Casa Anselma: una guía para salir del mundo
Refrescaba en la madrugada de Triana. Lo suficiente como para considerar un error de bulto el haber dejado media botella de Pata Negra en el coche para un después que nunca llegaría.
Sigue leyendoRefrescaba en la madrugada de Triana. Lo suficiente como para considerar un error de bulto el haber dejado media botella de Pata Negra en el coche para un después que nunca llegaría.
Sigue leyendo“Es un cabrero de Nebraska que colapsa la capital de España“. Así han denominado a Bruce Springsteen en algunos medios de comunicación, después del éxito arrollador de su paso por la Península en la gira The River Tour. Pero, ¿es eso cierto? La verdad que la envidia es gratuita.
El pasado 21 de mayo asistimos 55.000 personas al estadio Santiago Bernabéu para vivir uno de los conciertos más esperados de la gira. Bruce Springsteen no venía solo, le acompañaba The E Street Band, un grupo musical estadounidense de rock conocido por su trabajo con el artista desde su debut en 1973 con Greetings from Asbury Park, N.J. y sus colaboraciones con otros músicos como: Bob Dylan, Neil Young, David Bowie o Carlos Santana, entre otros.
El pasado Bruce Frederick Joseph Springsteen, más conocido como Bruce Springsteen llegaba a Madrid junto a The E Street Band para dar su 44º concierto en España dentro del el tour internacional.
Esta locura capaz de colapsar las calles cercanas al estadio madridista comenzaba el 3 de octubre de 1980 con la gira original The river Tour, con la que dieron 140 conciertos memorables con una única receta: un gran directo y una puesta en escena incansable. La misma que sigue hoy acompañando al Boss en cada una de sus giras y con la que pisó por primera vez España.
Desde entonces, ha vuelto un total de cuarenta y cuatro veces haciendo en cada una de sus apariciones nuevos seguidores que, cada vez que anuncia una nueva visita a España, se lanzan a una nueva Odisea para poder disfrutar la ilusión del rock.
La aventura que tuvimos que vivir esta vez comenzó el 8 de marzo a las diez de la mañana, cuando se abría la veda para adquirir la entrada. Menos de tres horas después las páginas de venta de entradas colgaban el cartel de “Agotado”.
La única forma de conseguirlas era por internet, con precios que oscilaban entre los 65 y los 115 euros. Springsteen actuaría también en Barcelona y en San Sebastián, sólo tres conciertos en España que hicieron desatar la locura entre sus seguidores. La frase “Imposible procesar tu petición (superado el número máximo de usuarios en cola)” fue el mensaje que, apenas cinco minutos después de las diez de la mañana, encontraba quien buscaba entradas para el concierto de Bruce Springsteen en Madrid. Solo el que perseveró pudo disfrutar de la gira del Boss con su The E StreetBand.
Antes de la televisión y el cine, los magos eran las grandes figuras del entretenimiento, las estrellas del rock de su época. Springsteen y la E Street Band son ahora los grandes ilusionistas del espectáculo, capaces de brillar por sí solos sobre el escenario sin adulterarlo con los grandes avances tecnológicos.
Bruce encandiló al público con su fastuosa maquinaria de Rock & roll. El concierto del Boss fue puro “ilusionismo musical”, zambullirse de lleno en un mundo de rock que te fascina. El eje del concierto es el disco de la gira. En cada silencio, antes de una canción, los espectadores tratan de contener la respiración con los primeros acordes que van apareciendo. Después de cada canción, la obstinación de los espectadores es conocer la próxima y superar el éxtasis que han vivido.
La E Street Band y Bruce Springsteen suman el tandem perfecto, compensando con sus respectivos talentos las carencias del otro. Representan las dos caras de un mago: la habilidad de artista y la banda consiste en crear ilusión -el acto mágico en sí mismo-, mientras se acepta el sacrificio necesario para producirla. Ellos saben que son el maestro del espectáculo que tiene que vender un truco a la audiencia. Bruce y su banda buscan la reacción de la audiencia a la ilusión signo inefable de que algo trascendente ha ocurrido, de que la ilusión ha generado la experiencia de lo genuinamente nuevo. La relación que se establece entre ambos, cantante y banda, no es la de dos competidores en busca de un mismo objetivo, es la mezcla capaz de concebir la magia del espectáculo. Tanto uno como otro hacen un énfasis en el espectáculo con una habilidad en la que se aprecia el poder creativo, mientras saben que no pueden rechazar el sacrificio que requiere el arte musical.
