Los medios se han apresurado a destacar dos mensajes principales respecto de las recientes elecciones andaluzas: la debacle del PSOE y la inesperadamente abrupta irrupción de VOX. Pero hay al menos otras dos notas importantes mucho menos mencionadas: la fuerte subida de Ciudadanos y, sobre todo, el aumento de la abstención, que alcanza más del 40% del censo. Si el partido más votado se alza con un millón de papeletas, la abstención exhibe 2,6 millones de indiferentes al asunto. Diferente del abstencionismo en espíritu, aunque no en consecuencias prácticas, es el voto en blanco, que se ha alzado con un respetable 1,6%.
Los que tienen memoria para ello recordarán que en el pasado el voto en blanco era ensalzado como una forma inconformista de participación, mucho más respetable, por lo que de involucración crítica en los asuntos públicos tenía, que la del pasota dominguero que dilapidaba la jornada electoral con vulgar indiferencia en la playa, el campo o el bar. No sucede lo mismo hoy en día. La primera regla del voto en blanco en la actualidad es que no se habla del voto en blanco en los medios de comunicación. Viene a ser considerado más una pérdida de tiempo, una inútil presencia ante la urna de un personaje nada romántico, tan indeciso como desocupado, que un acto responsable de protesta ante la oferta, nunca escasa en cantidad, de candidatos. Incluso el voto nulo, en su obscena sinvergonzonería y sociópata vulgaridad, goza de mucho más prestigio en la actualidad.
Nuestra opinión es que este fenómeno curioso, casi anecdótico, el del cambio radical en la visión que tenemos del votante en blanco, refleja una realidad de fondo mucho más grave: que nos hemos acostumbrado definitivamente al sistema de partidos, al que hemos acabado concibiendo como única forma de, digamos, democracia conocida y, lo que es peor por lo que de desesperanza conlleva, posible.


El votante en blanco es el enemigo público número uno del sistema de partidos, pues está explicitando en la urna su desencanto con el mismo. Los partidos aparentemente a la contra, antes Podemos y ahora Vox, acaban entrando en el juego del sistema de partidos en cuanto tocan pelo. Sólo son anti-sistema cuando están fuera del sistema, y solo lo son en la medida en que esta actitud le puede acarrear escalar dentro del sistema. Pero el votante en blanco, hoy ignorado, es cosa seria. Es un rebelde de verdad, sin causa ni beneficio. Es el verdadero anti-sistema del sistema de partidos.
El sistema de partidos fue duramente criticado por mi compatriota Hilaire Belloc allá por 1911. Mucho ha llovido, sobre todo en Inglaterra, desde entonces, pero la definición que Belloc aportó sobre lo que debe ser una democracia representativa nos parece, salvo mejor criterio del amable lector, aún vigente. Decía Belloc que un sistema representativo se basa en tres premisas fundamentales:
- Debe haber absoluta libertad en la elección de los representantes.
- Los representantes deben responder ante sus representados y ante nadie más.
- Los representantes deben deliberar en absoluta libertad y con total independencia del poder ejecutivo.
El espíritu de estas tres condiciones básicas de la representación democrática tiene su reflejo en el articulado de nuestra Constitución, que dice en su artículo 67.2 que “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. El problema, como en tantas otras facetas (recuérdese, por su especial gravedad, el caso del sistema de la elección de los miembros del Tribunal Supremo y del Constitucional), no está en la Constitución, sino en su falta de cumplimiento. Se demuestra una vez más que para regenerar la democracia no es tan urgente cambiar la Constitución como cumplirla.
En este asunto particular, el punto de inflexión lo marcó el denominado “tamallazo”, en el que prensa dominante y partidos aprovecharon la ocasión para vendernos la especie de equiparar cualquier tipo de discrepancia con la “disciplina de partido” (concepto escandalosamente inconstitucional), por ejemplo una discrepancia de tipo moral, con una discrepancia oportunista e interesada. Consolidada ya la “disciplina de partido”, esto es lo que queda de los tres principios mencionados por Mr. Belloc:
- Los representantes son elegidos en la práctica por los partidos, y la elaboración de listas se convierte en el verdadero, al tiempo que opaco y misterioso, “beauty contest” de la democracia.
- Desde el momento que son elegidos, los representantes responden únicamente ante el jefe de su partido y de ningún modo ante sus electores.
- Los representantes votan exactamente lo que determine su partido, de modo que se convierten en algo así como organismos con estómago (coche oficial, dietas, secretaria o secretario, etc.) pero sin cabeza, y pobre del que ose siquiera moverla pues, como bien es sabido, no saldrá en la foto.
Un sistema con estas características difícilmente puede llamarse representativo, sino más bien, se corresponde con una estructura que se ha interpuesto entre electores y elegidos, así como entre el ejecutivo y el legislativo, usurpando las funciones de todos ellos. Y a esa estructura es a lo que Belloc denominó “el sistema de partidos”.
En estas condiciones, tan solo el votante en blanco puede decir que ha participado en el proceso electoral (lo que en algunos países es una obligación legal y en otros se considera un “deber cívico”) y al mismo tiempo que su “representante” (por el simple hecho de no existir) es el único que no se deja mangonear por el sistema de partidos, además de ser, con diferencia, el más austero.
Pero el sistema de partidos, nos recuerda Belloc, no es solo una cuestión política sino, ante todo, económica. Para muestra, un botón. Antes de ser elevado a las instituciones, Pablo Iglesias inmanentizó la escatología cristiana con su célebre “el cielo se toma por asalto”. Una vez que su partido “pilló cacho”, el rudo y metafórico AK-47 fue sustituido por un arma mucho más contundente: el presupuesto público. Al cielo se accede por la escalera de Jacob de la deuda pública, que en verdad anda ya por las nubes. Dicha deuda supondrá una carga muy pesada para nuestros hijos y nietos, lo que constituye un ejemplo nefasto de solidaridad intergeneracional. A corto plazo, si nadie lo remedia (y quien osara intentarlo se enfrentaría al consenso del sistema de partidos), nos llevará a la situación similar a la de Grecia.
Otra muestra preocupante del estado de la situación es el empleo abusivo del lenguaje. Los partidos se consideran “anti-fascistas”. Y en verdad lo son, pero tan solo en el sentido de considerar “fascista” a quien no piense como ellos. Son, todos estos, síntomas peligrosos. La denigración del oponente, al ampliación del Estado hasta alcanzar a todos los ámbitos de la vida privada de personas y familias, el “pan para hoy y hambre para mañana”, e incluso la propia obsesión por ver al partido convertido en órgano piramidal de obediencia fanática al supremo líder (¡la disciplina de partido!) integrado a ser posible en el Estado, son precisamente algunos de los rasgos más característicos de los regímenes fascistas, y en general totalitarios, que la historia por desgracia ha conocido. Y el sistema de partidos parece avanzar en todas esas direcciones, tal vez como única vía posible de consenso entre enemigos aparentemente irreconciliables, o tal vez por aquello que dijo el gran Santayana sobre las consecuencias del desconocimiento de la propia historia. Pero estas son hoy en día reflexiones sin sentido, de alguien que se preocupa sin necesidad, de un purista de los sistemas alejado de la realidad. De votante en blanco, en una palabra.

