Nunca fue buena idea tomar decisiones importantes cuando uno ha bebido algo más de la cuenta, al igual que tampoco lo es compartir las propias intimidades con los compañeros de borrachera o atender a sus consejos. Todo el que acostumbre a salir de vez en cuando por las noches a divertirse un rato (quizá los que solían hacerlo lo recuerden también) sabe que, a esas horas, todos los gatos son pardos; los amigos, íntimos; los enemigos, antagónicos y las reflexiones, grandilocuentes y poderosamente atractivas.
Ocurre que, de vez en cuando, en esos momentos de euforia o depresión, alguien decide que es el momento de arreglar las cosas con su anterior pareja llamándole –borracho– a altas horas de la madrugada, llega a la conclusión de que es hora de someterse a un cambio de ‘look’, o comete la estupidez de demostrar que es capaz de saltar de un balcón a otro.
El actual marco legal en el que vivimos desde 1978, la Carta Magna, la Constitución, pese a tener sus imperfecciones ha demostrado ser una herramienta relativamente efectiva para la convivencia en España durante un largo periodo de tiempo, teniendo en cuenta la historia del país. Sin embargo, el contexto en el que fue forjada, no fue, cómo se ha pretendido, un milagro político, ni mérito exclusivo de una clase política –hay que reconocerlo– más competente que la actual.
España era en 1975 una sociedad exhausta, en estado de resaca, consumida por más de tres décadas de dictadura, una guerra civil, una república fallida y, sobre todo, una cogorza monumental a base de sangre, de resentimientos y de tratar de hacer revolución –que no política– a base de las ideas que nos venían de Europa, fueran el comunismo, el fascismo, el socialismo o el nacionalismo. Cada uno con su cóctel particular.
Así, como aquel que se levanta al día siguiente, hecho un asco, y se encuentra con el desastre en el salón de su casa, a España le tocó hacer limpieza, reparar en la medida de lo posible los daños y las barbaridades cometidas durante la orgía nocturna y adoptar el firme propósito de, en adelante, mantener la cabeza lo más despejada posible.
Podría ocurrir que el día de mañana amanezca y descubramos que la chica en cuestión no era tan guapa
Ahora se nos propone reemprender esa tarea –reformar la Constitución– a la luz de las amenazas que se ciernen sobre España desde los últimos años, y bajo el influjo de las que ya nos han alcanzado. La durísima crisis económica que sufrimos desde hace ya demasiado tiempo, la polarización ideológica de los partidos, la corrupción y la decepción generalizada ante unas promesas que poco tenían de políticas (la justicia universal y el bienestar, como si estuvieran al alcance de la ley) han creado un caldo de cultivo –más bien un cargadísimo ponche– en el que volver a embriagarnos.
Podría ocurrir que el día de mañana amanezca y descubramos que la chica en cuestión no era tan guapa, que los amigos nos tomaron el pelo, que los malos no lo eran tanto o que, efectivamente, el balcón estaba demasiado lejos para alcanzarlo de un salto. Con suerte, todavía podremos disculparnos y reparar el estropicio, o nos habremos roto las dos piernas. Eso sí, con mucha suerte.
“Decía Hegel que nada importante se ha hecho nunca en el mundo si no lo ha hecho la pasión. Pero bien entendido, añade, la pasión… fría. La otra, el fácil apasionamiento que nos arrebata un momento, no ha servido nunca para nada estimable. La auténtica pasión creadora de historia es un fervor recóndito, tan seguro de sí mismo, tan firme en su designio, que no teme perder calorías por buscar el auxilio de las dos cosas más gélidas que hay en el mundo: la clara reflexión y la firme voluntad.” José Ortega y Gasset, ‘Es preciso rectificar el perfil de la República’, 1931.
Un brindis a su salud y recuerden: beban con moderación.