A pesar de las críticas que ha recibido hacia su gira europea por no ser fiel al álbum The river, cuando vives el concierto en primera persona te das cuenta de cómo la magia está todo el tiempo en el ambiente porque los magos saben escuchar al público. Es común en los conciertos del Boss que la gente lleve pancartas con sus canciones favoritas, Bruce está atento a los deseos de su público y va cambiando el repertorio a medida que crea la magia.
Después de tres horas y media de concierto sin descanso, el estadio ve salir a su héroe con guitarra en mano. A medida que se desaloja el campo se escuchan las primeras impresiones, un grupo de “Odiseos” veteranos muestran su satisfacción por haber conseguido ver al Boss otra vez: la conclusión que sacan del último viaje a Itaca es que Bruce Springsteen “es como el buen vino, mejora con el tiempo”. Y es que los verdaderos magos son aquellos que tienen canas por la experticia de buscar la ilusión en el rostro de la gente.
MARTES 22 Y MIÉRCOLES 23 – ERFOUD
Llevamos cuatro días en Marruecos y no siento nada.
Sé que he vivido mucho desde que salí de casa. He cumplido, a un puñado de kilómetros de Tánger -casi a la primera de cambio- con el propósito originario de mi aventura y de este escrito. He tenido ocasión de asomarme a otra persona y encontrarme a mí mismo. Pero no siento nada.
He comido un Tajín, he regateado unos fósiles, he dormido en el desierto, casi atropello a una oveja y a una madre, me he planteado comprarme una alfombra bereber. He reído las gracias de españoles que no tienen gracia y he tomado el pelo un rato largo a unos cuántos marroquíes que en ese momento aborrecía con todo mi espíritu. He cantado, bailado y reído con mis compañeros de viaje. He registrado con mi cámara el pliegue del alma de este país, a medio camino entre la miseria absoluta y una suerte de Almería a lo basto, con desierto, plástico y autopistas de peaje. Sigue leyendo
LUNES 21. MIDELT – MAR DE DUNAS – ERFOUD
A las 4:54 de la mañana suena la llamada a la oración en Midelt.
-¿Pero qué coño es esto? ¿Qué dicen?
-No lo sé. Pero es una maravilla.
Durante al menos diez minutos más, el potente canto divino -creo que teníamos un altavoz justo encima- va revotando entre los coches, los plásticos de las tiendas de campaña y los aromáticos cuerpos del Rally, de vacaciones boca y sobaco desde Meknes. El hecho de no tener un bolsillo generoso que nos diera acceso a la pulsera negra -la del todo incluido- hizo que la mayoría de aventureros terminásemos apiñándonos en los cuatro cachos de césped que había en el camping para, de alguna forma, burlar el frío del desierto. De esta manera garantizábamos que a las 6 de la mañana, con el despertar de los motores y la recogida del campamento, nadie se quedase sin correr aquella etapa por estar rendido a los esfuerzos de la carrera. Sigue leyendo
SÁBADO 19 DE MARZO. MADRID – TARIFA – TANGER – MEKNES
La espuma de afeitar de las hélices; las gaviotas en los bloques de hormigón.
El tráfico apelotonando los pitos de las rotondas; los corderos desollados colgando junto a la carretera, atrapando humores que volverán a ser devorados por su emisor.
Miradas negras y maquilladas rasgan el velo y apuntan a los barcos que vienen del vendaval de Tarifa. Entre aquel festín de lo humano, la bandera con el Sello de Salomón -verde forjado sobre los hijos de Mahoma- ondea a media altura sobre un extraño cielo nublado. Y empieza a llover. Y fabulosa sorpresa. En mi idea construida por Viajes Marsans sobre Marruecos solo había dunas, chilabas y mujeres con el vientre descubierto. Nada de agua. Nada de ruido retorcido. Nada de fósiles a espuertas esperando que cualquier coche con matrícula de azul y estrellas, símbolo inequívoco de la Europa dormida, baje la ventanilla y afloje la cartera.
Estamos en Tánger. Y no estamos preparados.
Acabábamos de salir con nuestro Land Rover de la rampa del Ferry cuando nos dimos cuenta de ello. La causa principal de esta primera conclusión fue motivada, principalmente, por el lance que sucedió con un agente de aduanas que iba abordo.
