El padre Nasir tiene una sonrisa acogedora, hay algo en sus gestos que destila jovialidad. No se queja a pesar de que hemos acudido a la cita con una hora de retraso. Islamabad ha amanecido con un bochorno de lluvia. Nuestro conductor se ha retrasado y nosotros nos hemos retrasado grabando los rostros de un mercado que nos ha imantado. Las caras de Islamabad, la capital de Pakistán, se parecen muchas veces a las caras de la India, con mujeres engalanadas con los colores más bonitos del mundo. Pero en otras ocasiones se parecen a las caras de Afganistán, con el gesto severo de los pastunes, con sus gorros que parecen tartas de trapo, con sus barbas largas que quieren demostrar una gran piedad.
No ha habido ola populista ni soberanista en Europa. El extremismo de izquierdas sufre un importante retroceso en las elecciones municipales y autonómicas de España. Todavía es pronto para entonar un canto para despedir a los populares y los socialdemócratas, a las familias políticas tradicionales de la Unión Europea.
Afortunadamente la propuesta realizada por Vox en la precampaña electoral, para permitir un más fácil acceso a las armas de autodefensa personal, ha sido rechazada por la inmensa mayoría de la opinión publicada, queremos creer también que del público y por el resto de los partidos. Es un ejemplo extremo de creación de un conflicto artificial y de su utilización para captar la atención y ganar adeptos.
Días de furia. La transmisión en directo, a través de Facebook, de la matanza (casi 50 muertos) perpetrada en Nueva Zelanda por Brenton Tarrant, añade un plus de repugnante espectáculo al acto de terror. El terrorismo siempre fue un acto de propaganda. Ahora, el odio a los musulmanes puede convertirse en un diabólico vídeo, con aspecto de juego, en un mundo en el que cada vez es más difícil distinguir la realidad de lo virtual. Matanza islamofóbica cuando se cumplen ocho años de una guerra en Siria en la que el yihadismo del Daesh ha llevado a cabo genocidios sistemáticos. El mismo nihilismo con diversas máscaras. Voluntad de destrucción del otro y de uno mismo.
Arkangel es el título del segundo episodio de la cuarta temporada de Black Mirror, una de las series que forman parte ya de la mitología del momento. La producción la presentó la compañía Endemol como un producto “que se nutre de nuestro malestar por el mundo contemporáneo”. Refleja, con una alta factura de calidad audiovisual, las perplejidades y los dolores de un futuro inmediato en el que la tecnología que ya tenemos ha desarrollado todas sus potencialidades.
La inseguridad identitaria quizás sea uno de los rasgos más característicos de este tiempo. En lo personal, en lo social y en lo nacional. Se manifiesta como una voluntad de autoafirmación inmadura, por eso se engrandece y se obsesiona con ataques reales o imaginarios. La globalización pone al descubierto la debilidad de pertenencias que parecían sólidas. Y así surge el “síndrome de la ciudad asediada”: todo lo que sucede se interpreta como ataque de un enemigo que está a las puertas, que quiere destruir las esencias, la tradición, todo lo que bueno hay en el jardín cerrado. Todos los temores tienen su origen en que el huerto que se quiere proteger está deshabitado, vacío, solo quedan sombras de lo que fue.
La semana pasada ha habido muchos nervios en Beijing. Se celebraba la anual Asamblea del Pueblo, el parlamento de pega de la dictadura china, con la agenda más importante de los últimos años. Una agenda que, en cierto modo, supone revertir la apertura iniciada por Deng Xiaoping en 1978. Xi Jinping, el actual presidente, temía que las reformas constitucionales que sometía a los 3.000 delegados venidos de todo el país no salieran adelante con la unanimidad habitual. Los controles de siempre en la plaza de Tiananmen redoblados, todos los vecinos de la ciudad advertidos de su deber de dar un chivatazo en cuanto detectaran algo extraño.
En las calles de la capital china los miles de voluntarios del partido desplegados para acompañar las sesiones, uno en cada esquina, eran ajenos a la inquietud de Xi Jinping. Los chinos de a pie no saben lo que sucede en su país. Solo pueden consumir propaganda, el acceso a internet está severamente restringido. Pero los eficacísimos servicios de inteligencia artificial de los que dispone el Gobierno han estado rastreando con especial atención cualquier expresión de disidencia.
Xi recupera la tradición del sanweiyiti (tres cargos en una sola persona) con el control del partido, del país y de los asuntos militares.
Xi Jinping ha conseguido su propósito. El domingo obtuvo con holgura los votos para introducir dos reformas constitucionales que acaban con la apertura iniciada hace 40 años. Se suprime la limitación de mandatos y se le otorga al partido un nuevo protagonismo “en todos los sectores de la política”.
