El límite es aquello que define cualquier cosa, convirtiéndola en determinable. Si no lo hubiese, sería imposible comprenderla, como mucho podríamos intuirla pero, en ningún caso, dominarla. Así es lo infinito, lo eterno, el ser, el tiempo, lo omnipotente, la divinidad, la libertad y, antes que todo ello, la existencia humana.
Las preguntas fundamentales nos provocan crisis porque son, al fin y al cabo, indefinibles: ¿Qué es el tiempo? ¿la eternidad? ¿el ser? ¿la libertad? Cualquier fórmula con que uno intente decir de una vez por todas estos conceptos, le deja siempre insatisfecho, testificando así la propia impotencia intelectual.
Cuando, dentro de muchos años, un historiador de la moral haga el retrato de nuestra época deberá contar con uno de los documentos más esclarecedores de la misma. Me refiero a esas fotografías de perros perdidos adosadas a un texto que cuelgan de los árboles en los parques de la ciudad.
Este texto no pretende ser una review al uso ni nada semejante. Sólo quiero compartir algunas reflexiones que brotan de una idea común: la experiencia fundamental que propone el videojuego Do Not Feed the Monkeys (Fictiorama Studios, 2018) es de naturaleza ética, pues tiene que ver con la posición que adoptamos frente a un mundo en el que no encontraremos posibilidades reales para desplegar una vida digna.
Tengo en cuenta que el lector ha jugado a Do Not Feed the Monkeys. Por ello, también destripo sin precaución toda la trama de este entretenimiento virtual. Vaya el aviso por delante, para que nadie se espante.
Para que quede claro que voy en serio, ofrezco aquí una captura de pantalla de uno de los posibles finales de Do Not Feed the Monkeys. En este final la policía descubre nuestras actividades y el juez nos condena a dos años de prisión.
Realidad, prohibición y libertad
“No matarás”, “No robarás”, “No adulterarás”. La mayor parte de los mandamientos de la ley mosaica están enunciados en forma negativa. La formulación negativa de una norma puede abrir a un sistema de posibilidades más amplio y rico que la formulación positiva. El “no deber hacer”, siempre que sea escueto, supone la capacidad e, incluso, la necesidad de hacer muchísimas otras cosas: todos los demás síes a los que conduce un único “no”. Por su parte, el “deber hacer” suele implicar el “no deber hacer” muchísimas otras cosas. El “no deber hacer” más que una cosa entre muchas limita ampliamente el horizonte de posibilidades. He aquí la diferencia entre una ley de libertad y una ley ideológica.
Comienzo con este telón legislativo negativo de fondo para expresar mi sorpresa ante el título de Do Not Feed the Monkeys, uno de los pocos juegos virtuales nombrados en negativo. Esta particularidad, la negativa nominal, apunta no hacia las limitaciones del juego, sino hacia sus muchas posibilidades. La idea es fantástica: el nombre del juego es a la vez su regla y la tentación que plantea. El título, además de ser muy atractivo, pone el acento en esa tensión psicológica que provocará constantemente en el jugador, por un lado, su posición de poder y, por otro lado, las situaciones de injusticia o necesidad de las que será testigo.
La norma negativa, si bien es cierto que propicia posibilidades, no es menos cierto que lo hace con mayor vigor si tiene una razón de ser. Sin un fundamento anclado en la realidad y en el bien de la persona, la ley es mera fórmula que deviene en formalismo. ¿Por qué no se debe alimentar a los monos en un zoológico? Parece que la arbitrariedad que resulta de la suma de criterios de quienes desfilan frente al recinto de los simios es juicio insuficiente para el diseño y la aplicación de una dieta cabal, ¿cierto? La prohibición de la iniciativa nutricional con respecto a los monos (dirigida al visitante del zoo) es una norma que, primeramente, pretende proteger a los observados. Puede que existan mejores razonamientos que justifiquen el archiconocido cartelito, pero éste es el que se me antoja como más verosímil. No alimentar al mono supera el formalismo, se fundamenta en la realidad y protege a todos.
