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Astigmatismo

El terraplanismo hoy

En El astigmatismo de Chesterton por

O una noche con la locura

Hace muchas cenas tuve la ocasión de estar con un tipo que Chesterton tildaría de “pagano”.

No sólo por las exóticas creencias a propósito de la divinidad de Jesús, que entra dentro de lo ponderable y esperable de cualquier conversación de hoy. Más bien era de esos tipos que en algún momento había dejado de creer en el todo y había empezado a creer en la nada. O como diría el artífice de “El regreso de Don Quijote” o “El Padre Brown“, “cuando se deja de creer en Dios; se empieza a creer en cualquier cosa”. Sigue leyendo

El desagüe energético o la batalla de lo absurdo

En El astigmatismo de Chesterton/Humor por

Tengo un amigo que tiene una batalla personal. Probablemente tenga muchas, como todos nosotros. Pero hay una especialmente acuciante, especialmente perseverante e irritante en mi timeline.

En su caso se trata del acoso y derribo sistemático que acomete contra una red de mensajería móvil que utilizamos todos a todas horas.

Tweets, gifs, latigazos verbales… Todo lo que esté a la mano para atacar la última adquisición de Zuckerberg. No habrá día de esta era tecnológica que no se suba a su atalaya para tirar piedras contra esta red social. No conocerá la tierra el descanso de este Job, que va a proferir todos los improperios inimaginables contra el doble tick azul y sus emoticonos anticuados e inanimados.

Este comportamiento, que en ningún caso habría cogido forma de texto si no hubiera sido por mi ociosidad de comienzo de semana, me ha llevado a una reflexión mayor.

¿Cuáles son las batallas personales que cada uno de nosotros tenemos? ¿Las sabemos identificar? ¿Qué cantidad de tiempo ingente y desproporcionado se nos va en ello? ¿Cuánta energía -energía de la buena, ojo- se nos escapa en blasfemar contra aquel o aquello que nos mina cada día por sus incompetencias (sean del orden que sean)?

Todas estas preguntas (salvo las dos últimas), propias de algún seguidor constreñido de Eckhart Tolle o Paulo Coelho, son pertinentes si nos llevan a identificar a ese canalla, a esa puerta mal cerrada, a esa taza putrefacta con posos de Cola Cao que hace y recoge vida “fungi” detrás del microondas y que le da ese toque de quelque chose a la cocina.

Recordaba en este espacio hace un par de años a un amigo que ante una jugarreta de un mecánico (como ponerle todo el sistema eléctrico del coche sin avisar al que iba a pagar la factura) pensó muy seriamente si coger barra de metal y escaparate o mandarle una carta de prosa delicada y correcciones victorianas. Era filósofo. Y católico. Debió hacer lo primero. Pero terminó haciendo lo segundo.

El caso es que yo tengo un enemigo mortal en lo abstracto. Un ente oscuro, como el manchurrón de chapapote flotante de Lost, que cada mañana, cuando enfilo el hall de mi edificio, me castiga sin piedad.

Se trata, sencillamente, de una puerta abierta. De la puerta que da al garaje, previo paso por el cuarto de basuras. Mi bloque de edificios tiene dos restaurantes en los locales de abajo. Con ellos compartimos cuarto de basuras. La imaginación de cada uno y la literatura francesa y rusa que hayan sido capaces de leer, les dará una idea de las pestilencias que brotan de dichos cubos hasta que son vaciados. Es una peste cansada, como un turno doble de trabajo y sin agua potable cerca. Como una fumada de pipa vieja sin refrigerio. Como un cordero de lechal seco, un flan con nata y un whisky con cenizas de cigarrillo de postre. Todo eso, mezclado por las entrañas de una comadreja enferma del colon.

Después de 243 portazos intensos a las 9 de la mañana de forma sistemática, con la firme convicción de que ese castigo sonoro llegaría a mi verdugo y le haría rectificar su propuesta formal de dejar siempre la puerta del hall, la que colinda con el cuarto de basuras abierta, decidí pasar a la acción.

Enfilé como un verdadero caballero el camino hasta la caseta de administración y allí supliqué algún tipo de mensaje escrito que soliviantase la conciencia del sujeto que siempre deja la puerta abierta.

El mensaje llegó. Pero no hubo ningún tipo de efecto. La puerta al averno nos sigue dando a todos las bienvenida en el bloque 9C.

