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En septiembre es otoño (parte 1: la promesa)

En España por

Hoy, al despertarme de la siesta, me ha apetecido ver la sangre de un toro vivo goteando sobre la arena; devolviendo los reflejos que se cuelan por los huecos de las carpas de los tendidos; con el costado rojizo y brillante envuelto en un suave jadeo y los aplausos de la plaza.

No es que sea yo muy taurino, diré que menos que casi nada, pero me ha apetecido el clima de una plaza alegre porque ha visto a precio de feria a un toro bien matado.

Para ser sinceros, cuando me he levantado me he llevado las manos a la boca para descubrirme con alguna colilla. Pero nada. Todo había sido un sueño donde cuatro chustas de Ducados y un canuto buceaban en los calimochos, ya calentorros, que atiborraban las gradas desde el concierto de la noche anterior.

En mi siesta había sido capaz de reproducir la plaza entera, con su cofradía de cogotes cuarentones -esa edad del pelo mechado, cuando ya se ha perdido la dignidad o ganado un chalet en Villalba para los fines de semana-; todos ellos con los pañuelos electorales tiesos porque no corre una pizca de aire. También podía percibir la neblina de gasoil del motor del algodonero cuando le echaba azúcar a la máquina. También a un macarrilla con peinado a lo David Villa siendo apapachado por una adolescente con curvas incipientes mientras un feriante panzudo descolgaba un peluche rosa de lo alto de la barraca.

Lo último que recuerdo, porque alguien había marcado un gol en la televisión, es el atardecer cayendo sobre las hojas de los castaños, con todas esas venas verdes expuestas al último buen día del año.

Sin embargo, dicha ensoñación, esa exótica apetencia de la muerte con arte, no debía de cumplirse.

Le había hecho una promesa a mi hija de 9 meses, que ni se entera de cuando se ha cagado, de que la llevaría a la feria.

Y eso he hecho.

Andando son unos treinta minutos de subidas desde Santiago Amón esquina con Miguel de Cervantes.

Sorteando coches de policía local y vallas de encierros, llegué hasta la cuesta de San Miguel y fui directo al polígono, obviando los “olés” que salían de la plaza que ya dejaba a mi derecha, con peste a churro de aceite recalentado, borboteando por el agua congelada una y mil veces.

Una vez allí mi hija abrió mucho los ojos. Se quedó clavada viendo los coches de choque; quién sabe si anticipando a su memoria la primera cita encubierta por el destino con el que sería su primer noviete oficial dentro de quince años.

¿Y si los sitios nos anticipan nuestra historia? A lo mejor hay que levantar la vista y escuchar qué me dicen el Gusano Loco y el Grillo Colorado, con sus miles de bombillas a medida y sus cintas de seguridad desgastadas.

A lo mejor ese derroche de espectáculo a cuenta de los romaníes me dice que una vez fui pequeño y vi una serpiente de plástico por primera vez en la feria de Las Rozas. Y que no me dio miedo. Aunque tamaña proeza, no se la pude contar a nadie.

(@RicardoMJ) Periodista y escritor. Mal delantero centro. Padre, marido y persona que, en líneas generales, se siente amada. No es poco el percal. Cuando me pongo travieso, publico con seudónimo: Espinosa Martínez.

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