Cuando en Do Not Feed the Monkeys se nos prohíbe dar de comer a los “monos”, ¿también se está protegiendo a esos “monos”, es decir, a esas personas? Sí. No. Si de alguna forma la norma les protege a ellos desde luego se trata de un bien colateral y no es su intención primera. En realidad, lo que se está protegiendo es la estructura, el aparato, la vigilancia, el control, la clandestinidad, la impunidad, el crimen contra la intimidad y la falta de escrúpulos. Aquí la norma no brota del bien del otro, sino del interés concreto de un ente perverso que se aprovecha del otro utilizándolo como materia prima. Se defiende una mercancía, si se quiere. Hagamos la analogía con respecto a nuestro mundo actual. ¿Y si la legislación que nos somete siguiera toda ella en la misma lógica? En ese caso, las leyes serían carteles que pretenden macroregularnos con el fin de perpetuar el sistema. Por lo tanto, tampoco pasaría nada si ignoramos ligeramente algún mandato, ¿no? Total, no tendría tanto que ver con el bien de la persona como con la estabilidad de un sistema bastante imperfecto. Dicho de otra manera, transgredir esa norma sería como orinar secretamente en una piscina pública de dimensiones desproporcionadas: no se puede, pero “no pasa nada”.
En realidad ocurre algo semejante en el caso de los monos, ¿no es así? No pasa nada si uno les da de comer alguna cosa de vez en cuando. Pasaría algo si todos les ofrecen todo tipo de comida ininterrumpidamente, pero si sólo lo hacen uno o dos visitantes privilegiados al día, tampoco es para tanto, ¿no? Por consiguiente, esas normas resultan ser poco más que proposiciones relativamente arbitrarias. Dicha legislación puede incumplirse,siempre que sólo sea uno el que transgreda mientras el resto permanece sometido a la restricción.
¿Es legal vigilar a otras personas sin su permiso? Seguramente no, pero, si ni ellas ni las autoridades competentes se percatan, incluso puede montarse una sociedad piramidal para sacar partido de ello. El Club de Observación de Primates es una organización ilegal con una única ley que quiere garantizar su estabilidad. ¿El club permite interactuar con los observados? No lo permite, pero es posible violar el código en pequeñas dosis, de tal modo que los inspectores de dicha sociedad no se percaten. Pienso que lo que hay de fondo en este juego es precisamente eso: una libertad que se cuela entre los barrotes de un sistema poco humano.
Equipo de juntaletras trabajando en condiciones precarias (Do Not Feed the Monkeys).
¿Simulador de voyeur? O de periodista malo, o de agente de la Stasi
El juego se plantea como un simulador de voyeur, pero pienso que Fictiorama Studios nos engaña deliberadamente con esta descripción. Quizá quisieran, aunque sea inconscientemente, que descubriésemos que nos despistan, que esta descripción es un señuelo. El padre de Martin MacFly era un voyeur: espiar chicas con sus prismáticos a plena luz del día agotaba todas sus operaciones posibles. El jugado de Do Not Feed the Monkeys puede hacer mucho más que eso, tiene poder mediático, administrativo y divino.
Esta tensión entre observación e intervención es la que encontramos en el mito del periodismo, tan popular desde mediados del siglo XX. Quizá Tintín sea uno de los mayores exponentes en dicho asunto. El periodista, ¿sólo debe observar e informar o, si fuera necesario, también debería intervenir en favor de los débiles, de los que sufren la injusticia o de los necesitados? En Do Not Feed the Monkeys no somos periodistas, pero compartimos una parte se su privilegiada experiencia vidente.
Pienso que el vínculo con el periodista no está muy alejado del universo del juego. Al comienzo de cada día el personaje consulta el periódico. En su portada pueden comprobarse los efectos de la intervención o de la inacción del jugador en el mundo. Aquí, igual que en Papers, Please (Lucas Pope, 2013) o como en muchas películas de superhéroes (tanto las dos primeras tanto de Los 4 Fantásticos como de la Patrulla X son paradigmáticas) el protagonista descubre que sus acciones escondidas tienen consecuencias notorias. Se trata de la estereotípica fantasía de toda mente adolescente: el mundo gira en torno a mí, reacciona a mis movimientos, soy su centro. Recordemos aquella fantástica secuencia de la anagnórisis de Truman en El show de Truman (Peter Weir, 1998) al descubrir que el mundo gira a su alrededor.
La actividad del jugador de Do Not Feed the Monkeys no sólo está emparentada con la del periodista, sino también con la del clásico espía de régimen comunista (hablando de Papers, Please). Piensen ustedes en La vida de los otros (Das Leben der Anderen, Florian Henckel von Donnersmarck, 2006). Al final resultará que Do Not Feed the Monkeys no será un simulador de vouyeur, sino un simulador de periodista malo, o de agente ejemplar del Partido (tal parece ser la afinidad entre una actividad y la otra).