Nos obligaron a formarnos en una fila donde debíamos entregar nuestra “hoja verde”, una suerte de visado de andar por casa para que los europeos accedan a Marruecos. Al final de un par de puntos de datos personales pedían rellenar, resaltado y por partida doble, el espacio que rezaba: “profesión”. Tras someter mi sentido común a la siguiente dicotomía: hostelero o periodista; por tener medio pié entre cocinas y grasa de pato y lo que queda de uña escribiendo articulillos y hurgando historias, aposté, ¡Oh, yo; desdichado romántico! por lo segundo.
– ¿Periodista? ¿Qué medio?
– Freelance.
– Quoi?
– Freelance.
Me miró. Hizo como una arruga en el morro y mi tarjeta verde estrenó un montón nuevo sobre la mesa. Durante unos minutos aquella imagen, la del papel solitario, estuvo rotulada con un cartel debajo que ponía “estúpido”, que por alguna razón ahora lo imagino como un constante latido fluorescente.
La verdad es que, por ahora, aquella historia no ha quedado en más anécdota que desgastar la vista al lector.
Sea como fuere, después de dos horas en las aduanas , salimos a la ciudad portuaria al tiempo que llamaban a oración a aquella masa deforme de bullicio, tubos de escape y vocerío.
Ahora que reescribo estas líneas en la amabilidad de mi desordenado escritorio, suena el jaleo propio de la obra junto a mi ventana. Una grúa trata de levantar unas pesadas vigas de hierro. Y el sonido de este intento me recuerda a las suras cascadas -por la calidad de los altavoces- que nos dieron la bienvenida a Marruecos.
Quizás por ser ignotos en el árabe, el bereber y no tener más conocimientos del francés que saber leer adecuadamente las cajitas de galletas Petit Écolier, nos vinimos arriba en aquel momento. Y pensamos, cada uno de los tres integrantes de esta aventura para sus adentros. “¿Y si están anunciando nuestra llegada?”. Por el entusiasmo de sus gentes, que se apelotonaban en cada semáforo contra nuestras ventanillas, con el fin de colocarnos sus negocios -usando al pequeño Nicolás, Paquirrín y El Corte Inglés de calzador- bien podríamos decir que así era.
Esta historia tomó el cariz de tener que ser contada algún día allá sobre el mes de octubre del año pasado. Entre pizzas, anhelos de sal y carretera tomamos una decisión que bien mellaría nuestros dientes.
Rally Solidario “Clásicos del Atlas”.
Compramos el coche más destrozado que cabía imaginar; un destronado Discovery del 93 que hacía al menos una década que se estaba carcomiendo y oxidando en alguna esquina de alguna finca toledana. Juntamos euros inexistentes de fuentes improbables para sellar la inscripción y guardar la suciedad del dorsal 712 hasta hoy. Y dejando el tiempo pasar, comprando repuestos que no sabíamos dónde poner, forzando llamadas a esperar y dinero al que echar de menos, llegó el inoportuno momento de despedirse de los pasos y tambores de Semana Santa. Poníamos rumbo hacia tierra de moros sin más expectativas que no tener que volvernos antes de tiempo.
Alguno de nosotros dijo, mientras bajábamos por la A-4, dejando al Toro de Osborne en la cuneta, que estaría bien volver de una pieza y sin grandes cambios. ¡Menudo blasfemo! ¿Acaso es posible volver de una aventura siendo el mismo? ¿Alguna vez ha empezado una aventura con el consentimiento total y el ánimo presto de quienes la conforman? ¿Qué me decís de Frodo, Sam o el propio Sancho y Don Quijote? ¿No estuvieron los primeros movidos por el destino de la Tierra Media a abandonar la hierba de “La Comarca” y los segundos a abandonar algún lugar de “La Mancha” por la desmesura de la locura del Hidalgo y el afán de ínsulas, gobiernos y vino de su escudero?
No cabía volver igual. No era deseable, en modo alguno, volver igual.
De nuestra precipitada estancia en Tánger no hay mucho que decir. Nada que pudiéramos criticar o reseñar a golpe de turista. A fin de cuentas el mismo mar acuna los mismos lamentos y anhelos a un lado y a otro. Los mismos ojos se asoman entre ventanales, terrazas y miretes. Unos, esperando noches de jaima en el Sáhara occidental, donde poder decir al volver – porque siempre hay vuelta- la “impagable” sensación de ser especial en la nada del desierto, contemplando las estrellas entre el perfil de la sombra de un camello. Otros, buscando la oportunidad de perderse entre las hileras de recolectores de fresones en Huelva – sin intención de vuelta- y con el ánimo enjugado de lágrimas al poder llenar una bolsa de Mercadona hasta arriba.
