Ayer, a medio día, pudimos ser testigos de la entrada en vigor de la Ley de Transparencia. Cuando comenzó la legislatura, España se quedó sola siendo el único país en Europa con más de un millón de habitantes que todavía no había implementado una legislación así. La expectación en torno al nuevo portal abierto, ha sido colapsado por sus críticas ante la pequeña información y de difícil acceso que proporciona. Quizá por ello, aunque nos hayamos sumado al centenar de países que cuentan con este tipo de leyes, sus carencias nos han dejado en la posición 64 en el ranking (este ranking es llevado por las asociaciones Access Info Europe y The Centre for Law and Democracy con el fin de proteger el derecho al acceso de la información).
Es evidente que el límite de la transparencia está en el compromiso con la seguridad del Estado. Esperemos que eso no sea un coladero y que, realmente, se empiece a ser honestos con los datos que se manejan. El sólo hecho de que el Presidente del Consejo de la Transparencia sea nombrado por el Ministro de Hacienda hace que la independencia del organismo se vea seriamente comprometida. Y estoy siendo suave.
Con todo, lo cierto es que es un paso adelante. Podrá resultar mediocre a ojos de muchos, pero es un primer ladrillo para la construcción un muro contra la corrupción. Y el que quiera alargar la mano, cada vez la extenderá menos. Porque –para bien o para mal– en España sólo avanzamos cuando algo pasa y la corrupción ha afectado a casi todos los colores e ideologías. Conforme esto se vaya instalando en el día a día de la sociedad española, va a costar más que las instituciones se resistan.