Este tipo de actividades tan mezquinas no pueden sostenerse de otra forma que no sea adormeciendo la conciencia. ¿Cómo facilita esto el juego? Gracias a su ritmo frenético. La rapidez con la que el jugador debe devorar la narrativa de cada cámara de vigilancia es análoga a la voracidad con la que en nuestros días consumimos series, videojuegos o instastories. Hay muy poco tiempo para resolver muchos problemas; el tiempo de contemplación y formación del propio criterio es un lujo inalcanzable.
Voyeur que gana dinero vendiendo imágenes de otra persona es “víctima” del jugador, otro voyeur que gana dinero vendiendo imágenes e información de otras personas (Do Not Feed the Monkeys).
Ilusiones y promesas
Los desarrolladores de Do Not Feed the Monkeys han expresado explícitamente en algún que otro foro que el personaje jugador vive miserablemente en un mundo gris. Es un juego de supervivencia, a ello estaba dirigido su proceso de equilibrado: reforzar la dinámica de supervivencia. Fictiorama Studios quería reflejar la vida del hombre de nuestros días: precariedad económica, acoso en redes sociales, estado de vigilancia permanente, etc. Precisamente atribuyen el éxito de ventas del juego en Rusia y en China (¿es posible que hablásemos antes de regímenes comunistas/totalitarios?) a la connaturalidad entre la experiencia que propone el juego y la experiencia vital de una mayoría de los habitantes de dichos países.
En medio de este mundo gris, de esta existencia insípida, aparece una novedad ilusionante: el personaje jugador ha sido admitido en el Club de Observación de Primates. El ingreso en esta sociedad secreta es una promesa de prosperidad y de sentido que fomenta que el jugador, aunque sea de forma fugaz y vaga, haga un proyecto, es decir, que elabore expectativas de futuro en clave de logro personal. Pronto, implícitamente, se sabe que el club promete más de lo que puede dar:
En primer lugar, no existe un desvelamiento progresivo del origen o funcionamiento de esta sociedad secreta. De este modo, el jugador prolonga pacíficamente una circunstancia que le mantiene a merced del Club de Observación de Primates.
En segundo lugar, el ingreso en el club no ha sacado al personaje de su situación precaria, sino que le ha encerrado todavía más en ella: para permanecer en el Club de Observación de Primates, el personaje principal debe asegurar un progreso semanal y ello implica que intensifique ese modo de vida precario que es el punto de partida del juego (y lo que intenta superar). Las pocas veces que el jugador abandona su actividad -tan “prometedora”- como observador es para ganar un dinero que le permita seguir viviendo y mantener su participación activa en el Club de Observación de Primates.
Oferta de trabajo esporádico (Do Not Feed the Monkeys).
En tercer lugar, este falso camino hacia una plenitud -que nunca llegará- pasa por la obtención de las claves narrativas de las vidas de perfectos desconocidos a los que se espía. El progreso en el juego sucederá a costa de los demás; unos demás animalizados primero (“simiomorfizados”) y cosificados después como simples medios.
Estos tres indicadores son una premonición del final de la partida. Es fundamental que ningún final de Do Not Feed the Monkeys satisfaga al personaje: o vuelve a la casilla de salida, pero sin posibilidad de ingresar de nuevo en la sociedad secreta; o acaba en una prisión estatal; o termina encerrado en el sistema de vigilancia del Club de Observación de Primates; o una trinidad simiesca y divina le anuncia la revelación de una verdad que nunca se revela…
Al final, la vida del jugador se limita al mantenimiento de unos niveles biológicos básicos al estilo Maslow (¿hemos dicho ya que la supervivencia es la dinámica privilegiada en el equilibrio del juego?) que garanticen sus servicios al Club de Observación de Primates. No hay nada más: promesas, expectativas y mucho espionaje al servicio de identidades en la sombra. El personaje abandona una existencia manifiestamente insatisfactoria y consciente para sumergirse en una insatisfacción narcotizada de la que ni siquiera es consciente. Dicho de otra forma: salió de Málaga para entrar en Malagón.
Tras el sombrero se esconde el misterioso acompañante de la mujer acostada (Do Not Feed the Monkeys).
El simio eres tú
¿Y si el propio jugador es el primate al que no se debe dar de comer? ¿Y si el mundo que critica Do Not Feed the Monkeys consiste precisamente en eso, en un sistema de vigilancia que nos pone a dieta de aquello que más y mejor dice de nuestra humanidad? ¿Y si el juego nos introduce en una dinámica de supervivencia (sueño, comida, etc.) para que descubramos que nuestra existencia es algo más que eso? ¿Y si el juego nos transforma en monos? Es más, ¿y si Do Not Feed the Monkeys nos revela que, en verdad, por nuestras conductas, nos hemos situado existencialmente en el nivel del primate? Sería lo más coherente: el amante de aquella señora del dormitorio no es un ser humano, sino un ángel caído; el contable es en realidad un apasionado de los espectáculos de travestismo; el anciano alemán resulta ser ¿Hitler?; ese cantante que saca nuevo disco y rezuma vitalidad en el estudio de grabación oculta que su muerte está pronta; la anciana caritativa en verdad es una avara incurable… y el jugador es un mono.
