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Juan Carlos I y la mala flecha

En España por

¿Cuándo terminó la Transición? En eso no hay consenso. Las primeras elecciones generales (15 de junio de 1977), la aprobación en referéndum de la Constitución (6 de diciembre de 1978), el fracaso de un intento de golpe de Estado (23 de febrero de 1981) o los primeros comicios que trajeron una alternancia en el Gobierno (28 de octubre de 1982) suelen ser los momentos más señalados. Sí existe cierta coincidencia en cuándo el reinado de Juan Carlos I alcanzó el cénit de su prestigio. (Así lo dice, por ejemplo, el podcast de Spotify XRay). Fue en los Juegos Olímpicos de Barcelona, inaugurados el 25 de julio de 1992. Si usted ronda mi edad, recordará el momento con cierta emoción. El arquero Antonio Rebollo tenía que conseguir que su flecha cayera exactamente encima del pebetero para encender la llama olímpica. “Pero, ¿y si falla?”. A los ocho años el ridículo del fracaso hipotético centra toda la atención del instante, convenientemente cebado por los comentaristas, Olga Viza y Matías Prats. Pero Rebollo no falló y el lanzamiento culminó con el fuego y los aplausos.

Era mentira, claro. La flecha sólo tenía que pasar por encima del pebetero en la ya cerrada noche barcelonesa. Del resto se ocupaba Reyes Abades, profesional por excelencia de los efectos especiales en el audiovisual español. Sólo en fecha reciente se ha hablado a las claras del engaño. No abundan, en mi generación, las personas que digan en público que contemplan con admiración el proceso de Transición que no vivieron. Si se forma parte del reducido grupo, cuesta digerir la decepción que traen consigo las últimas revelaciones sobre Juan Carlos I. ¿Ha sido la España de los últimos 45 años una estela fascinante que, como la flecha de Rebollo, no era más que fuego de artificio?

Mientras los detractores de 1978 aprovechan -con un punto de descaro- la coyuntura para promover la enmienda que lleve a la ruptura, los partidarios tienden a caer en un discurso que no termina de encontrar el equilibrio. Como si la defensa del edificio construido estos años llevara aparejada una cierta inmunidad moral. No debería ser el caso. Es precisamente el valor de todo lo conseguido lo que convierte en especialmente intolerable el comportamiento del monarca emérito. Es el afán de conservar los cimientos ante la proximidad de la bola de demolición lo que empuja a alzar la voz contra Juan Carlos, devenido en ese ludópata que se acaba jugando en la ruleta la casa en la que viven sus hijos.

El Rey cesante no entendió que su legado estaba sometido a una evaluación continua. Se desconectó de la realidad del país que reinó 39 años. (Si algo caracterizó el tiempo en el que hubo de ganarse el puesto, fue un olfato muy fino para percibir por dónde respiraba la sociedad española). Mal rodeado e impermeable a los consejos benéficos –si es que los hubo-, desarrolló una obsesión por el dinero que ni el relato más dickensiano de su infancia mísera puede justificar. Es el principal, pero no el único culpable. Fallaron los contrapesos. Se miró para otro lado y se confundió gratitud con cheque en blanco. La falta de experiencia en los usos de una monarquía parlamentaria plenamente democrática dejó sin hacer el trabajo de trazar una guía de manejo elemental de los jefes de Estado.

No se ha conseguido despejar este balón a córner. El episodio de la salida de España tiene visos de caso práctico en las escuelas de comunicación política para unos cuantos años. Es difícil hacer peor una operación que pudo pensarse durante meses. Un comunicado cuyo texto no decía nada en absoluto y del que la prensa tendió a leer lo que quería que dijera y no lo que realmente decía. El misterio sobre el destino hacía imposible referir el episodio sin repetir los clichés de la huida de un fugitivo. Que un Rey que fue visto como motor de un proceso democratizador se sienta cómodo en Emiratos Árabes Unidos es no tomarse en serio a uno mismo.

Michael Jackson, Bill Cosby, Juan Carlos I. La vida de un nacido en los 80 es una sucesión de referentes caídos. Conviene mantener la cabeza fría y encontrar el equilibrio entre el elogio de su trabajo de hace 45 años y la crítica fundamentada al deterioro progresivo de sus hechuras éticas sucedido después. La España del consenso que cristalizó en 1978 tiene que sacudirse la decepción causada por su promotor. La tarea fue titánica. Más incluso que encender un pebetero lanzando una flecha a 67 metros de altura. Solo que esa gesta sí fue verdad.

(Madrid, casi 1984). Licenciado en Periodismo por la Universidad San Pablo CEU. He trabajado en Intermedios de la Comunicación, Onda Cero Radio, Popular TV, esRadio y Trece. Actualmente dirijo el programa XTRA! en Non Stop People (dial 23 de MoviStar+).

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