En las Facultades de comunicación creo que se sigue enseñando el llamado síndrome del foso de orquesta. Este concepto fue definido por el asesor de Ronald Reagan y se podría explicar de esta forma: en un debate un político sube a un escenario y explica de manera efectiva y sesuda su programa. Causa buena impresión. En el momento de la réplica, su rival sube al escenario y en el tramo de escaleras resbala cayendo al foso de la orquesta. En este caso, los titulares del día siguiente se centrarán en el resbalón y no en el debate ni las medidas propuestas.
Hay ejemplos diversos: desde la cuenta de twitter de Trump hasta la mosca de Obama o el hijo de Bescansa en el Congreso. En la actualidad española hay algunas figuras que saben de este fenómeno y juegan con él a su voluntad. Sin ese foso de orquesta no hubiera sido posible, por otra parte, el nacimiento de la posverdad, y la ideologización de cualquier concepto, incluso el de la vida humana.
Esta semana se cumplen veinte años de unos acontecimientos que cambiaron a España para siempre. Tras 532 días de cautiverio se conseguía la liberación de José Antonio Ortega Lara. La alegría duraba poco, a los pocos días era secuestrado y asesinado Miguel Ángel Blanco. Ahora no han tardado en surgir voces desde el foso que anteriormente analizamos: negación al homenaje, mensajes hirientes en redes sociales, lo de siempre. El relativismo posmoderno (tan particularmente entendido en este país) conduce inevitablemente a la banalización del mal, a la ideologización del horror.


Ortega Lara fue encontrado en un zulo bajo una nave industrial. Año y medio de secuestro y tortura. En un agujero de 3 metros de largo por 2,5 de ancho y 1,8 de alto el funcionario de prisiones vivió el horror de ser secuestrado por la banda terrorista ETA. Perdió 23 kilos, la dignidad y la cabeza a punta de pistola. 532 días con sus respectivas noches en las que su hijo se acostó siempre preguntando: ¿Mamá, por qué no vuelve papá?
En el operativo de su liberación, los Guardias Civiles describieron el escenario como las imágenes de los presos en la Guerra de Vietnam. Asustado ante tanto revuelo y voces desconocidas, cuando abrieron el agujero en el que se encontraba, José Antonio, con el hilillo de voz que le quedaba, sólo pudo exclamar: ¡Matadme, matadme de una puta vez! Esperaba, quizás, que la muerte le liberase de su tortura.
Poco después, el 10 de julio de 1997 a las cuatro de la tarde suena el teléfono de la secretaria del Ministro del Interior: Hijos de puta, lo de Ortega Lara lo vais a pagar. ¡Gora Euskadi Askatuta!
Había sido secuestrado Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en Ermua, Vizcaya. Bajo el pretexto de un chantaje al Gobierno pidiendo el acercamiento de presos de ETA a las cárceles del País Vasco, se puso en funcionamiento lo que las autoridades definieron como un asesinato a cámara lenta.
La esperanza seguía viva, en los ojos de la familia y de toda España. La esperanza de que no fuera ejecutado.
Lo que pasó hace veinte años no se debe olvidar, no se puede borrar. No se pueden olvidar las manos blancas de millones de personas, ni cómo se arrodillaban en las calles diciéndole a ETA: aquí tenéis mi nuca, porque yo también soy Miguel Ángel Blanco. No se ha de olvidar que en un lado había chantajistas y criminales, en otro chantajeados y España diciendo Basta ya. No se puede olvidar. Porque si se hace, se diluye una verdad desnuda y fría pero real: había unos que mataban y otros que morían.