El Club de Observación de Primates nos hace participar de un ideal de control que queda deslegitimado por sus resultados, a pesar de lo adictiva que ha sido la experiencia. Porque precisamente se trata de eso, de que ciertas cosas (lo hemos dicho) se hacen mejor sin conciencia.
Volviendo a la ley mosaica, pienso que lo fundamental de esa ley no es la mera forma, mayormente negativa. Tampoco creo que su objetivo fundamental sea la regulación de la vida de la sociedad. Es bueno que sea negativa y también es cierto que regula la sociedad. Lo fundamental, no obstante, proviene de su adecuación a lo que por naturaleza constituye el bien de la personas. Considero que el gran valor de Do Not Feed the Monkeys es el cuestionamiento sobre nuestro mundo actual en tanto que auténtico sistema de posibilidades que garantice el desarrollo auténtico de la persona humana.
Segmento de uno de los finales de Do Not Feed the Monkeys.
El señor de los Anillos, como bien es sabido, es uno de esos libros imprescindibles que han influido y siguen influyendo decisivamente en el pensamiento y la vida de sus millones de lectores. Se han destacado en numerosas ocasiones sus connotaciones filosóficas, religiosas y hasta políticas. Pero, ¿podemos extraer de esa obra magna de la literatura fantástica alguna lección aplicable al ámbito de la economía?
Conviene aclarar el sentido y alcance de la pregunta antes de que la noble mente del amable lector comience a verse invadida por imágenes de tornillos sueltos y codos empinados. No encontraremos (afortunadamente) ecuaciones diferenciales ni modelos econométricos en la obra de J.R.R. Tolkien, pero sí reflexiones y ejemplos sobre comportamientos económicos que nos pueden resultar familiares y sus consecuencias.
«Ninguna obra de arte se contempla en nuestro tiempo con tanta atención como los retratos de uno mismo, de los parientes próximos y amigos, y de la amada». Piensa cuándo fue la última vez que contemplaste una obra de arte con cierta intimidad, detenimiento, atención. Y durante cuánto tiempo. Piensa ahora en la última vez que viste una fotografía tuya o de alguien conocido, quizá en el móvil, quizá en alguna red social. Y si la miraste con mayor intimidad, detenimiento, atención o silencio que aquella obra de arte. La frase citada arriba es del historiador de Arte Alfred Lichtwark. La escribió en 1907.
El año pasado una de mis hijas menores empezó la universidad y después del primer día de clase llegó llorando a casa. No era como los demás “que tienen más facilidad para hacer amigos”; además, va en silla de ruedas.
“Si una civilización superior alienígena nos mandara un mensaje diciendo, “Vamos a llegar en unas décadas”, ¿sólo contestaríamos “Vale, llamadnos cuando estéis aquí- os dejaremos las luces encendidas”? Seguramente no – pero eso es lo que está sucediendo más o menos con la inteligencia artificial. “(1)
Esas palabras no son las de un lunático sino las de Stephen Hawking firmando conjuntamente con otros científicos una columna en The Independent en 2014. La inteligencia artificial (IA) es, en la mente de muchos, un tema de ciencia ficción o en el mejor de los casos una etapa de un futuro muy lejano. A pesar de ello, las grandes empresas de Silicon Valley están ya invirtiendo millones de dólares en investigación sobre IA. Hace unos meses, Facebook ha abierto su centro internacional de investigación sobre inteligencia artificial en París y Google participa también en numerosos proyectos, hasta tal punto que financia su propia universidad denominada la Singularity University.
La cuestión que abordo año tras año en mis clases al comenzar el curso, ya sea en la asignatura de antropología fundamental o en la de bioética, es la cuestión epistemológica. Sobre la epistemología podemos decir grosso modo que es la disciplina encargada de delimitar el campo de estudio de una determinada disciplina: señala el objeto de estudio, el enfoque desde el cual se estudia y el método adecuado para abordarlo.
La epistemología nos ayuda a ordenar, a tener claro cuál es el alcance y el método propio de cada disciplina; nos ayuda así a desarrollar un pensamiento riguroso y a saber a qué ciencia debemos hacerle qué tipo de preguntas. Además, se encarga de esclarecer las relaciones entre las diversas disciplinas, que se entreveran sin mezclarse ni confundirse, ayudándonos así a buscar respuestas con amplitud y profundidad evitando reduccionismos o extrapolaciones injustificadas.