Tantas veces he soñado con pillar infraganti al infractor, tantas veces he soñado con preguntarle el porqué de su determinación en compartir ese olor medieval, que muchas veces he tenido que frenar a destiempo porque me comía el coche de delante.

También he especulado con escribirle un texto, como ya hiciera a los cuervos de la mazmorra de Vodafone.

Sea como sea, y como tampoco yo soy mucho más valiente que mi amigo el filósofo, aquí va mi misiva. Le dedico unas líneas a mi antagonista invisible con el dudoso fin de que algún día, mientras sube las escaleras y deja la puerta abierta, se tropiece con este escupitajo online.

Estimado vecino/a: 

Durante los últimos meses has tomado una decisión extraordinaria, fuera de lo común, que me ha desconcertado desde todo punto de vista. Pese a las advertencias que ofrece el mensaje en folio A4 y tipografía Calibri, para dejar la puerta del cuarto de basuras cerrada, tú, indolente montaraz de perseverancia febril, desoyes con entusiasmo cualquier tipo de indicación y decides que el pecado es compartido. Que ese olor, tan sutil como un saco de ratas muertas, no debe caer en el ostracismo de lo subterráneo y deber pulular por el hall de nuestra residencia como si de aire vital se tratase.

No conozco tu rostro. No sé de qué pie cojeas. No creo que te vaya a pillar jamás acometiendo tus fechorías. Pero puede que algún día, tu olfato se despierte a la naturaleza del mundo, al orden correcto de las cosas. De lo bueno y de lo malo. De lo agradable y repudiable. Y ese día, de la forma que sea, estaré yo cerca para dejarte los excrementos de mi conejo, mi cerda y mi hija. Todos juntos y apiñados en una tela finísima. Todo con el único objetivo de garantizar tu conversión. De anunciarte el mal que durante tantos días te has emperrado en compartir. De recuperar, en definitiva y por siempre, tu olfato y educación para el bien de la especie humana.

Afectadísimamente, el tipo molesto del 3º5.   

En fin. Identifiquemos nuestras batallas, las más absurdas y peliagudas y dediquémosle unas líneas en lo público o en lo secreto para descargar nuestra ira. Que luego esos desagües energéticos nos lo subimos a casa, al coche o al trabajo y nos juega una mala pasada una puerta mal abierta.

 

A los malditos doctorandos

En Columnas/Educación/El astigmatismo de Chesterton por

Escupitajo sin remordimiento alguno a los que se atreven a especializarse en una materia de las periferias del conocimiento humano y se empeñan en hacernos partícipes de ello 

Recientemente, un buen amigo de la universidad acaba de presentar su tesis doctoral.

Le recibimos con vítores comedidos y elogios reservados el grupúsculo de comadrejas intelectuales con los que el futuro doctor se junta de vez en cuando. Manos blandas. Palmadas sin el cariño esperado. Por dentro nos regurgitaba la pregunta.

¿Cuánto tardará en caer enfermo? Sigue leyendo

Amistades I: retrospectiva de un pequeño/gran fracaso personal

En Columnas/El astigmatismo de Chesterton por

Hace ya un buen puñado de meses tuve un encuentro al que todavía hoy, con pipa en mano y jarra de agua encima de la mesa, sigo dando vueltas.

Se trata de una quedada que hacía más de ocho años que no se producía.

Cinco amigos, con cuatro dientes de leche todavía intactos, jugaban en el barrizal que por césped tenían en la urbanización, metiendo goles imposibles en porterías infinitas, bañándose en piscinas traviesas.

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Arrabaleros, toscanos y ruidos celestiales en el AZ60

En El astigmatismo de Chesterton por

Antes volar era una cosa importante. El giro perfecto para las elucubraciones de un niño. Era el punto que necesitaba su locura, su divina inmadurez, para dotar de plausibilidad a una horda  de aviadores  nazis, de reporteros héroes heridos de bala que encandilaban a mujeres sofisticadas de vestidos rojos y sin ningún atractivo sexual reseñable.

El componente avión, que por norma general solo aparecía en la vida de un niño de clase media en el viaje familiar de verano, implicaba, necesariamente, preparar la historia con mucha antelación,  pues lo mejor de la aventura, salpicado de eternas caminatas y carreras de museo, era el vuelo de ida. Sigue leyendo

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