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Hasta que salte la chispa

En Elecciones 20D/España por

Es un principio fundamental de la comunicación política que solo gana elecciones quien sale a ganarlas. Se trata del mecanismo de la profecía autocumplida: nadie quiere votar a un perdedor, por lo que obligamos a todo aquel que quiera cosechar nuestro voto a mentirnos a la cara. Es una exigencia del público.

Pasa algo parecido con las negociaciones para la investidura: quien se ve en la coyuntura de tener que buscar un acuerdo de una manera u otra –en este caso, el PSOE– será quien tenga que ceder más en sus condiciones. Es por ello por lo que los estrategas de los demás partidos se han enrocado en sus posiciones de forma aún más radical de lo que lo hicieron durante la campaña electoral con el objetivo de maximizar beneficios. Es el PSOE quien ha de moverse o hundirse y, por lo tanto, el juego para PP y Podemos consiste en tratar de que los socialistas recorran la mayor parte del trecho para pactar.

Por un lado, un movimiento del PP de alguna envergadura (como un paso atrás de Rajoy) no facilitaría prácticamente nada el apoyo del PSOE a un gobierno liderado por los populares. Una cesión de mayor envergadura, como apoyar un gobierno liderado por el PSOE, supondría de hecho asegurar la pérdida (un fracaso absoluto para el PP), por lo que no se producirá a menos que un giro de los acontecimientos difícilmente imaginable lo convierta en irremediable.

En el caso de Podemos, su única baza es consolidarse como fuerza de referencia de la izquierda, algo que no ha conseguido en estos comicios y que solo puede conseguir de dos maneras: a) forzando sus mensajes más que nadie y provocando unas nuevas elecciones con el fin de ampliar sus escaños, tal como parece que ocurriría, aunque ello implica el riesgo de que el PSOE vire hacia fuerzas más templadas y se produzca un acuerdo con PP o C’s; o b) ampliando su importancia mediante el pacto por su cuenta con otras fuerzas políticas (nacionalistas) de modo que obtenga virtualmente un peso mayor que el que le han dado las urnas.

Una tercera opción, que sería c) la de aceptar un hipotético pacto con PSOE y C’s liderado por los socialistas constituiría, como en el caso del PP, una aceptación del propio fracaso que pondría en peligro incluso el supuesto “sorpaso” en intención de voto que podría estar produciéndose estas semanas, por lo que quizá es la opción menos “inteligente” si se mira exclusivamente desde la óptica de la ganancia negociadora.

Por orden de “beneficio” las mejores opciones para el PP son las siguientes:

  1. Gobierno en solitario con el apoyo de C’s y abstención de PSOE (inviable)
  2. Gobierno en coalición con PSOE y C’s (muy remotamente probable)
  3. Convocatoria de nuevas elecciones (posible beneficio)
  4. Gobierno de PSOE y C’s con la abstención del PP (ningún beneficio)

De la misma manera, para Podemos, las mejores opciones serían las siguientes

  1. Un gobierno en coalición con PSOE con la abstención de C’s (inviable)
  2. Un gobierno en coalición con PSOE y con el apoyo de los nacionalistas
  3. Convocatoria de nuevas elecciones (posible beneficio)
  4. Un gobierno del PSOE con el apoyo de Podemos y C’s (ningún beneficio)

(No se pregunten cuáles serían las mejores opciones para España, esa pregunta casi ni tiene sentido formularla en el escenario de negociaciones)

Más allá del juego de tronos

Así, la “obligación” de los estrategas es mantener la tensión cuanto sea necesario para obtener el máximo beneficio posible de los pactos, eso sí, sin que se rompa la cuerda (en cuyo caso el oponente obtendrá el máximo beneficio). Para mantener esta tensión ocurre algo parecido a lo que comentábamos al inicio del artículo: es necesario acudir a la mentira, a la demagogia, a la manipulación y a la radicalización de los mensajes para tener la mejor opción (en términos de fidelidad de los votantes).

Ejemplo de ello es la parte del combate que se juega en el ámbito de las palabras. Mientras el PP anda confuso con su minoría mayoritaria y apela a la tradición democrática, el PSOE insiste una y otra vez para que no le excluyan del club de “las fuerzas del cambio” y Podemos luce una imaginaria bandera del “mandato popular” que habría de erigirle presidente (o vicepresidente como poco).

En un escenario de práctico empate entre izquierdas y derechas y en el que los viejos partidos han obtenido claramente más representación que los nuevos, la ventaja de la “legitimidad” para gobernar se obtendrá de las quimeras de la imaginación política popular (“el cambio”, “el pueblo”, “la tradición”, “la Transición”, “el progresismo”, etc.).

 

En un escenario de práctico empate, la legitimidad para gobernar se juega en la imaginación popular.

 

Ahora bien, a nadie se le escapa que, visto así, todo este juego de los pactos puede llegar a ser una terrible frivolidad e incluso una conducta tremendamente irresponsable. Dentro de la lógica de cada partido, el propio programa es siempre lo mejor para el país y, por lo tanto, todo lo que pueda conquistarse en las negociaciones será siempre un bien, aunque exija sacrificios a corto plazo.

Sin embargo, las negociaciones y los pactos, la política en general, no son un espacio al margen de la sociedad, sino que cuentan con ella como armas arrojadizas en sus juegos. Por difícil que sea creerlo, los líderes políticos son todavía modelos de ejemplaridad y sus posturas, argumentos y actitudes, extrapoladas al conjunto o a buena parte de quienes les siguen.

Podría ocurrir que lo que –quiero creer– es una radicalización estratégica derive en un nutrido grupo de ciudadanos que asuman que el propio proyecto político está verdaderamente (y no estratégicamente) por encima de cualquier respeto a la comunidad real que constituye la sociedad. Se ve ya en las calles la confusión y la desconfianza mutua de quienes han apoyado a los partidos antagonistas: los “gilipollas” que siguen votando al PP y los “gilipollas” que se han dejado embaucar por Podemos (tal como se representan mutuamente).

 

Nos hemos vuelto puntillosos hasta el punto de convertir una estupidez de guiñol en una amenaza contra la nación.

 

Se escuchan y se leen cada vez más justificaciones a ataques a determinados colectivos que en la imaginación política son “adversarios”, aplausos a violaciones a la dignidad y la integridad de personajes públicos, a creencias o a ideologías. Incluso los medios (aupados por los internautas) nos hemos vuelto puntillosos hasta el punto de convertir una estupidez de guiñol en una amenaza contra la nación (no digo con ello que no fuera reprobable), y otros ejemplos semejantes.

Todo ello, toda esa “tensión” social es generada artificialmente, por mucho que todo el mundo se tenga a sí mismo por librepensador e independiente. “Nos conviene la tensión”, le dijo Zapatero a Gabilondo en 2008 ante la bajada de las perspectivas de voto socialistas de cara a unos comicios que finalmente ganaron.

Que lo que es un juego estratégico e irresponsable no se traslade a las calles, por favor. No les hagan el juego odiando a sus vecinos en nombre del candidato de turno. Las negociaciones durarán lo que tengan que durar, pero la división social –deberíamos sabérnoslo ya muy bien–, como la radiactividad, es un veneno inestable y difícil de depurar. No vaya a ser que salte la chispa sobre algo inflamable y terminemos por incendiarlo todo (otra vez).

 

La división social, como la radiactividad, es un veneno inestable y difícil de depurar.

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