Ya lo decía, en frase genial, el gran sociólogo español Esteban Pinilla de las Heras refiriéndose a la atmósfera del Franquismo: “un país con mucha moral y sin ninguna ética”. Por ello, entendía una sociedad grandilocuente y exagerada, siempre dispuesta a escenificar su adhesión al bien y su aversión al mal, una sociedad, en el fondo, destrozada, deshecha, entregada a la hipocresía y profundamente cínica.
El Franquismo, según Pinilla, se relacionaría con la hegemonía de un lenguaje apodíctico, concluyente e incuestionable en sus máximas, eslóganes, fórmulas coloquiales y frases hechas. El lenguaje ominoso de una sociedad sin pensamiento propio, poseída por el miedo y el egoísmo más voraz, por la pereza y la cobardía, que se limitaba a repetir la retahíla de los tópicos ideológicos puestos en circulación por políticos, burócratas, periodistas e intelectuales, todos ellos expertos en el arte de saber decir lo que debe ser dicho. Tópicos convertidos en usos lingüísticos que establecían la frontera entre lo decible y lo indecible, lo legítimo y lo ilegítimo, el bien y el mal, con el aviso subliminal de que cualquier matización o leve impugnación de tales lugares comunes podía traerle a uno serios problemas con la autoridad.
Kaltenbrunner le dijo: «¿Por qué no entras en las SS?», y él respondió: «Sí, ¿por qué no?». Así anduvieron las cosas.
El mal cotidiano del que quisiéramos liberarnos tiene esta forma banal, ridícula, incluso cómica aún cuando horrible. Eichmann no era un sádico, no era un malvado sanguinario, sino un hombre absolutamente normal, uno como tantos, el hombre típico, el hombre medio o el hombre masa. De hecho, Eichmann podría ser yo.
Creer estar exento de los abismos del crimen, incluso los más despiadados, quiere decir no haber comprendido el significado efectivo del mal ni la identidad de aquellos que -entonces, como hoy y siempre- se han dejado seducir por él: ni ellos son personas distintas de mí ni aquel cejará de tentarme.
Se nos dice a menudo que no podemos cambiar el pasado, que lo hecho, hecho está, y que no vale la pena darle vueltas. En efecto, desde el punto de vista de los efectos materiales de nuestros actos, “agua pasada no mueve molino” y lamentarse amargamente por decisiones, actos o palabras que no podemos cambiar no suele ser el deporte más sano para el alma humana, siempre acosada por empeños y fuerzas que escapan de cualquier racionalidad.
Pero frente a la libertad de elección que gobernó el momento, aunque ahora lamentemos el uso que le dimos en algunos de aquellos, existe otra posibilidad de elección más general y menos perecedera. Se trata de la elección moral, basada en la idea de que nuestras acciones no deben basarse exclusivamente en nuestra voluntad, sino que deben sujetarse a unas normas o condiciones que las hacen más adecuadas a la dimensión espiritual que envuelve y rodea nuestra mundana existencia. No hay nada, ni siquiera los pantalones de campana, menos de moda en nuestros días que la auto-negación, entendida como el ejercicio paradójicamente libre de restringirnos a nosotros mismos en aquello que deseamos, normalmente una necesidad material, en aras de un bien de otro tipo que consideramos superior.
Para comprender el alcance de este segundo tipo de libertad, la que hemos denominado “libertad moral”, debemos tener en cuenta dos elementos:
La incondicionalidad temporal de la decisión moral.
El carácter unitario de los valores.
La incondicionalidad temporal implica que podemos ejercer en el presente una decisión moral sobre el pasado. Cuando hacemos esto reconocemos un error cometido, reconocimiento que, aunque no altera por sí solo las consecuencias en el presente de lo ocurrido pues no puede ya afectar a la decisión material tomada, supone por sí mismo una nueva determinación moral diferente a la tomada en su momento. Es decir, en la medida en que la decisión moral se puede “actualizar” en cualquier momento de nuestra vida, no se ve determinada por el factor tiempo mientras dure ésta.
