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La España indeterminada, colgada en los balcones

En España por

Está usted andando por las calles de Madrid, y al alzar la vista se encuentra con la ingrata sorpresa de que uno de sus conciudadanos ha decidido colgar de su balcón una esvástica. ¿Qué haría? ¿Relacionaría a dicho sujeto con la gastronomía, la gente, el clima y la tierra de la Alemania Nazi? ¿O tal vez con la lealtad hacia las instituciones Nazis, sus líderes, su Genocidio y en suma, con las acciones políticas de ese Estado, y en consecuencia reprobaría su acción y repudiaría al sujeto?

Dicho esto, cambiemos los símbolos –en adelante, también llamados significantes–. ¿Es la bandera de España representativa de las acciones políticas del Estado español, o de su clima, su gastronomía, su tierra y su gente? ¿Es el Estado español responsable del carácter de su población –Dios no lo quiera–? ¿Y de la gastronomía? ¿Es la bandera un símbolo cultural, institucional o paisajístico? ¿Qué representa?  Pensemos que si la respuesta es lo primero (cultural) nada cabría hacer contra ese sujeto si decidiera lucir al sol su esvástica; hemos de ser prudentes con la respuesta, así que tal vez ayude lo que sigue a continuación.

Dijo D’Alembert allá por el siglo XVIII que “la verdad, que parece mostrarse de continuo a los hombres, no llega a su conocimiento a menos que estén advertidos de su existencia”. Esta frase expresa una auténtica lección para reconocer la relevancia de los acontecimientos de la polis; y a modo de ejemplo para explicarla, tenemos la confusa idea de España. Al hilo de la crisis en Cataluña, se ha manifestado ese interesante debate en paralelo, y se cuentan por millones los ciudadanos que –racional o irracionalmente, ya veremos– han decidido adornar de rojigualda las calles desde sus respectivos hogares.

A ojos del transeúnte observador los motivos son más que evidentes,  y desde la perspectiva del patriota también; España requiere ser defendida ante la amenaza rupturista, y la forma que este ciudadano medio tiene a su alcance para defenderla es mostrar su reivindicación de la idea de España. ¿Cómo? A través del símbolo que representa a España, su bandera.

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La relación entre “bandera de España” y “Unidad de España” es una conexión lógica. Pero si uno además de ser atento observador posee capacidad de reflexión y decide tirar del hilo, comenzan a surgir las incógnitas, y se verá asolado por la duda. Porque a la pregunta “¿Por qué cuelgas del balcón tu bandera?” es razonable responder  “Porque defiendo la Unidad de España”; pero a la pregunta “¿Y por qué defiendes la Unidad de España?” la respuesta no solo es harto complicada hasta para el más versado de los estudiosos de la idea de España, sino que a menudo le sucede un conjunto de variopintas respuestas por parte del ciudadano medio, que van desde el clima y la gastronomía, hasta las playas y –por supuesto– sus gentes.

Detengámonos simplemente a observar un instante ese símbolo, solo a observarlo, porque una imagen vale más que mil palabras –esto no lo dijo D’Alembert–. En la bandera de España, ¿dónde está el jamón? ¿Dónde están los treinta grados a mediados de febrero? ¿Dónde están los pintxos, la paella, el cocido, las playas de la Concha y de las Catedrales? ¿Dónde está la gente?

Al igual que existe un nexo lógico entre “bandera de España” y “Unidad de España”, también existe una relación entre significante y significado; de lo que se sigue que aquel que utiliza un significante, lo hace en tanto que es sabedor de su significado –o eso hemos de suponer–. He aquí el dilema: ¿Qué significa España? O bien, ¿qué significa la bandera de España?

En efecto, la bandera de España plasma de forma objetiva un conjunto de instituciones políticas históricas, a saber: los Reinos de León, Aragón, Castilla, Navarra y Granada, unidos bajo una monarquía –la borbónica–. Habida cuenta de lo anterior, es inevitable preguntarse por qué entonces se alude a las playas, a la gente, a significados que no son apreciables por todos en el mismo símbolo o significante. Ni se sabe responder con certeza lo que España es, ni existe un consenso sobre ello, ni las respuestas tienen nada que ver con aquello que objetivamente plasma: instituciones políticas que conforman al Estado español.

