Era uno de nuestros pasatiempos favoritos en primero de carrera. La hoja de asistencia, un folio en blanco que teníamos que ir completando con nuestros nombres, ofrecía un sinfín de posibilidades para el gamberrismo ingenuo. Junto a las identidades reales –no era cosa de ir a clase para nada- se iban añadiendo otras, que podían ir del juego de palabras de patio de guardería –Paco Mer- a cualquier celebridad evocada entre risas por el más absurdo motivo en el último descanso.
No me acuerdo de casi nada de sus lecciones, pero sí del momento en que, pasando lista con la citada hoja como toda fuente, un prestigioso profesor de Economía pronunció el nombre de Michelle McCainn (aquella oronda cantante de la Orquesta Mondragón, entonces en efímero revival por su condición de jurado en un “talent” de medio pelo) esperando obtener una respuesta.
El pasado lunes, durante la votación efectuada en el Congreso para elegir al consejo de la Corporación RTVE, un diputado –no sabemos quién ni de qué partido[1], ventajas de que fuera mediante papeleta en urna- decidió escribir el nombre de Lauren Postigo. El peculiar divulgador musical falleció en 2006. Quizá por la cosa de hacer valer que es la cámara alta, el Senado registró en la misma votación, un día después, sendos votos para David Bisbal y Federico Jiménez Losantos.
Nos hemos pasado años señalando la decadencia de nuestra clase política. Y ahora resulta que los próceres emanados de las generales de 2016 consideran graciosísimo marcarse una travesura en el cumplimiento de sus deberes. La regeneración era esto.
Traería a colación cuáles son las obligaciones de sus señorías y las tablas con sus remuneraciones. Pero está demasiado trillado. Creo que además del hecho en sí pesa la relativa indiferencia, cuando no condescendencia, con la que ha sido recibido. ¿Qué pasa? ¿Que después de fiscalizar -con todo motivo- sus vacaciones, las fechas de los plenos o la querencia por juegos de smartphone, ahora vamos a pasar por alto que pugnen por ser el gracioso de la clase?
Cambiaría muchas cosas de mi primera juventud. Pero no puedo dejar de sonreír al recordar aquellas competiciones por ver quién conseguía colar el nombre más disparatado en la hoja de firmas. Es lo que tienen los estudiantes de primero; están entre los 18 y los 19 años tienen derecho a ser idiotas. (¿Se puede ser otra cosa a esa edad?). El psicólogo Dan Kiley bautizó como “síndrome de Peter Pan” a aquel que padecen determinados adultos que se niegan a dejar de ser hijos para empezar a ser padres. También de la patria, por lo que parece.
[1] Sí que no pudo tratarse de nadie de Ciudadanos, formación que no participó en la votación para expresar su desacuerdo con el procedimiento.

