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La Ley al margen de la ley: la insumisión en España

En Cultura política/España por

En 1960, uno de los juristas y filósofos políticos del nazismo, Carl Schmitt, salió en defensa de la democracia ante lo que interpretó como un regreso a las actitudes que permitieron a Hitler cometer las mayores atrocidades en defensa del “más alto valor”, la raza alemana. Lo hizo en una conferencia titulada La tiranía de los valores, en la que advertía de la tremenda imprudencia en que algunos juristas alemanes venían incurriendo durante las últimas décadas al introducir los “valores” descubiertos por la filosofía no solo en las leyes sino incluso en sus decisiones jurídicas, allí donde la ley establecida no alcanzaba a permitir una decisión judicial.

Según Schmitt, el peligro consistía en que “el impulso hacia la validez del valor es irresistible y la contienda de quienes valoran, inevitable“. Un sistema judicial y una política que fundamentase su acción en la lógica del valor, en lugar de en la ley positiva (la aprobada por el poder legislativo) caería en el razonamiento según el cual “el precio más elevado nunca puede ser muy alto para el valor más elevado y tiene que ser pagado”.

En 2016, España acumula ya cierto recorrido de episodios de “insumisión” que se legitiman y se argumentan, como entonces, en una “Ley” al margen de la ley, en un “valor” que en la mayor parte de los casos toma la forma de los viejos monstruos míticos del colectivismo político (desde el “Pueblo” –catalán, vasco o sin apellidos– hasta la “España-Patria” metafísica de la derecha más rancia), a veces camuflados como nuevos ( “los de abajo” y “los de arriba”).

En el caso de Cataluña, la insumisión aparece como única defensa posible de la “libertad” de un “Pueblo” frente a la menudencia de una ley que constriñe sus “derechos democráticos”, por lo que el bien mayor de dichos valores (que es lo que son al fin y al cabo) no solo legitima sino que obliga al “buen demócrata” a saltarse cualquier norma, derecho o incluso valor –¿eventualmente personas?– que se interpongan en su camino.

No en balde, tanto Schmitt como Weber vaticinaron que:

«Todo valor tiene la tendencia (como poder determinante o selectivo de la sensibilidad humana al valor) de erigirse en único tirano del ethos humano en su totalidad y, de hecho, a costa de otros valores, incluso aquellos que no se le oponen diametralmente.»

Pero no se trata de un fenómeno exclusivo del nacionalismo catalán, lo mismo ocurre en las comunidades autónomas gobernadas por el PSOE en relación a la LOMCE, en el País Vasco con la inhabiltación de Otegi para ocupar cargos públicos, con las órdenes judiciales de desahucio paralizadas por la fuerza, con el robo de datos de bancos para denunciar a defraudadores, con los asaltos multitudinarios a supermercados en nombre del pueblo y con otros muchos fenómenos que bajo la perspectiva de la defensa de un valor –porque la mayoría de ellos, no todos, defienden valores nobles y sanos– tiran por tierra una dimensión, la de lo jurídico y lo político, que confunden como un obstáculo.

Todo valor tiende a convertirse en el único tirano de la ética humana a costa de los demás valores. C.S.

¿Cómo ha llegado a ocurrir que el espacio de lo político, el imperio de la ley, se convirtió en un obstáculo a ojos de la ciudadanía? Se me ocurren dos respuestas rápidas. La primera: un escenario en el que el “Estado Social y de Derecho” que propugna la Constitución Española ha sido puesto a prueba hasta el extremo, demostrándose solo parcialmente eficaz (que no es poco) para proteger a la población más vulnerable de la devastación provocada por la crisis y provocando fuertes tensiones (transversales y regionales) por el esfuerzo exigido para mitigar sus efectos.

La segunda: ¿alguien pensó que el coste de la corrupción, de los contratos a dedo, del compadreo judicial y de la evasión fiscal iba a ser de solo unos cuantos millones de euros?