Salimos de las calles de Tánger sin haber aterrizado todavía el espíritu en África y nos dirigimos hacia Méknes. Durante las más de cuatro horas de trayecto hacia el centro de Marruecos, estuvimos cercados por un verde andaluz, por los páramos castellanos y por una hilera de árboles muertos a ambos lados de la carretera. El país crece, prospera, y hay que comerse el aire para dejar hueco al asfalto.
Recuerdo estar de copiloto, grabando todo lo que me caía en el ojo, cuando abrí la ventana para ver a qué olía este país. Y no olí nada, salvo la mala combustión de un Tuc Tuc que teníamos frente al coche. Daba bandazos. Y fijé la cámara en aquella escena entre la sorna de nuestro conductor, que dudaba, no sin razón, sobre el rigor para consumir alcohol en Marruecos.
Es ahí cuando me encontré con el primer Otro en el otro. Apoyado sobre bolsas y leños. Mirándome. Atravesando la luna del coche, mi objetivo, carnes, huesos y órganos.
Y lo primero que me dijo el Otro en el otro es “¿Qué haces? ¿Quién eres? ¿Yo soy cómo tú? ¿Tú eres cómo yo? ¡Olvídate de mí!”.
Nadie que despierte admiración puede aportar una conclusión seria con un solo vistazo; por mucha arena y polvo que haya tragado. Jamás deberían fiarse de quien extraiga juicios universales sobre la vida y sus miserias a 2000 kilómetros de nuestras fronteras -entre dunas y piedras- apoyando sus impresiones con datos de Wikipedia. Poco valor deben dar al relato si el personaje que les narra la presente aventura se tiene más guiado por intuiciones que por certezas.
Por eso pedimos que no se fíen de este escrito. Fíense de quién lo escribe. Que con el infinito rosario de torpezas que le atesoran tiene, sin embargo, una valiosísima anécdota que contarnos. En medio del desierto, de la agonía de la esperanza, se ha encontrado con Otro en el otro. Se ha puesto lo suficientemente en juego para que aquello que tenía frente a él, le hablase a él de él mismo. Ha caminado entre bancales muertos, peleado con espadas de goma espuma, reído al traducir del bereber al castellano una “caca de burro” y bebido un té de un pueblo sin pozo con la “divinidad de la persona”; tal y cómo rescata Kapuscinski aludiendo a Cyprian Norwid en su introducción a la Odisea, en su ensayo “El Encuentro con el Otro”:
«Allí, en la naturaleza de cada mendigo y de cada vagabundo extraño, se sospecha un origen divino. No se concebía, antes de acogerlo, preguntar al visitante quién era; sólo después de dar por supuesta su divinidad se descendía a las preguntas terrenales, y esto se llama hospitalidad; y, por eso mismo, se la colocaba entre las prácticas y virtudes más piadosas. ¡Los griegos de Homero no conocían al “último de entre los hombres”! Siempre el hombre fue el primero, es decir, divino.»
Hete aquí el resuello del relato y la aventura. Revelar la plausibilidad del encuentro del Otro en el otro yendo a 80 kilómetros por hora durante 10 días en una tierra que de partida debe ser considerada como hostil.
Y si al perturbado lector ya no le es posible dar marcha atrás, pues desea ver cómo el narrador fracasa en la explicación de su fábula; cruce las piernas y sírvase un té moruno a ser posible. Afile bien el oído, tomando como ejemplo a los labradores y forasteros que iban a parar a la venta mágica de Cervantes. Estese atento a lo que en estas líneas acontece, no vaya a ser que entre tanto disparate se cuele una perla de verdad y a usted le pille con la boca llena de cualquier otra porquería.
Comienza la aventura. Bienvenidos a la fabulosa y mediocre historia de Tintín en el Atlas.
Salí de Buenos Aires a las 15 horas. Me habían aconsejado que me fuera en avión, pero yo quería ver el recorrido. Si voy a atravesar un país me gusta hacerlo por tierra y este iba a ser un trayecto de 21 horas.
Los autobuses en Argentina son más lujosos cómodos que los aviones. Compré un billete que se llamaba cama ejecutiva, que es un precio medio entre el más bajo y el más caro. Los asientos eran bastante grandes, se reclinaban casi completamente. El autobús tenía dos pisos. Había un chico que hacía de azafato y mesero. Como a las 2 horas de salir nos sirvió la merienda, que consistió en un alfajor, un mate cocido (té de mate) y unas galletas con mermelada (muy dietético todo). Me parecía sumamente raro que la televisión estuviera apagada, pero aproveché para dormir un rato. Sigue leyendo