Cuenta el filósofo Julián Marías que cuando a los 22 años le sorprendió la Guerra Civil un 18 de julio, su primera reacción –y la que le persiguió durante décadas– fue un inmenso interrogante: “¿Cómo ha podido ocurrir?”
Marías conservaría esta pregunta hasta convertirla en título de un clarividente ensayo en busca de las razones espirituales de la guerra, aquellas que condujeron a la decisión última de no convivir, convencido de que solo comprendiendo el cómo (más allá del qué) de la guerra civil sería posible “superar el fracaso histórico” que prendió fuego al país entero el verano de 1936.
“Sólo así quedaría la guerra radicalmente curada, quiero decir en su raíz, y no habría peligro de recaídas en un proceso análogo: únicamente esa claridad, difícil de conseguir, podría convertir en vacuna para el futuro aquella atroz dolencia que sacudió el cuerpo social de España”.
Eran años difíciles para los españoles. El advenimiento de la República coincidió con la llegada a Europa de los efectos de la crisis del 29, y provocó estragos en una España ya de por sí empobrecida y con altos niveles de paro.
A ello hubo que sumarle la amenaza de los extremismos pujantes en España a izquierda y derecha de la “mediocridad” de los partidos democráticos, que no supieron mantener el entusiasmo por una República que llegó con un pan bajo el brazo y no fue capaz de seducir con sus ideas de libertad y progreso, y por el auge de las corrientes desintegradoras del núcleo de lo que hasta entonces se concebía como España.
“Se dirá que todo esto era muy grave y hacía presagiar una descomposición del cuerpo social; pero, a pesar de su importancia, estaba todavía muy lejos de la atroz realidad que es una guerra civil“.
Para Marías, ninguno de los sucesos ocurridos desde la proclamación de la República (de los que fue testigo y juzgó duramente), ni la difícil situación económica, ni los esfuerzos por excluir a parte de la sociedad del proyecto republicano, ni los arranques de anticlericalismo o los enfrentamientos en las calles permitían adivinar el estallido de una batalla implacable de hermanos contra hermanos hasta la aniquilación.
Pero, entonces, ¿qué fue?
Lo intolerable
“Habría que preguntarse desde cuándo empieza a deslizarse en la mente de los españoles la idea de la radical discordia que condujo a la guerra. Y entiendo por discordia no la discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad de no con-vivir, la consideración del «otro» como inaceptable,intolerable, insoportable“.
Como todo fenómeno humano, la razón de la Guerra Civil habría de venir del único sitio del que podía venir: del corazón de los hombres y mujeres que arrastraron al país consigo a la contienda (corazón que, recordemos, no es distinto del que usted y yo compartimos). Hombres y mujeres movidos por el “desencanto”, por la politización exacerbada del país, por la ruptura con “lo español” y por la “ingente frivolidad” con que se abordaron los principales puntos de fricción de aquella España de los años 30.
En uno de sus más conocidos ensayos de filosofía política (El concepto de lo político) Carl Schmitt vería en la eventualidad de la guerra el verdadero núcleo de la dimensión política. Según Schmitt, todas las demás dimensiones cobraban un cariz netamente político solo en la medida en que eran capaces de aglutinar a los hombres y mujeres en dos categorías fundamentales: amigo o enemigo.
“Todo antagonismo u oposición religiosa, moral, económica, étnica o de cualquier clase se transforma en oposición política en cuanto gana la fuerza suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos y enemigos. (…) Se convierte en una magnitud política desde el momento en que alcanza el punto decisivo de tomar en serio la lucha y tratar al adversario como verdadero enemigo y combatirlo, bien de Estado a Estado, bien en una guerra civil dentro de un mismo Estado.“
Con respecto al caso español, Marías retoma una idea parecida a esta cuando incide en que, a su juicio, el verdadero motor de la guerra, lo realmente peligroso, durante los años que la precedieron fue “el ingreso sucesivo de porciones del cuerpo social en lo que se podría llamar oposición automática“. Dice el discípulo de Ortega y Gasset:
Cuando (la oposición) es constante, independiente de los méritos de su gestión o las propuestas, cuando ya se sabe que la otra fracción del cuerpo político va a decir desde luego «no» a todo, la oposición viene a ser maniática, apriorista y sin significación concreta; pasa a ser mera fricción, obstáculo y desgaste. Esto ocurrió muy pronto en los años de la República; y se fueron formando grupos que ingresaban en la categoría de los mutuamente «irreconciliables».
Los tres errores: politización, desmitificación y frivolidad
Hemos hablado hace unos párrafos de algunos factores que movieron al corazón de aquellos hombres a concluir su mutua incompatibilidad en la decisión de eliminarse unos a otros. Según Marías, serían tres los pasos que habrían conducido a la decisión definitiva de la guerra.
En primer lugar, la politización de capas cada vez más amplias de la sociedad. Me parece brillante la explicación de este fenómeno definido como el paso de “lo que era segundo” en orden de importancia –la dimensión política– a la primacía absoluta de lo político sobre las relaciones humanas, hasta conseguir que “todos los demás aspectos quedaran oscurecidos“.
