Hay una pregunta que desde ayer por la noche retumba con fuerza en las redes sociales, tras conocerse el salto adelante del PP en las urnas en las elecciones generales de este 26 de junio: ¿Por qué?
Mariano Rajoy y el PP, quizá uno de los candidatos y uno de los partidos con los defectos más a la vista de todos los ciudadanos, ha sido el único ganador de la noche. Mientras los demás líderes y formaciones han retrocedido en apoyo o se han mantenido a duras penas, el partido del Gobierno (que ya ganó las anteriores elecciones) no solo ha revalidado su mayoría sino que, contra todo pronóstico, la ha ampliado cómodamente.
Se lamenta tantísima gente, entre ellos muchos de quienes pululan por Facebook y Twitter, de que los españoles “han preferido los recortes, la LOMCE y la corrupción” a un “Gobierno de progreso”, como si fuera esta la más irracional y estúpida de las opciones posibles.
Ocurre, sin embargo, que “progreso” es una mala piedra de apoyo en la que sostener un Gobierno, especialmente cuando para constituirlo hay que echar al caldero los programas y aspiraciones de fuerzas políticas muy diversas. ¿Progreso hacia dónde? Progreso no significa nada si no se sabe hacia dónde se mirará tras los pactos.
Progreso no significa nada si no se sabe hacia dónde se mirará tras los pactos.
Dicen que quien ha ganado las elecciones no ha sido el PP sino el miedo. Es posible. Pero lo único que ha hecho que el actual Gobierno pueda rentabilizar el miedo en estos comicios es que, para la mayoría del electorado, el Partido Popular sigue siendo un refugio mucho más fiable (con todas sus miserias) que coquetear con entusiastas dispuestos a unirse en matrimonio con las más extrañas compañías y a tragar cualquier mejunje que salga del caldero de los pactos. ¡Pues vaya progreso! Los experimentos, en definitiva, mejor con Coca-Cola.
¡Ojo! Hay que gestionar la frustración social
Dicho todo lo dicho, queda decir una cosa más, lanzar una advertencia: señores del Partido Popular, no se suban a los laureles, porque la victoria conseguida este domingo apenas ha sido una matización del fracaso que obtuvieron el 20 de diciembre.
Lo ocurrido en 2011 y, de nuevo, en 2016, viene a demostrar que el PP de los últimos tiempos solo remonta cuando se alinean las estrellas y aparece una amenaza mayor que la que él mismo supone. Es mucho suponer que el 33,03% de los votantes que han depositado en las urnas la papeleta del PP se hayan olvidado milagrosamente del estigma que, con más o menos razón, carga el partido sobre sus espaldas.
Sea esta una victoria amarga para los populares y, ahora que ya no necesitan pedir el voto, emprendan el trabajo que deberían haber llevado a cabo mucho antes para sanear el partido y hacer méritos para volver a ganarse el favor de las urnas que, por ahora, está más que en entredicho.
El PP tiene un plazo corto de tiempo para actuar: si espera más de lo debido, serán sus hipotéticos aliados de Gobierno quienes se llevarán el mérito de haber forzado una renovación en casa ajena.
Si, en cambio, decide esperar a que se olviden los muchos fardos que pesan sobre él, será como solidificar la peligrosa divergencia que desde hace un año viene produciéndose en el país y que ha dado lugar ya a episodios de desacato y conatos de violencia (por ahora solo política). Solo un PP renovado puede tender puentes a las fuerzas políticas de centro y ganarse el respeto de buena parte de una población que, si bien quizá no llegue a votarle, no debe en ningún caso ser abandonada al vaivén de la frustración.