El segundo elemento, la unidad de los valores, resulta un hueso duro de roer para la mentalidad relativista que impera en nuestros tiempos. Digamos, siguiendo a Dietrich Von Hildebrand, que existe un paso previo al ejercicio de todo valor moral que es la aceptación, el “sí” consciente y voluntario, a los valores en su conjunto. Es decir, antes de decidir algorítmicamente cuál de los caminos disponibles se ha de tomar, se han aceptado unos principios o valores que implicarán que se apliquen a la decisión ciertos criterios o normas morales. La propia naturaleza de las cosas hace que los valores, o los disvalores, estén interrelacionados, de modo que, por ejemplo, la soberbia tira de la codicia o del desprecio por la vida de otros seres, la paciencia de la castidad y la templanza, o la solidaridad de la generosidad. Sea cual sea la lista de valores que tomemos, o si aceptamos como tales las virtudes del cristianismo, está claro, por muy relativistas que pretendamos ser, que existe un elemento de cohesión en cada lista de valores digna de ese nombre que los enlaza a todos en una misma dirección.
El error moral no es pues lo mismo que el error práctico, ya que el primero refleja un daño de tipo espiritual en nuestra persona y tal vez también en otras.
Pero, ¿cómo se produce esa actualización de las decisiones morales? En primer lugar, como acabamos de decir, debemos dar una aceptación a los valores en su conjunto, como una unidad. Esa aceptación es también una decisión moral, y no vale con haberla realizado una vez y creer que permanece en el tiempo, sino que es preciso actualizarla ante cada nueva elección. De hecho, la actualización sincera de esta decisión general es el elemento clave que nos puede permitir introducir cambios en las fases siguientes.
En segundo lugar, debemos intentar observar las decisiones pasadas a la luz de la mayor objetividad que el presente pueda proporcionarnos, no justificándonos ni tampoco mirando atrás con melancolía. Reconocer el error moral no es tarea fácil. A veces las circunstancias padecidas nos llevan a pensar que no podríamos haber obrado de otra forma, y en algunos casos es posible que así sea. Puede que en aquel momento cosas como negar nuestra ayuda a alguien que la necesitaba o dar por terminada una relación sentimental nos parecieran la mejor opción, y que dicha decisión tenga un sentido constructivo en el plano de la vida práctica. Pero al tomarlas, incluso aunque exista cierto elemento de inevitabilidad, no hemos hecho sino aportar más disarmonía a un mundo ya de por sí caído. El error moral no es pues lo mismo que el error práctico, pues este último se refiere a las consecuencias materiales en tanto que el primero refleja un daño de tipo espiritual en nuestra persona y tal vez también en otras.
Al reconocimiento del daño moral ha de seguir el arrepentimiento que implica una cierta angustia por el mismo. Solo el reconocimiento del error y la consiguiente actualización de la decisión moral tomada nos permitirá liberarnos de dicha angustia. Estos pasos, que tanto y con tanta razón nos suenan a los requisitos para la confesión, han de darse para poder actualizar la decisión moral con independencia de las creencias personales, si bien en el cristianismo se pone de manifiesto mediante la reconciliación, adquiriendo en el catolicismo la sublime condición sacramental.
Como era de esperar, la última fase del proceso de actualización está relacionada con el propósito de enmienda. No siempre es posible reparar exactamente el mismo daño que hemos realizado, pero en un plano estrictamente moral siempre podemos intentar devolver al mundo parte de la armonía que le hemos robado. Es importante, en este sentido, reconocer que nos hallamos ante un mundo caído también por nuestra propia culpa, que nosotros también aportamos disarmonía al mundo en que vivimos. Esto último resulta especialmente difícil en nuestros tiempos, en los que resulta una actitud común de las personas el considerarse a sí mismo una especie de “ángel en medio del abismo”, como si todo lo malo que sucede en el mundo fuera siempre culpa de “otros”. Esta cómoda y cínica mentalidad, que niega la posibilidad de actualizar las decisiones morales al justificarlas a priori por la propia persona que las realiza, suele desembocar en esa actitud de exigencia extrema hacia los demás y nula hacia uno mismo que está tan extendida hoy en día.
La tesis calvinista de la predestinación se fundamenta sobre una comprensión errónea acerca de la naturaleza del tiempo.
