Esta vez sí. Albert Rivera ha muerto políticamente después de trece años de esquelas que tuvieron que ser tiradas a la basura justo antes de ser publicadas. A unos pocos días de cumplir cuarenta años. La “nueva política” se ha cobrado su primera pieza. Es un ejemplo ilustrativo de su principal característica: la velocidad. Los ciclos se abren y se cierran en meses. Las situaciones no se asientan. El relato político consiste en una sucesión de giros que vuelcan por completo el panorama. La lógica de las series de televisión aplicada a la realidad. Convendría levantar el pie del acelerador. España merece una temporada serena dominada por la rutina.
Antes de consumarse la debacle de Ciudadanos, tenía pensado un artículo sobre
la estrategia de Rivera. Trazaba un paralelismo con Coca-Cola en el que Marcos
de Quinto no tenía nada que ver. Iba más o menos así: en 1985, la compañía
decidió reinventar el refresco. Su “fórmula”, tantas veces puesta
como ejemplo de invento redondo, les había dejado de parecer atractiva. Los
estudios de mercado basados en cata ciega indicaron que el público se inclinaba
hacía el sabor más dulzón de Pepsi. La firma rival les estaba empezando a comer
mucho terreno, especialmente en el supermercado. De este modo, lanzaron New
Coke. Fue un fracaso instantáneo que aportó un arsenal de chistes a Johnny
Carson o David Letterman. A día de hoy es uno de los casos prácticos favoritos
de las escuelas de negocios. Coca-Cola, que se lo jugó todo parando la
producción de la receta original, tuvo que relanzarla al mercado a los dos
meses con el nombre de Coca-Cola Classic.
Rivera también le cambió el sabor a Ciudadanos. Se dejó llevar por los tiempos y pisó el acelerador. A 200 llegas más rápido. Pero, como cojas mal una curva, te quedas en el sitio. No es fácil ordenar las ideas para intentar encontrarle una explicación. De 57 diputados a diez en siete meses. No vamos a llegar a conclusiones definitivas sobre el qué ha ocurrido. Pero sí podemos dibujar algunas ideas que señalen el camino.
Ciudadanos renunció al centro. Es un activo de valor incalculable que los partidos buscan en determinados momentos y que a esa formación le venía de serie. Lo tenía de nacimiento. Por alguna razón que ignoro, cunde la idea de que el centrismo lleva aparejada la condición de partido-bisagra. Que desde ahí no se puede aspirar al Gobierno. Los de Rivera confundieron sustituir al PP en posición de fuerza con hacerlo en el plano ideológico.
El fondo de sus decisiones nunca ha sido tan desacertado como sus formas. El discurso del partido llegó a ser de una tosquedad casi obscena. Era lógico que su jugada inicial fuese ser la oposición a Sánchez. Tenían a tiro de piedra ensombrecer en esa función a un PP con el que estaba prácticamente parejo en fuerza parlamentaria y que había quedado en shock tras la hecatombe de primavera. Pero su “no es no” fue de una visceralidad incómoda para el votante-tipo. (Que no es el del asistente-tipo a los mítines). Era obvio que Sánchez prefería a Unidas Podemos y a los separatistas. Ahora se ha visto. Pero no puedes basar toda tu postura en un debate de investidura al concepto “La banda de Sánchez”. Hay cierta complejidad en la idea como para quedar resumida en lo que suena a título de alguna de esas series infantiles de Chespirito que veíamos por Galavisión. El no acudir a las llamadas del candidato designado por el Rey entró en el territorio del macarrismo político.
Por eso, la posición inicial debió ser más flexible y la oportunidad abierta cuando las negociaciones se atascaron aprovechada. Una cuestión de estilo. Sánchez se hubiese retratado y la sombra de la culpa por el bloqueo sólo se hubiese proyectado en su lado. Algunos analistas señalaron que la rotunda negativa ya estaba en la previa de abril. Es cierto. Me temo que en ese voto pesó muy poco el escenario postelectoral, auténtica obsesión de Rivera cuando llega la campaña de unas generales. Una legislatura con 57 diputados era un bien demasiado preciado. La repetición de elecciones ponía ese tesoro en un riesgo innecesario. Cuando se dieron pasos para intentar evitarlo ya era demasiado tarde.
