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Esteban Ordóñez

Reflexión estética: ¿es romántico bailar y que se te vea la hucha?

En Reminiscencias de una hormiga por

Imaginaos la siguiente escena.

Viernes. Fin de semana de San Valentín. En un pub de la ruta de la madera alicantina, una pareja baila cuando nadie baila. Un bailar inconcreto que se detiene con frecuencia: se abrazan, se tocan, se susurran, y lo hacen con un contoneo leve que persiste con la única excusa de mantener la cercanía física. Los enamorados, ya se sabe, funcionan a un ritmo diferente, más errático y bacteriano. Él es bastante más alto que ella y rondará los 50 años; ella es pequeña, de cabello rubio pajoso que parece teñido. La mujer, de hombros vagos, exhala cierta timidez o pasividad, como si viviera en continua expectación. El efecto quizás se debe a que la altura de su pareja la obliga a alzar la cabeza y a inclinarse continuamente.

Hay un perro en el bar, un perro enorme. Suena rock. Se juega a los dardos, al futbolín, se bebe. Muchos se acodan en la barra. Por algún motivo, a la camarera le cuesta sumar el precio de dos gintonics estándar: 6+6. Hay gente madura, hay jóvenes -treintañeros- y adultos recién horneados, inseguros todavía, hablando como si ensayaran cada frase y les saliera mal y se arrepintieran.

Y en medio, sin ocupar espacio en la barra ni bloquear el camino hacia la diana, se mueve la pareja. Se les ve enchochados, qué bonicos. El amor sobrevive, es una fuente inagotable de adolescencia sin importar la edad de los afectados. Contagian esperanza en quien los mira. Es verdad, sin ironías. Sin embargo, hay un detalle que les destroza el aura. Él lleva unos pantalones muy justos, ahorcados por el cinturón, la camiseta no le tapa toda la espalda y deja tres o cuatro centímetros sin cubrir, suficientes para que le asome la raja del culo. “Se le ve la hucha”, como dicen. Entonces se rompe la ternura que suscitaban, se desintegra la sonrisa del observador y, sobre todo, se transforman todas las figuraciones que uno se hacía sobre ellos: el bello y apacible amor se convierte en algo gelatinoso y sospechoso de distintas impurezas. ¿Tan adulterada tenemos la idea estética del amor o la pasión que en cuanto vemos un poco de animalidad sin adornar caemos en el rechazo? ¿Tan intervenido está el imaginario colectivo? Las películas de gordos, feos o de gente-del-montón que se enamoran siempre son comedias, o peor… El cine nos dice que la pasión legendaria, los besos en primer plano, la caída de sábanas renacentista sobre los glúteos, conforman un universo accesible sólo a los guapeados. De manera que la raja del culo lo estropea todo.

Al hombre le falla la talla, el pantalón es viejo y le queda pequeño. Lleva años en su armario, seguro, y se resiste a desecharlo porque eso supondría aceptar la edad y la lorza acomodaticia. O tal vez, y hablo por hablar, llevaba tiempo sin ponérselo y, como tenía una cita con ella, ha confundido la juventud del alma con la juventud física y ha decidido recuperar los vaqueros viejos.

Pensándolo bien, tal vez la pareja no es nueva. No, no es nueva. Llevan años casados y él es de esos que mantienen la cachondez de la relación a base de adulteración y fetichismo. Camina por los sexshop (y sigo hablando por hablar), revisa los estantes, muy experimentado, asiente, duda, palpa un picardías o la caja de un anillo vibrador y va cebando su imaginación. Compone escenas que vayan más allá, siempre un gramo más allá como en la cuchara de un personaje de The Wire. En este punto, es de suponer que la hucha se le alegra.

De momento, ahí están esta noche: bailan y se paran. Vamos a dejarlos. Son felices, no lo negaría nadie. Y si no fuera por Hollywood -y por los remilgos que nos contagia- representarían la capacidad humana de vivir.

Este artículo fue publicado originariamente en “Manjar de Hormiga“. Lo rescatamos para “gozadera” pública con el permiso y sorpresa de su autor. 

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La cronista Leila Guerriero (1967) desconfía de recetas que expliquen cómo escribir periodismo narrativo. En el recopilatorio de artículos Zona de obras (Círculo de Tiza), no construye decálogos ni destila axiomas. Simplemente, pinta su forma de trabajar, por ejemplo, sus encierros de 16 horas frente al ordenador, sin teléfono ni correos electrónicos, contando, tachando y puliendo con una concentración monacal. Zona de obras, como destaca diestramente Juan José Millás en su reseña La trastienda de una india, es “un libro de misterio, una pesquisa detectivesca sobre la necesidad de narrar. En otras palabras: sobre la necesidad de leer”.

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