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Se consagra así la entronización de Xi como nuevo emperador que puede prolongar su presidencia diez años, quién sabe si quince o más. La reforma constitucional supone un paso más sobre lo aprobado en octubre del año pasado. El partido, previsiblemente, dará una vuelta de tuerca al control de las empresas, las organizaciones sociales, las empresas extranjeras, las iglesias…
Xi recupera la tradición del sanweiyiti (tres cargos en una sola persona) con el control del partido, del país y de los asuntos militares. El que puede ser el nuevo Mao, en contra de lo que ya era habitual, no introdujo en el 19 Congreso a nadie de la sexta generación de líderes (nacida entre 1950 y 1960) dentro del Comité Permanente del Politburó. Hubiera sido el camino lógico para ir preparando una sucesión de la que XI no quiere oír hablar. Todos los órganos del partido están en manos de su gente.
Beijing es un gran plató, en cada rincón una cámara te vigila. Es literalmente imposible moverse sin ser detectado.
La tecnología viene en ayuda de este proyecto en el que el totalitarismo se refuerza. La IV Revolución Industrial en China ya es un hecho. Y aquí los algoritmos trabajan para conferir un poder a Xi que no tuvieron nunca sus predecesores. Mientras Estados Unidos reduce sus inversiones en este sector, el Gigante Rojo las amplía. Y no solo con intereses empresariales. El Gran Hermano se ha hecho realidad. Todo chino que necesite comprar (cada vez se paga menos con dinero), pedir un taxi, comunicarse con un amigo, o saber cómo llegar a algún sitio tiene que recurrir a la aplicación We Chat, controlada por el poder. Durante la pasada semana he tenido ocasión de comprobar cómo esa aplicación era utilizada para rastrear cualquier forma de crítica, contacto con el extranjero, cualquier movimiento no deseado. La policía dispone en minutos de cualquiera de sus mensajes. Y Beijing es un gran plató, en cada rincón una cámara te vigila. Es literalmente imposible moverse sin ser detectado.
Poder omnímodo y poder económico y militar expansivo. El mundo entero acude al Gigante Rojo para financiarse. A diferencia de lo que le sucede a Estados Unidos, China tiene una estrategia clara. El nuevo Banco Asiático de Inversión creado hace tres años ha realizado ya préstamos por valor de 4.200 millones de dólares. Con tenacidad se ejecuta el plan para construir la Nueva Ruta de la Seda (infraestructuras repartidas por todo el mundo) que llega hasta América Latina. Pronto los acuerdos de libre comercio incluirán a 30 países. Las inversiones en empresas extranjeras superaron en 2016 los 200.000 millones de dólares. Europa está en el objetivo de este colonialismo del dinero. Y las fuerzas armadas se modernizan de forma rápida: al año se emplean en este propósito 150.000 millones de dólares. Las nuevas alianzas militares incluyen a Rusia, Pekín, Pakistán y buena parte de África.
Es un poder nuevo y viejo que amenaza, incluso físicamente, a los que aspiran todavía a la libertad. Un poder que requiere de una respuesta inteligente y, sobre todo, de la consistencia de la persona. No se puede hacer frente al nuevo y terrible emperador de la era tecnológica sin la paciencia, la tenacidad, el realismo y la humildad que da una experiencia de libertad presente. Una libertad que no da el dinero ni la reivindicación de unos derechos humanos que pueden quedarse en puros enunciados. Más que nunca es necesaria una experiencia como la que hizo posible el Samizdat. Estamos hablando de totalitarismo.
Este artículo fue publicado originalmente en Páginas Digital y es reproducido aquí con permiso de su autor.
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No hará más de dos semanas, coincidí con el fotoperiodista de guerra Manu Brabo en la presentación de un nuevo proyecto. En esta ocasión no hablaba de guerra, pero en algún momento dejó escapar un comentario sobre lo que le ha convertido en merodeador en multitud de conflictos bélicos: la guerra cambia los cauces de la vida tal como los conocemos, revela un mundo distinto y totalmente desconocido, en el que la amistad, la vida, la familia o tantos otros valores tienen un peso y una consistencia distintos.
Lo que en la paz experimentamos a menudo como algo superfluo -desde el agua corriente hasta el vínculo familiar o la devoción religiosa- en guerra es el vértice de cada decisión, de cada acto moral. Hay una serie de virtudes, un tipo de heroísmo, que encuentran la mejor ocasión para florecer cuando lo tienen todo en su contra, en medio de la desolación y el peligro inminente. Sigue leyendo
Aunque lleva “doble vida”, sus rutinas no son discordantes. “De jueves a domingo me centro en la radio y el resto del tiempo me dedico más a los documentales y a los libros”, tiene dividida la semana pero su vida rebosa coherencia y búsqueda. Fernando de Haro (Madrid, 1965) es un hombre de mirada intensa, un indagador de la realidad que persigue asombrarse con lo sencillo, salir de sí mismo para contemplar el mundo con los ojos de otros.
Su versatilidad le ha llevado a trabajar en todos los campos del periodismo, ahora alaba el gusto de los madrugadores del fin de semana en COPE. Pese a ser “una palabra manida”, reconoce que difícilmente hay algo que supere al amor. No obstante, entiende el término con anchura. Fernando se casó “para el mundo” y siempre ha querido que su familia se pareciera a sus singulares viajes por Oriente. Es difícil encontrar una comparación para él, pero si la pasión se personificara, tal vez llevaría sus zapatos y un periódico bajo el brazo. Sigue leyendo