Además, dicha flexibilidad le habría permitido jugar un rol mucho más activo en las elecciones de mayo. La sorprendente recuperación del PP apenas un mes del desastre fue suficiente como para imponerse a los liberales en todas las plazas. Rivera había hipotecado su postura de antemano. Así las cosas, carecía casi de margen de maniobra para hacer algo distinto a reforzar la imagen institucional de sus rivales añadiendo en la ecuación el apoyo externo de Vox. Lo que era un exotismo andaluz más o menos justificable en aras de un cambio político se convertía en una norma.
Entronca con todo lo anterior una progresiva infantilización del discurso y los mensajes. Ciudadanos no podía ser un partido para la élite intelectual que lo alumbró. Pero conviene tener en más alta estima a la inteligencia de tu electorado potencial. La campaña de noviembre parecía sacada del guión más delirante de Mariano Ozores. Perritos de postal, etiquetas de charcutería y pachangas de solteros contra casados eran casi las únicas ideas que se pusieron en circulación. Una campaña en camiseta. Ya había habido algún aviso de esta tendencia en los días de vino y rosas. En mayo de 2018, el partido organizó un acto en Madrid para presentar una plataforma (otra más) llamada España Ciudadana. La cosa transcurría bajo una estructura émula de los programas de variedades de José Luis Moreno. Que Marta Sánchez cante el himno español con letra puede quedar bonito como broche. Pero fue lo único tangible que salió de aquello.
Ciudadanos se convirtió en un partido ensimismado. Perdió toda conexión con la calle, víctima de esa red de susurradores que terminan por merodear en todas las formaciones. El argumentario se convertía en dogma. Es un mal común en la política española. Al final, acabas confundiendo a los militantes y a los acérrimos con los votantes. Hoy ya sabrán que no son lo mismo. Sirvan de ejemplo los politólogos que les han rodeado. Escucharlos en el podcast Extremo Centro revela que son brillantísimos y muy divertidos. Pero también evidencia un sectarismo capaz de mirar de tú a tú a La Tuerka. Es innegable que Ciudadanos ha sufrido campañas en contra desde el primer día. Por lo tanto ya era así cuando las cosas salían bien. El refugio en toda clase de teorías conspirativas denotaba una percepción algo atrofiada de la realidad.
El desastre del 10-N ha tenido un epílogo luminoso en la despedida de Rivera. En tiempo y forma. Con un discurso que fue una magnífica pieza oratoria. Vibrante y sin hacer ascos a un componente emocional que, esta vez sí, era pertinente.
¿Y ahora qué? Cualquiera hace un pronóstico. Respecto al partido: diez diputados son cruelmente pocos comparados con los 57 que no llegaron a vivir una legislatura en condiciones. Pero algo son. Con un/a buen/a portavoz, permiten tener espacio en el debate público que emana desde la cámara. Son menos que los que tuvo Adolfo Suárez en 1986 y 1989. Pero el doble de los de Rosa Díez en 2011. Las elecciones son cada vez más la foto del día concreto en que se celebran. Sepa Dios en qué postura le pilla a cada uno la siguiente vez que demos al “pause” a la montaña rusa para hacer la próxima instantánea. La derecha política y mediática que jamás entendió a Ciudadanos ya aboga, tras el raca raca del España Suma, por una rápida absorción. Si hay que acabar, por lo menos que no sea diluido, pensará alguno.
¿Y Rivera? Imaginen un escenario de bloqueo dentro de diez, quince, veinte años. Qué gran candidato de consenso entre los partidos que entonces existan puede ser Albert Rivera. Quien pudo sobrevivir a Libertas bien puede ser capaz de resucitar. A alguno le vendrá una rumba catalana a la cabeza. No estaba muerto, que estaba tomando… Coca Cola Classic.