Especial relevancia debe tener la exhortación apostólica de 2016, en la que el Papa trata el amor en la familia. El análisis de este documento resulta pertinente especialmente en dos sentidos:
a) En la diagnosis de los problemas que aquejan a la familia en la actualidad, expuestos en clave explicativa y canalizados como “retos”.
El problema fundamental, de nuevo, es el individualismo que impide generar en el núcleo familiar los vínculos necesarios como para que se dé un verdadero desarrollo integral (educativo, espiritual, cultural, ecológico, económico, social, etc.). A la par de este individualismo el Papa detecta una depauperación del matrimonio y una disolución del significado de libertad personal (nn.33 y 34). Esta tensión entre deseo de comunidad familiar y de desarrollo personal adquiere un tinte dialéctico: “Se teme la soledad, se desea un espacio de protección y de fidelidad, pero al mismo tiempo crece el temor a ser atrapado por una relación que pueda postergar el logro de las aspiraciones personales” (n.34).
Otro gran problema, cuya culpa recae en una mala pedagogía cristiana, consiste en la idealización del matrimonio y de la familia a un estado casi inalcanzable de vida. La falta de encuentro con la realidad experiencial de las personas, sus problemas reales -personales y sociales- ha podido generar un estigma de imposibilidad moral sobre la propuesta de familia cristiana (n.36). Otras consecuencias de esta mala pedagogía es la incapacidad para mostrar el matrimonio “más como un camino dinámico de desarrollo y realización que como un peso a soportar toda la vida” (n.37). Se provoca con todo ello la sustitución de toda creatividad interior para afrontar y superar los problemas que atraviesa toda familia por una conciencia doctrinaria que impide -por cuanto pueda tener de imposición- el desarrollo de la familia en la sociedad.
El tercer gran problema analizado es el efecto de la “cultura de lo provisorio” en la familia, con su proceso característico de usar y tirar, consumir y agotar, gastar y romper. Se trata de una enfermedad que, generándose en la familia, corrompe todo el modus vivendi occidental: en las relaciones sociales, en las relaciones económicas y contractuales, en la relación con el medio ambiente. El Santo Padre advierte en esta enfermedad una clara relación con el individualismo: “quien utiliza a los demás tarde o temprano termina siendo utilizado, manipulado y abandonado con la misma lógica. Llama la atención que las rupturas se dan muchas veces en adultos mayores que buscan una especie de «autonomía», y rechazan el ideal de envejecer juntos cuidándose y sosteniéndose” (n.39).
Junto a esta falta de sostén y de sostenibilidad se encuentra la falta de provisionalidad que impide a la generación joven contar con las suficientes seguridades como para comenzar un proyecto familiar. Cuando incluso no se llega a incentivar lo contrario. Esto denota en la sociedad una ceguera que imposibilita descubrir el tesoro que supone la “familia tradicional” (n.40). Esta promoción de formas de vida contrarias a la familia -centradas en propuestas ideológicas o en el encumbramiento de la “autonomía”-, unida a políticas de control de la natalidad o de salud reproductiva, “no sólo determina una situación en la que el sucederse de las generaciones ya no está asegurado, sino que se corre el riesgo de que con el tiempo lleve a un empobrecimiento económico y a una pérdida de esperanza en el futuro” (n.42).
Ante estos problemas el Santo Padre evidencia una alevosa falta de atención por parte de las instituciones sociales y políticas: “Con frecuencia, las familias se sienten abandonadas por el desinterés y la poca atención de las instituciones. Las consecuencias negativas desde el punto de vista de la organización social son evidentes: de la crisis demográfica a las dificultades educativas, de la fatiga a la hora de acoger la vida naciente a sentir la presencia de los ancianos como un peso, hasta el difundirse de un malestar afectivo que a veces llega a la violencia” (n.43).
Otros grandes problemas de esta concepción individualista y consumista -protector ante todo del propio interés- que afecta a la sociedad occidental y a tantas familias cristianas, son: la falta de una vivienda digna (n.44), el desarraigo de miles de niños (cuando no la decisión del aborto o problemas como el abuso sexual) (n.45), las migraciones y la precariedad de sus condiciones de vida (n.46), la precaria situación de la atención a personas con discapacidad (n.47), el abandono a los ancianos y la eutanasia (n.48), y la miseria y exclusión social (n.49).
b) En las pautas que ofrece para transformar a la familia en el centro del desarrollo y de la promoción social.
Para superar estos retos, el Papa Francisco propone en primer lugar la transformación de la familia en una genuina “iglesia doméstica” (cf. Lumen Gentium, n.11), que descubra en el amor trinitario un modelo de amor que no se agota en sí mismo sino que tiende a irradiarse: a crear, a redimir y a santificar. En la familia “se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1657)»” (n.86). La alianza establecida en el sacramento del matrimonio -frente a los testigos, que simbolizan la presencia de la comunidad cristiana- garantiza que la familia sea siempre un bien para la Iglesia (gran familia de familias) y, a su vez, que la Iglesia sea siempre un bien para la familia (n.87).
Es precisamente en la familia donde nace el amor matrimonial que nutre a la Iglesia y que sirve de principio cristiano para dar sentido a la procreación y educación de los hijos y, consiguientemente, al desarrollo y la promoción de la sociedad. “La belleza del don recíproco y gratuito, la alegría por la vida que nace y el cuidado amoroso de todos sus miembros, desde los pequeños a los ancianos, son sólo algunos de los frutos que hacen única e insustituible la respuesta a la vocación de la familia, tanto para la Iglesia como para la sociedad entera” (n.88).
En segundo lugar, la familia es germen de fecundidad ampliada: “Conviene también recordar que la procreación o la adopción no son las únicas maneras de vivir la fecundidad del amor. Aun la familia con muchos hijos está llamada a dejar su huella en la sociedad donde está inserta, para desarrollar otras formas de fecundidad que son como la prolongación del amor que la sustenta” (n.181). Así la familia descubre su vocación en el amor no solo de puertas para adentro, sino también hacia afuera, hacia la sociedad: “La familia no se debe pensar a sí misma como un recinto llamado a protegerse de la sociedad. No se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda solidaria. Así se convierte en un nexo de integración de la persona con la sociedad y en un punto de unión entre lo público y lo privado. Los matrimonios necesitan adquirir una clara y convencida conciencia sobre sus deberes sociales” (n.181).
Una condición para que se dé esta “fecundidad familiar ampliada” consiste en la cercanía y sencillez, evitando destacar sobre el resto de la sociedad como una familia rara (n.182); y consiste también en responder el llamado a “sanar las heridas de los abandonados, a instaurar la cultura del encuentro, a luchar por la justicia” (n.183).
Este llamado se concreta en una reconstrucción doméstica del mundo, de forma que promueva la apertura y la solidaridad familiar, especialmente con los más desafortunados de la sociedad. Esta apertura no solo consiste en la donación de bienes o en la limosna, sino sobre todo en la aceptación del otro como hermano tejiendo una amistad real con quien lo está pasando peor (n.183).