Ahora bien, el coste de renunciar a la legitimidad del poder político –al imperio de la ley, aún con sus evidentes defectos– será mucho más alto. El mismo razonamiento político que emplean quienes se creen legitimados por el “bien mayor” a saltarse la legalidad fue el que, elevado a la quinta potencia, llevó a los movimientos fascistas de izquierda y derecha de los años 30 a aplicar la “dialéctica de los puños y las pistolas” cuyo resultado es más que conocido.

Ya lo dijo Hannah Arendt:

«El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer el poder. La violencia puede destruir al poder, pero es absolutamente incapaz de crearlo

Anexo: Entonces, ¿no hay valores?

Schmitt, en la estela de Weber y Hobbes, pensó que no tenía sentido hablar de valores y se decantó por una ética política formal legitimada únicamente por el pacto social y defendida con la fuerza de la ley.

Según su reflexión, había que evitar a toda costa que la política y lo público tomaran algún tipo de cariz de “valores” al margen de la legalidad establecida para evitar esa lógica según la cual, si un grupo se constituía en torno a un valor, por fuerza quienes no formasen parte del grupo habrían de ser considerados un no-valor (un anti valor) sembrándose así el terreno para el enfrentamiento.

Ahora bien, pese a que la posición de Schmitt es una demostración de prudencia política, no por ello es una posición sabia. El hecho, quiérase o no, es que la vida humana y, por lo tanto, la vida comunitaria, consiste precisamente en una constante apertura al valor: el preferir o postergar, el elegir o desdeñar, el priorizar, el prohibir o el elevar al rango de derecho o prohibir son decisiones destinadas a capturar y proteger un determinado valor (no solamente económico), a propiciarlo o a alejar y protegerse de un disvalor.

La solución no pasa entonces por pretender que la legislación y la vida política son órganos de la comunidad completamente ciegos a los valores, pues en sí mismos, en aquello que protegen y reconocen, ya hay de forma necesaria unos ciertos valores que se estiman como dignos de ser conservados.

Lo político y la ley son, para la comunidad, un valor en sí mismo, que hace accesible todos los demás.

La respuesta será, en todo caso, reconocer que lo político y la ley son, para la comunidad, un valor en sí mismo, al margen de sus defectos y disfunciones.

Solo entonces –una vez sentado y blindado el valor inalienable (no estamos hablando aquí de regímenes no democráticos) de lo político– será posible y prudente salir al espacio público a defender los valores restantes desde la lealtad hacia el valor que hace posible todos los demás. La ley es la mediación necesaria que impide los abusos en nombre de los valores grupales, el instrumento que garantiza que la política es capaz de defender lo más valioso del hombre. La pugna política por los valores, entonces, debe ir encaminada a que los valores propios puedan llegar a formar parte del corpus de valores políticos recogidos en la legislación.

Si aceptamos, como Scheler, la existencia de valores objetivos, entonces habrá que tomarse muy en serio el debate, pues la comunidad que elija proteger los más altos valores, sin duda, será mejor y más humana. Ahora bien, como ya descubrieron en la Grecia clásica, está bien tener las mejores leyes, pero es todavía mejor tener leyes que se cumplen.

El valor de la ley consiste, precisamente, en que es el único sustituto posible para la guerra que destruye todo valor, también el de lo político.

Otro tema será ver si todo valor es susceptible de ser “valorado” (valga la redundancia) desde el plano de lo político o si la democracia debe tener unos límites para no anular a la persona ¿Hasta dónde tiene derecho la comunidad a decidir sobre la persona y su conciencia? ¿Qué esfuerzo es legítimo reclamar al ciudadano por el bien del grupo? Son preguntas fundamentales que nos recuerdan –a modo de anécdota– que hubo un día unos cuantos españolitos que decidieron “democráticamente” la inexistencia de Dios.

Despreciar lo político, desobedecer la ley, abrir la puerta al enfrentamiento, no contribuirá echar a los corruptos y a los “banqueros”, no se engañen. El valor de lo político consiste precisamente en que es el único sustituto posible de la guerra.

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