Nuestra mentalidad moderna está muy influida por culturas y líneas de pensamiento que, si bien en nuestros días presentan formas totalmente secularizadas, tienen su origen en el cisma espiritual e intelectual que vivió la sociedad occidental con la denominada Reforma Protestante. Especialmente las teorías calvinistas sobre la predestinación y la “doctrina de la prueba”, que llevan al individuo a una actitud de confianza supersticiosa en sí mismo y de justificación a priori de sus propios actos, siguen teniendo en nuestros días eco en la actitud fundamental de las personas hacia los valores morales. Estas ideas, importadas a través de la universalización de la cultura anglosajona, incluyen elementos, como las nociones de “ganador” y “perdedor”, que inmanentizan y convierten en apriorística la idea cristiana de la salvación humana, dejando poco o ningún terreno para la posibilidad de la redención. Si el Cielo ya está aquí y ya hemos sido juzgados, dándosenos a cada uno según nuestra condición, el reconocimiento del error moral supone el reconocimiento de la propia perdición, de nuestra condición de “perdedor” como equivalente terreno al concepto escatológico de “perdido”. Por lo tanto, el individuo tratará de evitar a toda costa dicho reconocimiento del error. Bajo esta perspectiva, el individuo se ve sometido a una constante autoevaluación justificativa, a un ejercicio de auto-convencimiento acerca de su propio valor y virtud, pues éstos se entienden inherentes e inmutables. Con semejante actitud, la actualización de las decisiones morales resulta prácticamente imposible.
La tesis calvinista de la predestinación, que hunde sus raíces en el paganismo y en la herejía gnóstica, se fundamenta sobre una comprensión errónea acerca de la naturaleza del tiempo. Se basa en la visión de tiempo como un marco general que engloba y limita las acciones tanto de los hombres como del mismo Dios, y no como un concepto de la realidad física al igual que el espacio, al que está ligado. Un Dios Todopoderoso no podría estar sometido a las limitaciones del tiempo, como tampoco lo está a las del espacio, de modo que la libertad individual sería compatible con el conocimiento divino de nuestra decisión moral fundamental. El hecho de que esta incomprensión sobre la naturaleza del tiempo haya sido superada por la ciencia moderna, así como el fenómeno de la secularización, no han impedido que, como apuntó el gran Weber, las huellas que las ideas calvinistas dejaron en el ethos de buena parte de la sociedad occidental permanezcan indelebles.
El plano de la acción moral no se ve por tanto limitado por el factor temporal, como no lo está tampoco por el espacial. Pertenece a otro ámbito de cosas propias del ser que no están limitadas por el despliegue del mismo, en términos heideggerianos, en el espacio y el tiempo, sino que pueden verse actualizadas a lo largo de éste. Esta actualización, dada nuestra humana e imperfecta condición, es imprescindible para poder avanzar en el camino de la vida. Con ello no cambiaremos los resultados materiales de las decisiones tomadas anteriormente, pero sí que actualizaremos la dimensión moral de nuestra persona respecto de dichas cuestiones. Se trata no solo de un reconocimiento del error, sino de una verdadera actualización de la decisión, de un “sí” actual a los valores en su conjunto que invalida desde el punto de vista moral decisiones fraccionarias del pasado.
Escrito de manera ingeniosa, muy del estilo al que Lewis nos tiene acostumbrados (The four loves; The lion, the witch and the wardrobe; Surprised by Joy), va sumergiéndonos en treinta y una cartas en las que el diablo Escrutopo alecciona a su joven e inexperto sobrino- el diablo Orugario- en los modos más eficaces de conseguir la perdición de las almas para el cielo, ganándolas para el infierno.
Clive Staples Lewis escribió lasCartas del diablo a su sobrino (The Screwtape Letters) ya convertido a la fe cristiana, y como tal es una alegoría de nuestra vida humana: realidad del bien y del mal, y cómo operan las tentaciones en el hombre. Sigue leyendo
¿Tiene la ética una oportunidad en un mundo de consumidores? Así titula Zygmunt Bauman en su versión original uno de sus ensayos más significativos. Para construir el escenario, cita al intelectual checo Václav Havel que declaraba que “la esperanza no es la ciencia del pronóstico”. Y siguiéndole, Bauman vuelve a subrayar que la esperanza no se preocupa de las estadísticas ni de las opiniones mayoritarias inconstantes. Esta Esperanza será más que necesaria para llegar hasta el final del libro que describe un panorama desolador de nuestra sociedad post-moderna.La vida de consumo no consiste en adquirir y poseer: consiste sobre todo en estar en movimiento. No es la creación de nuevas necesidades lo que constituye su mayor preocupación sino el hecho de minimizar, atacar y ridiculizar las necesidades de ayer.
Este análisis de Bauman ahonda en lo que él llama la crono-sociología, es decir, un postulado basado en que los seres humanos son “crónicos”. Solo viven en el presente sin prestar ninguna atención ni a las experiencias del pasado ni a las consecuencias futuras de sus acciones. Este estilo de vida se traduce en una ausencia de lazos con los demás, en una cultura del presente absoluto en la cual sólo importa la velocidad y la eficacia sin favorecer nunca ni la paciencia ni la perseverancia.