Lo único que importaba saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de «derechas» o de «izquierdas », y la reacción era automática. Ello produjo, en un momento de esplendor intelectual como pocos en toda la historia española, una retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos. Se produjo una tendencia a la abstracción, a la deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada.
En segundo lugar, la perturbación de los mitos en que se fundaba la idea de la España de entonces y la pretensión de sustituirlos (eliminándolos) por otros nuevos.
Estábamos entonces en la España católica, la España vieja, tradicional, acomodada en unos usos que, si bien no eran plenamente vigentes para buena parte de la población, sí proporcionaban lo que Marías llama “usos, incluso lingüísticos, del entramado que hace la vida familiar inteligible y cómoda“.
En su lugar, un nuevo mito, el de la revolución, pretendía imponerse al nuevo proyecto político de la República. Si bien la República había sido recibida con altas dosis de “entusiasmo”por la mayoría de la sociedad, la mediocridad de los partidos republicanos fue incapaz de contener la pretensión de una ruptura total con lo que hasta entonces había constituido el núcleo imaginario de la idea de España. Quisieron erradicarla mediante “la imposición del esquema proletario-burgués” y el anuncio de “desahucio inminente de todas las formas de vida, estilos o clases que no encajasen en el esquema convencional“.
Esta ruptura generaría, según Marías, una sensación de “horror” ante la aniquilación de la imagen habitual de España, desde su integridad territorial hasta su condición de país católico –“aunque muchos tuviesen un catolicismo vacuo o deficiente”–, en una época en la que todavía estaba a flor de piel la pérdida del imperio.
En cuanto al tercero de los elementos, el más universal de todos, se trata de la “ingente frivolidad“ y “la pereza, sobre todo para pensar” con que se abordaron el proyecto de la República y los problemas que fueron surgiendo.
“La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad. Ésta me parece la palabra decisiva. Los políticos españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban intelectuales (y desde luego de los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos (banqueros, empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos, se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían“.
El entusiasmo que salva
Dichas estas tres causas, faltaría únicamente un elemento más para esbozar lo que, a juicio del filósofo español, habría conducido a los españoles a matarse unos a otros. Se trata esta vez de una carencia, una carencia de entusiasmo.
En La Guerra Civil, ¿cómo pudo ocurrir? Marías hace un repaso de la situación de aquel verano de 1936 y de los sucesos que precedieron al golpe de Estado. Y, pese a la gravedad de todo aquello, abre una posibilidad de salvación:
“Nada de esto hubiese sido suficiente para romper la concordia si hubiese existido en España entusiasmo, conciencia de una empresa activa, capaz de arrastrar como un viento a todos los españoles y unirlos a pesar de sus diferencias y rencillas. (…) Era imposible que los jóvenes se entusiasmaran por los partidos republicanos, y el republicanismo se encontró sin porvenir desde el primer día. Faltó una retórica inteligente y atractiva hacia la libertad, y su puesto vacío fue ocupado por los extremismos, por la torpeza y la violencia, donde los jóvenes creían encontrar, por lo menos, pasión.“
El filósofo escribe estas líneas en la España de los 80, muerto ya el general Franco y en pleno apogeo de los vientos que trajeron a España la reconciliación y la democracia. Quizás, es consciente de que el delicado equilibrio de la Transición pasa, para ser perdurable, por la necesidad de asentarse en una verdadera comprensión de lo ocurrido más de 40 años atrás, de ahí su aportación a la reflexión sobre la guerra que enfrentó (otra vez) a las dos españas.
No podía prever Marías que llegaría un día en que el pasado se quedaría en el pasado y se caricaturizaría. un día en que la historia no sería ya más un criterio para jugar el presente (y construir el futuro) sino meramente un arma arrojadiza, y en que el mito del eterno progreso vería en los padres y abuelos únicamente algo de lo que huir: los viejos valores, las tradiciones, la convivencia heredada e incluso las leyes como algo que debe ser clausurado para poder “emanciparse” y fundar algo nuevo, algo que el individuo juzgue como propio.
En unos meses (los actuales) de líneas rojas, de negociaciones imposibles y de pactos inimaginables con el único fin de excluir a unos o a otros, resultan de una clarividencia total las palabras del discípulo de Ortega y Gasset.
Así fue como ocurrió (y podría estar ocurriendo) que lo que, según Marías, era una situación que en ningún caso conducía a una guerra, pasó a ser una lucha a muerte entre dos Españas que se autodefinieron como incompatibles y se arrojaron al destino inamovible de la aniquilación del otro, siempre justificados en la propia supervivencia.
“Pero ¿puede decirse que estos políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil? Creo que no, que casi nadie español la quiso. Entonces, ¿cómo fue posible? Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil. Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos. b) Identificar al «otro» con el mal. c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz. d) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario).“