El atracón de fechas históricas terminó (¡por fin!) este jueves con las elecciones catalanas y hay ya quien ha hecho un llamamiento a poner en cuarentena el “procés”, al menos en la conversación pública. “He vuelto a hablar de series con mis amigos”, decía aliviada una tal Ana en un periódico digital.
Al margen de las interpretaciones más en detalle que se puedan extraer de los resultados, como la abrumadora diferencia de voto entre campo y ciudad, hay algo que resulta evidente: no hay una mayoría parlamentaria posible que permita “secuestrar” el procés y neutralizarlo a base de escaños, y la mayoría independentista que sí hay, está respaldada por menos de la mitad de la población y se sitúa exactamente donde estaba el 5 de septiembre, con algunas bajas por el camino y una experiencia traumática que no se olvidará en décadas.
Conclusión: una victoria política para los rupturistas, una victoria moral para los partidarios de la unidad en la legalidad.
Son unos resultados que, mirados con honestidad, no terminan de gustar a nadie (es cierto que a algunos, menos que a nadie) porque vienen a mostrar que no hay atajos, que la solución al conflicto en la región solo pasa por un ejercicio de realismo político que hasta ahora se nos ha negado por conveniencia electoral.


Desgraciadamente, los deberes que impone la historia no necesariamente coinciden con la disponibilidad de talento político. Si tomáramos como muestra fiable lo que se ha visto durante la campaña electoral -quisiera creer que los mensajes de campaña son tan representativos del producto como la publicidad de perfumes- habría que reconocer que nos espera todavía una temporada más o menos larga de vivir en el solipsismo político de quienes creen que pueden vivir instalados para siempre en su propio “relato”, a salvo de las exigencias de la realidad.
La tensión que queda
Todavía hay leña para alimentar al monstruo. En la agenda mediática del independentismo quedan bastantes hitos con que azuzar a las masas: el regreso del “president” y su obligada detención, la escenita de la jura de la Constitución tan pronto se forme un Govern, la suspensión del artículo 155 (que se venderá como una victoria del independentismo, como si no hubiese sucedido de todos modos), el juicio a los encausados… Y otros muchos trending topics para mantener viva la hoguera.
No obstante, todo ello no puede ni debe ocultar el hecho de que, a día de hoy, no hay una propuesta, una nueva hoja de ruta, para los partidarios de la independencia. No hemos escuchado vías alternativas a la ilegalidad entre los partidarios de la independencia, y resulta difícil imaginar un nuevo 1-O tras el fiasco más grande de la historia del catalanismo: ni había estructuras de Estado, ni se produjo el apoyo internacional prometido, ni la política española era tan débil como para no ser capaz de articular una respuesta suficiente al desafío.
Lo que sí se ha conseguido es, en primer lugar, provocar una reacción suficientemente contundente como para que la acostumbrada connivencia con los excesos de un gobierno regional con ínfulas no sea ya una opción ni para el gobierno estatal ni para la oposición autonómica. El batacazo del PP de este jueves (pues el PPC lleva décadas neutralizado para no entorpecer la política nacional) garantiza una presión adicional sobre Rajoy que Arrimadas y Rivera se encargarán de ejercer desde sus respectivos parlamentos.
Los independentistas no han caído, el relato sí
En segundo lugar, dejar fuera del juego del independentismo buena parte del relato en el que hasta ahora se había sostenido su discurso sobre la ruptura de la legalidad: empezando por las consecuencias económicas y continuando por la promesa de que proclamar la independencia no era más que saltar de una legalidad (la española) para aterrizar delicadamente en otra (la europea). El número de independentistas no ha menguado, es cierto, pero el discurso se ha recortado de modo considerable.
Tan delicada es la situación y tan alta la tensión disponible que cuesta imaginar de qué otro modo podría llegarse a algo si no es con realismo político y negociación dentro del marco de competencias que la ley establece. La otra opción, pretender que se puede vivir en el sueño de una independencia sin conflicto o en la imaginación de una victoria sin fuerzas, ya se ha demostrado ilusoria. Es una obligación.