La historia que sigue es pura ficción, pero está basada en hechos reales. Hechos que yo viví como alumno en el colegio y, en menor grado, en la universidad. Hechos que quizá tú también has vivido. Cuento esta historia con tres objetivos:
Explorar hasta qué punto la mentalidad dialéctica, centrada en el conflicto, es la mentalidad dominante –en muchos casos de modo inconsciente– en la cultura occidental contemporánea.
Incidir en que la lucha contra la corrupción, que ahora nos preocupa tanto, no es una batalla contra un estamento concreto (la casta, los políticos, los banqueros), sino contra una mentalidad que anida en el corazón del hombre contemporáneo.
Proponer una mentalidad alternativa, que llamo dialógica, que no sólo es más auténtica, sino también más práctica, constructiva y creativa.
La historia empieza en un aula de enseñanza media. De un vistazo es fácil distinguir en ella dos roles o papeles muy distintos: el primero es el de profesor, ejercido por una sola persona. El otro es el de alumno, ejercido por 25 adolescentes.
Entre estos últimos, si nos fijamos bien y escuchamos sus conversaciones, hay como pequeños sub-roles, etiquetas, casi como profecías auto-cumplidas, que a quien las sufre le hacen más o menos gracia: el payaso, calculín, el abusón, la chupap*ll*s, el chulo… En cualquier caso, por mal que estén las cosas, todos saben que ellos son alumnos y pertenecen la misma casta, a la que desde luego no pertenece el profesor, que tiene otros intereses, que es como “de otro planeta”, que nos es “de los nuestros”. Cuando hay que elegir –y siempre hay que hacerlo–, todos saben de qué lado deben estar. Sigue leyendo
El ser humano conoce el mal, sabe usarlo, en muchas ocasiones lo justifica como necesario o inevitable, e incluso lo llega a equipar con el bien. Pero sabe también que, tarde o temprano, todo mal conlleva una pena, propia o ajena, por la vía del castigo social o por la dolorosa redención personal, muriendo para renacer.
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski [1821-1881] comprendió esta realidad en su propia vida y en la de los personajes que construyó para identificar los Demonios de su época; desde ese estudio tan profundo y tan citado del alma humana, y en concreto de una pretendida como singular “alma rusa” (por geografía, por historia, por cultura) que su coetáneo Lev Tolstoi intentó cambiar desde el ejemplo (y al que la posterior Unión soviética ensalzó como promotor, mientras censuraba al “reaccionario” Dostoyevski).
Ser periodista se está convirtiendo cada vez más y más en que lo “utilicen” a uno. A quienes nos dedicamos a este bello oficio –“el más hermoso del mundo“, se decía antes– nos faltan manos para enarbolar más banderas. Habría que alzar una por cada colectivo, corriente, ONG, movimiento, asociación o lobby que ve en nosotros la oportunidad para adelantar unos pasitos en la carrera por colarse en la agenda mediática y por hacerlo antes que el equipo contrario.
Esto nos coloca a los profesionales de la comunicación en una situación comprometida. Les pondré un ejemplo: Sigue leyendo
La posibilidad del contacto con los genios mediante la lectura es una «gracia» para la que deberíamos prepararnos «como para la oración» (A.-D. de Sertillanges, La vida intelectual, Atlántida, 1944). Quizá hubo un tiempo en que no era necesario decir esto. Aquel tiempo en que los libros eran escasos; la lectura, el privilegio de unos pocos; y conservar el saber por escrito, algo demasiado costoso como para relatar tonterías. En aquel tiempo, todo libro era un tesoro en sí mismo y por su contenido; y poder leerlo era un privilegio frente al que era imposible no responder agradecido. Hemos perdido la conciencia agradecida de herederos en este y otros muchos campos, y por eso, entre otras razones, resulta necesaria una pedagogía del asombro. Sigue leyendo
Parece este un buen punto de partida para recuperar lo que veníamos diciendo en la primera parte de este microensayo acerca del feminismo contemporáneo: si bien todos estamos de acuerdo en sus fines, la explicación que se hace de la violencia es tremendamente problemática. ¿Por qué?
La ambición de los agentes antidemocráticos en el cine de superhéroes es oceánica. La lucha por proteger la democracia de los ataques del totalitarismo(ver artículo anterior) es una empresa que requiere plena dedicación por parte del superhéroe. Se da la circunstancia de que no es el FBI, ni las fuerzas del orden, ni el ejército quienes tienen los mecanismos definitivos para luchar contra los supervillanos; no así el superhéroe.
La lucha contra criminales y supervillanos detrás de una máscara conlleva circunstancias incómodas: Sigue leyendo