Entre los múltiples motivos para no votar a la formación de Pablo Iglesias hay uno que, sorprendentemente, nunca se esgrime. Se habla del posible desastre económico, del caos social y de otros males propios del populismo. Pero Podemos también rinde un culto activo a la fealdad.
A primera vista, el criterio estético aplicado a la política podría parecer frívolo, cuando no irrelevante o reduccionista. Esto sería cierto si se tratara de un mal gusto espontáneo, pero ojo: estamos ante una práctica ensayada y perfeccionada de la fealdad.
Todo el mundo sabe a qué me refiero. Presentarse el primer día de trabajo en el Congreso como quien viene de pasear al perro, dejar la corbata en el baño de la Zarzuela a la hora de reunirse con el Rey o ir a alquilar un ‘smoking’ para codearse con la farándula semi-zapateril en la última entrega de los Goya, son solo algunos episodios recientes.
En un burdo intento por lograr una apariencia de austeridad, los candidatos de Podemos siempre utilizan tonos apagados y combinaciones cromáticas imposibles. Azul marino con marrón, negro con morado etc. Y el horrendo calzado alpino; esas botas tan prácticas para la montaña como absurdas para la ciudad. De los aros, bolitas metálicas en cartílagos y demás avalorios muy à la mode en las pasarelas de Mordor, mejor no hablemos. Camisetas tristes, barbas desaliñadas y chaquetas de corte infame completan el trabajado look podemita. La reincidencia de este uniforme no deja lugar a dudas: no se trata de una casualidad, sino de una tendencia instaurada.
Llegados a este punto, el lector relativista habrá abandonado el artículo. Y no pienso tratar de recuperarlo. La belleza no es subjetiva, lo siento. Puede que lo agradable lo sea; la belleza, en cambio, reúne una serie de cualidades objetivas que no dependen del cristal con que se mire. De cualquier modo, la percepción de lo bello/feo se produce de manera intuitiva, sin necesidad de una fundamentación previa.
Pero no nos quedemos en la superficie. ¿A qué responde esta búsqueda voluntaria y autoconsciente de la fealdad? A una estrategia política y comunicativa, por supuesto. Es la cutrez como declaración ideológica.
Mediante este perpetuo simulacro de falsa sobriedad, estos malabaristas de la imagen pretenden igualarse con el pueblo. Tal es la baja y despreciativa concepción que en verdad tienen de la gente: “vistamos mal, que vean que somos de los suyos”.
Vistamos mal, que vean que somos de los suyos.
Una estrategia típica de la extrema izquierda cuyo mayor exponente lo encontramos en el movimiento abertzale. Y que revela hasta qué punto, en lo más profundo de sus corazones, no esperan nada del pueblo en cuyo nombre hablan, pues no lo creen capaz de nada bello ni elevado.
El primer escalón de la demagogia, en efecto, no está en el discurso económico, social o territorial. Sino en el estético. Un discurso que, a la vez que pretende seducir al pueblo, lo rebaja, pues confunde intencionalmente lo modesto con lo feo y lo pudiente (la casta) con lo bello. Presupone, en definitiva, que sólo el adinerado puede aspirar a lo hermoso.
Pero, ¿y si el pueblo tuviera mejor gusto del que ellos piensan? ¿Y si existiera un insospechado nicho de votantes estetas? Ciudadanos que desconfían del rechazo a la belleza como estandarte ideológico. Personas llanas, trabajadoras… y que prefieren lo hermoso a lo feo.
La belleza no es garantía infalible de bondad. Pero quien tanto ama lo feo, termina haciendo cosas muy feas. No ignoremos el estrecho vínculo entre ética y estética; ambas se inspiran mutuamente. Por eso resulta más urgente que nunca cultivar la sensibilidad de la ciudadanía. Puede que el destino de las naciones se juegue en la capacidad de sus gentes para apreciar la elegancia y la armonía allá donde estén, y en el valor para protegerlas.
Si votáramos con un poquito más de clase -en el sentido profundo de la palabra-, España iría mejor.