Si alguien espera leer una historia de las dos Españas o un relato de franquistas y anti-franquistas, no encontrará tal cosa en esta “pieza”. Esta es la historia de Fabio y Pedro, o de Pedro y Fabio. Fabio y Pedro no fueron dos destacados representantes de la Movida. Fueron la Movida. Y su suerte ha sido tan radicalmente dispar que casi nos permite mirar hacia esos años con filosófica nostalgia, con cierta admiración por la sabiduría de un destino que ha llenado el tiempo de curiosos matices. Matices bizarros y abstractos, pero con un insólito sentido existencial. Matices y recovecos de historias que ni el más intrépido novelista hubiera podido imaginar.
Partiendo de un común y compartido espíritu libertino, Pedro conoció el éxito, las mieles del triunfo, supo hacer de su espíritu rebelde un medio de expresión para las masas, riéndose de lo divino y, hasta cierto punto, de lo humano. A Fabio, en cambio, el éxito le pasó de lado y ahora le llegan, ay, las hieles del ostracismo y la censura pública. Todo a raíz de unas declaraciones sobre uno de esos temas con los que se pretende distraer la atención respecto de los problemas de verdad: el Valle de los Caídos. Estas declaraciones no han de ser vistas como un discurso político, sino como la performance definitiva de un artista total.
Que nadie se confunda. Por mucho que ellos puedan decir, ni Pedro es ningún arquetipo de antifranquista (su alma católica se parece más a la de una vieja encajera de bolillos de Almagro que a la de una femen), ni el libertino Fabio es realmente franquista. Su postureo se parece más bien al de dos muchachos que, ante un baúl de disfraces, viendo uno que su amigo ha cogido el de Peter Pan, escoge, para poder estirar todo lo posible el chicle del juego de la amistad, el del Capitán Garfio.
Cuando decimos que Fabio no es franquista, no deseamos contradecir aquello que él mismo manifiesta jubilosamente ante la cámara buscona de TV3. Queremos poner de manifiesto algo evidente: Franco hubiera reprimido a Fabio. Pero Fabio sabe que la verdadera libertad no puede ejercerse respecto a quien te hubiera reprimido en el pasado, sino tan solo ante quien puede reprimirte actualmente. La libertad se vive en el presente, y no consiste en un argumento fácil con el que contentar y halagar la imagen propia, sino en sentir como una bocanada de aire puro llena con inocente frescura el habitáculo interior de un espíritu impoluto.


Llega un Fabio libre y salvaje, pues solo se puede ser libre desde la radicalidad, es decir, desde la negación de todo aquello que te hace amigo del mundo. Pero el mundo, como el demonio, no admite la neutralidad: o estás con él o contra él. Así, la libertad, tesoro de dioses y ermitaños, tiene un precio. Se acabaron para Fabio las subvenciones, las tertulias, las colaboraciones retribuidas e incluso, si alguna vez hubiera querido pedirlas, las limosnas pues, ¿quién se atreverá a ayudar al fugitivo, a riesgo de ser proscrito él también?
Los hijos de los que llamaban a Fabio “marica” en el colegio (“con el culo del revés…”) le llaman ahora “fascista” en las redes sociales (“… el que lo dice lo es”). Es el precio de la libertad, pero, una vez pagado, con gran sufrimiento del mundano cuerpo, ¿no adquiere el alma más ligereza y vigor? Ese Fabio echado al monte, contra corriente, respirando el aire puro de la soledad, podrá tal vez sentir, aunque sea por un tiempo, la plenitud de quien carece de ataduras para con el ingrato mundo. ¿Y no era ese, en cierto modo, el espíritu mismo de aquello que se vino a llamar “la Movida”?
Pedro, en cambio, lo ve todo desde su atalaya, con la expectación o el desinterés de quien alguna vez, antes de ascender al Olimpo, perteneció a ese mundo que sigue bailando el mismo absurdo son. Más, ¡cuán lejos de la felicidad puede llegar a estar tal situación! Y qué decir del sufrimiento de la insoportable materialidad del mito. El acoso de los fans, el ruidoso tamboreo de los pelotas, tanta gente a la que contentar y tan poco tiempo para pensar en lo que realmente se quiere hacer y ser. Seguro que en tal situación, lo que más se añora es, precisamente, la libertad.
Pedro representa la Movida en su apoteosis. Pero inevitable es que cuando algo eclosiona y se expande hacia el infinito y sus contornos, pierda por el camino algo de su esencia. Todo lo que se masifica, de algún modo se vulgariza. En este caso, lo que se pierde por el camino es lo más accesorio, lo menos de moda, algo incluso molesto cuando se toma en serio: la libertad.
Fabio es la Movida en espíritu. Es un contestatario radical. Nadie puede darle instrucciones sobre lo que se puede decir o pensar. Es más, dirá, y tal vez pensará, justo aquello que crea que no puede decirse ni pensarse. Y sentir el ruido de la persecución del estado y sus esbirros, pagados o idiotizados, no es sino recrear aquella tonta sensación de libertad ochentera que solo puede vivirse contra corriente. ¿Qué más dará que quienes te persiguen sean grises o multicolores? Lo importante, la esencia del juego, es que te persigan. Y mientras haya gente dispuesta a perseguir, harán falta libertinos que corran delante y les desenmascaren y les hagan, de paso, un favor: el de poder verse ante el espejo de su propia intolerancia.
Seguramente Fabio habrá añorado, en algún momento, el éxito de su amigo y compañero Pedro. Pero, ¿quién nos puede asegurar que Pedro, desde su promontorio, no añora el viejo espíritu libertino y contestatario que aún hoy sigue radicalmente vivo en Fabio?

