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La democracia, más viva que nunca

En España por

Al principio todo va bien, los trabajadores se unen en función de sus intereses y los dos grupos mayoritarios se van alternando el poder. Los hijos de los trabajadores se educan en las escuelas y todos reciben asistencia sanitaria gratuita.

Pronto, las dos agrupaciones se van acomodando en el poder. Aceptan sobornos, roban el dinero de la empresa, despilfarran los recursos y recortan las partidas destinadas a sanidad y educación.

Los empleados empiezan a enfadarse. Cada vez viven peor, sus sueldos son más bajos, los precios más altos y la corrupción es escandalosa. Un buen día, uno de ellos alza la voz y denuncia los desmanes de los gobernantes. Pero no para ahí. Dice también que la culpa es de las normas que la dueña de la empresa estableció en su día. Por ellas, dice, se ha llegado a esa situación. Ergo la culpa es de ella. De la democracia.

Ese es el panorama que vivimos actualmente en España. Se cuestiona el sistema constitucional y la democracia por la mala actuación de quienes ostentan el poder.

La democracia, pese a no ser perfecta, es el mejor sistema de gobierno que un Estado puede aspirar a tener. Parte del presupuesto de que todos los ciudadanos son idénticos en dignidad y, en tanto que iguales, tienen el mismo derecho a decidir libremente cómo quieren que sea su presente y su futuro.

Si algo falla, es ilógico pensar que la culpa es del sistema. Es, en todo caso, de quienes convierten la virtud en vicio y se aprovechan sibilinamente de un ordenamiento que parte de los principios de libertad, solidaridad e igualdad. Si un partido no es capaz de ofrecer a los ciudadanos tratamientos y asistencia médica digna, no es fallo del derecho a la sanidad, sino de los que gestionan ese derecho.

Dar el poder al pueblo, dejar que elija a sus gobernantes y que, si así lo desea, los destituya, exige que todos sean conscientes de esa responsabilidad y actúen en consecuencia. Si una sociedad es sana podrá limitar, exigir una conducta recta y tomar las acciones necesarias para cesar a los que corrompan el buen funcionamiento de las instituciones.

De un tiempo a esta parte, hemos visto cómo la corrupción institucional ha alcanzado cotas nunca vistas (o recordadas) hasta ahora. Sin embargo, cabría cuestionarse si esta falta de escrúpulos es solo culpa de quienes nos gobiernan. No se puede separar al poder del pueblo porque, al final, todos forman parte del conjunto de la ciudadanía. Los políticos no son más que el reflejo de la moral del país. España está podrida, pero no exclusivamente porque un ministro estafe millones, sino también porque cualquiera pide una factura sin IVA en el momento en el que tiene la menor posibilidad. Aquí, disculpen mi osadía, todos roban en la medida de sus posibilidades.

Quizá el éxito de formaciones como Podemos radica precisamente en esto. Ha eximido al pueblo de toda responsabilidad. Ellos no son corruptos por trampear la declaración de la renta. Corrupto, casta, solo es el que tiene una cuenta en Suiza. El vicio no depende el acto, sino de la cuantía. Los únicos condenables en esto son los políticos. Debemos fusilarlos al amanecer, mientras el resto de los españoles seguimos haciéndonos trampas al solitario y negando nuestros propios delitos.

En un alarde de hipocresía, el grupo de Pablo Iglesias ha encontrado el chivo expiatorio perfecto: la Constitución. El ordenamiento no es válido, argumentan, porque se incumple. La democracia no es lo que hemos estado viviendo durante 30 años. Y cuando más lo repiten, más cala esta falacia en la sociedad.

Ha llegado el momento de hacer un ejercicio de sinceridad y admitir que el sistema no está caduco, que la Constitución funciona y que no debemos derogarla. Es necesario un cambio, cierto. Tenemos que reforzar nuestro compromiso con la Carta Magna, con los valores que de ella se desprenden y comprender que es nuestra responsabilidad hacer que el país que planeamos en 1978 ofrezca lo mejor de sí mismo porque, créanme, es lo mejor que los españoles hemos sabido crear.

(@Barbara_Baron) Periodista y licenciada en Derecho. Madrileña. Lectora y viajera incansable, aprendiz perenne y discutidora apasionada. Corresponsal en España de L'Observateur du Maroc y de Pouvoirs d'Afrique y redactora de La Información.

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