos la imprudencia de abandonar el espíritu científico para echarnos en brazos de la “realidad particular” afirmada por encima de la realidad completa. En el pasado fueron las ideologías comunitaristas (nacionalismo, socialismo o nacionalsocialismo son algunos ejemplos) y en la actualidad el fenómeno se ha reducido al ámbito y a los intereses del yo.
Esta afirmación suprema del nosotros o del yo supone renunciar al orden natural del mundo en que vivimos para ordenar el valor de las cosas de forma que el interés de quien sostiene esta posición se vea inmediatamente beneficiado. No es ya la realidad que es la que impone la ruta a seguir de nuestras sociedades sino que la hemos sometido al cómo debería ser para que nuestros deseos queden saciados (cosa que nunca llega a ocurrir).
De este modo, redefinimos el género, la persona y la familia, destruimos el medio ambiente, separamos la sociedad en castas o identidades “nacionales” contrapuestas (por poner algunos ejemplos de actualidad) como justificación ideológica para ejercer la violencia sobre aquella parte de la realidad que, a nuestro juicio, nos impide alcanzar la satisfacción de nuestras aspiraciones.
Así, convertimos el odio en herramienta transformadora de la realidad bajo la premisa de que la naturaleza está mal hecha, en lugar de buscar en los fenómenos del hombre, la sociedad y el mundo la forma correcta de mirar y tratar lo ajeno a nosotros mismos. ¿Cabe esperar que no sea así?
El hombre occidental está llamado a ser científico, no desde el laboratorio sino en su relación con los otros y con el mundo. Todo lo que hemos alcanzado lo hemos hecho desde la observación atenta y la comprensión de aquello que nos rodea, de forma que, respetando el mundo, hemos obtenido de él el mejor modo de convivencia. La tecnología de que disfrutamos es buena muestra de ello.
Ahora bien, desde el momento en que hemos dejado de mirar asombrados a cuanto y quienes nos rodean, de estudiar con pasión, pero también con humildad, amor y creatividad, nos hemos condenado a pelear, unos con otros, por los restos de la civilización y del mundo. Hemos convertido al mundo y a los otros en instrumento para nuestro beneficio (o enemigo de él) en lugar de hogar y compañía de nuestras vidas, respectivamente.
Son muchos y muy complejos los problemas por los que pasa España en estos momentos. Desde la difícil comprensión de las causas y de la salida de la crisis económica (obviando reduccionismos ideológicos que se enmarcan en la visión dialéctica que acabamos de describir) hasta la convivencia entre los distintos, ya sea por el nacionalismo o por la integración de la inmigración; pasando por el conflicto entre dignidad humana e interés personal (aborto, eutanasia, desahucios, precariedad laboral…), los retos a que nos enfrentamos requieren de lo mejor que nos ha dado nuestra civilización.
De no poner todo nuestro empeño, toda nuestra ciencia, y de no empuñar nuestros mejores dones (humildad, creatividad y amor) para reconocer y comprender los conflictos y corregir el rumbo de nuestra sociedad, nos veremos abocados de forma inevitable a la guerra, ya no entre comunidades ideológicas, sino del yo contra el otro. Será el fin de nuestra civilización.