Cada patriota abanderado da la respuesta que quiere apelando a su dimensión subjetiva, a lo que para él significa España; el ciudadano ha agrupado todas las realidades que ha considerado y que se cuecen en aquello que recibe el nombre de España, y pese a que entre ellas no exista una relación intrínseca, las ha conectado con el propio significante “España”, convirtiéndola en el todo: esto es, en un ideal, o cualquier cosa que se le ocurra a cada ciudadano.

España como ideal

Todo balcón se convierte en un potencial lugar para colgar la bandera, y todo español en un potencial patriota defensor de la Unidad de España. Los significados se asocian a significantes para delimitar los conceptos e identificarlos, lo cual transforma al significante en excluyente, en algo que no puede significar otra cosa.  Pero si se mantiene un significante sin un significado asociado de forma objetiva y rigurosa, el significante permanecerá abierto  o vacío –como diría el padre de esta tesis, y padre intelectual de partidos como Podemos, el filósofo Ernesto Laclau–.

Esto es, precisamente, lo que sucede con la idea de España: una idea conectada con múltiples realidades que nada tienen que ver con el Estado español. Porque las playas no son obra del Leviatán, su existencia es más bien anterior. Tampoco durante la Transición se pactaron los ingredientes de la paella, ni los Padres de la Constitución acordaron tipificar en el ordenamiento jurídico un sistema de númerus clausus para los grados centígrados que la ciudadanía española debería tener derecho a disfrutar cada día del año.

Pese a ello, el patriota cuelga su bandera, y realiza –parece que de forma inconsciente– una manifestación eminentemente política: ¿su amor por el jamón? No. Su respeto y servilismo hacia los ejes que constituyen al Estado español, y que excluyen a gran parte de la población que supuestamente se encuentra representada por ese símbolo que cuelga de su ventana: Monarquía borbónica y Sagrada Unidad de España –lo que sí se encuentra atado y bien atado en la Constitución del 78, sin lo cual España simplemente no existe–.

El patriotismo es esclavo de ese ideal, de una España que nunca termina de llegar. Los significantes vacíos operan en la psicología política, como en cualquier ordenamiento jurídico los conceptos jurídicos indeterminados; ambos generan una inseguridad igual de patógena para la sociedad. Sin embargo, mientras que los primeros sí interesa que sean resueltos o interpretados por una cuestión de seguridad jurídica, los segundos no, pues como hemos visto ello cercaría el significante volviéndolo excluyente, lo que en política se traduce en pérdida de prosélitos.

¿Hemos olvidado a España como realidad institucional?

Lo esencial de esto reside en que a diferencia de que estas prácticas sean llevadas a cabo por partidos políticos, en nuestro caso hablamos de un nivel mayor, pues el actor responsable no es otro que el Estado. Asumiendo por un instante esta situación como real, la vida política de España tendría una base construida en la inopia, los ciudadanos seguirían movimientos, partidos y exudarían estatismo sin el conocimiento de lo que todo ello representa, guiados por la épica.

Con todo, la inseguridad política se encarnaría en eso que llamamos España, y el Estado habría conseguido el brillante –maquiavélico, pero brillante– logro de arrogarse la autoría de todo lo físico y metafísico que coexiste dentro de sus fronteras. Habría hecho trascender su autoridad hasta cotas tan insospechadas que cuando sus ciudadanos pretendan expresar un sentimiento hacia sus desconocidos compatriotas, hacia las horas de sol o el aire que se respira, recurran de manera espontánea a los símbolos del Estado.

Habría conseguido construir su relato  –“su millar de espadas de los enemigos de Aegon […] la historia que coincidimos en contarnos mutuamente una y otra vez, hasta que olvidamos que es mentira”.

¿Habremos olvidado a España como realidad institucional? ¿Qué nos queda cuando abandonamos la mentira?

Sea como fuere, España sigue remando, al igual que Varys. Claro está que para cuentos inquietantes tenemos este, pues esto parece más bien una conspiración, un invento para deslegitimar el derecho de aquellos inundados por el fervor patriótico a ondear sus banderas –porque la Patria no es el relato. La realidad es autoevidente y solo hace falta tener ojos en la cara para desentrañar la verdad de las cosas: y la verdad es que están intentando rompernos España –y España, somos todos–. Así que olvídese, deseche todo lo anterior y responda: ¿Qué hacemos con el Nazi?

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