Las manifestaciones las carga el diablo. Lo sabe bien José María Aznar que montó una el 12 de marzo de 2004 para respaldar sus tesis sobre la matanza del 11-M en Madrid y cavó su tumba política. El por entonces todavía presidente del Gobierno de España se trajo a todos los líderes europeos que pudo, escogió un recorrido impecable y simbólico y quiso darle el tono propio del dramatismo y la austeridad castellana. No contó Aznar con dos imponderables. La lluvia que deslució el recorrido y la reacción de la gente, nada espontánea, bien conducida y dirigida para moverle la tierra bajo los pies al, hasta entonces, todo poderoso inquilino de La Moncloa, ya en retirada. No se dio cuenta Aznar de que las manifestaciones se componen de gente, de personas. Individuos que forman colectivos. Seres humanos con sus propias inquietudes y prioridades pero también manipulables, pastoreables, que pierden parte de su identidad individual cuando se agrupan con otros seres humanos como ellos.


En esa manifestación que recorrió el eje central de Madrid en 2004 estaba el, por entonces, Príncipe de Asturias. El mismo que este sábado, 26 de agosto ha marcado un punto de inflexión al acudir a la manifestación de Barcelona ya como Felipe VI. La primera vez que un Jefe del Estado encabeza una manifestación en nuestro país. Y lo hace en Barcelona, nada menos, en pleno momento clave del órdago soberanista. Nuevos tiempos, nuevos modos.
Tal vez por esos nuevos tiempos, tal vez porque nos aproximamos al momento clave de la maniobra independentista, tal vez porque hay quien tiene ganas de lío, sin más, la manifestación de Barcelona contra el terrorismo se convirtió en una especie de vale todo. Allí se juntaron los que no tenían miedo, los que ayudaron a las víctimas, los que consolaron a sus familiares y los que detuvieron a los asesinos.


Ese era el motivo original de la cita. La pancarta era tan sencilla como clara. El mensaje había sido asumido por todos de forma espontánea. Nadie se sentía incómodo ni con ese mensaje ni con los portadores de la pancarta en primera línea. Sin duda no estaban todos los que eran pero si eran todos los que estaban.
Unos metros más atrás estaban las autoridades, los políticos. Todos. Los del ayuntamiento, los de la comunidad autónoma y los del país. Con el Rey en el centro. Ahí no había pancarta pero alguien debió pensar que era también necesario un mensaje y por eso se armó una pancarta bien visible con un mensaje tan directo como inexplicable: “Les vostres polítiques, les nostres morts”. ¿A qué políticas hace referencia la pancarta? No hace falta especular. Basta con mirar a los extremos de esa pancarta. A un lado Felipe VI y los príncipes de las monarquías árabes. Al otro, el trío de las Azores (Blair, Bush hijo y Aznar).


Ya está todo claro. La culpa sigue siendo de Aznar. La culpa es de mantener relaciones con los países árabes, con Arabia Saudí, particularmente. La culpa es del Rey, por ponerle cara a esas relaciones. Que nadie piense que estoy especulando o extrayendo conclusiones torticeras o interesadas. Unos metros más atrás había un cartel en formato sábana que un grupo de manifestantes portaban sobre sus cabezas para que fuese bien visible en los planos generales de televisión, sobre todo desde el helicóptero. Ilustraba ese cartel una imagen de El Rey saludando al Rey Saudí durante la visita de hace 9 meses y el mensaje era también directo: “Felip VI i Govern español cómplices del comerç d’armes”.
A quién pueda pensar que el mensaje estaba justificado, en ese lugar y en ese momento, me permito recordarle que los asesinos de Daesh hace más de un año que no utilizan armas para sus atentados y que los miembros de esa banda terrorista que llevan años sembrando el terror en Siria, en Iraq, en Turquía y en buena parte de África no se nutren de armas vendidas por España. Pero claro, a los que creyeron procedente esgrimir estas pancartas, la verdad y la realidad les da más bien igual. Ellos tenían un objetivo claro, El Rey Felipe VI y el conjunto de España.
Y aquí entra el tercer gran colectivo que se manifestó el sábado por las calles de Barcelona, el de los independentistas. Ellos también quisieron aprovechar la ocasión para zarandear, siquiera verbalmente, a Don Felipe y al Gobierno de España, que estuvo en pleno en la manifestación (sólo faltó el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, por un problema familiar grave). Este tercer grupo y sus propósitos encontraron el aliado perfecto en la televisión pública catalana. La misma TV3 que ha dado soporte y cobertura a las demandas independentistas durante el último lustro volvió a ser, el sábado, el mejor aliado de los que golpean a la menor ocasión al estado, de los que hacen todo lo posible por alimentar el odio entre hermanos, de los que sólo quieren lograr sus objetivos independentistas a toda costa y sin reparar en costes ni en consecuencias.


Las mentiras de su Gobierno hicieron que Aznar perdiese aquella manifestación de 2004 y nunca se haya recuperado de esa derrota. Su partido perdió las elecciones de 48 horas después. Las mentiras, los gritos y los abucheos de este sábado no sabemos, a estas alturas, a quién o a quiénes les van a pasar factura, pero una cosa tengo clara, la intolerancia, como la mentira, tiene las patas muy cortas. Es muy resultona, de primeras, pero luego tiene poco recorrido.
Una vez acabado el acto institucional de la manifestación de Barcelona, un grupo pequeño de asistentes se encaró con malos modos con los portadores de una pancarta que decía “España contra el terrorismo ¡Gracias Majestad!”. Qué hubiese pasado si hubiese sido al revés. Qué hubiese pasado si en lugar de España esa pancarta hubiese dicho “Marruecos contra el terrorismo”.
Qué hubiese pasado si la manifestación del sábado en Barcelona hubiese sido de verdad contra el terrorismo, en apoyo a las víctimas y nada más.