Es verdaderamente difícil poner nombre a las etapas, a las fases por las que pasa una sociedad. Hay algo de etéreo y quizá de falso en pretender caracterizar un momento en la historia de una comunidad por una experiencia concreta que quizás no represente más que a una porción de ella, acaso la de quienes representan el liderazgo y el poder.
Hasta hace no mucho, la historia de los países, de las naciones, la de las iglesias y de los distintos colectivos rara vez era algo más que el relato de las hazañas de sus prohombres, dando pábulo así a la sospecha de que la historia no es en realidad memoria sino cobertura mitológica, justificación y glorificación del poder establecido.
Sin embargo, con la progresiva democratización de los poderes que ha producido la Modernidad –empezando por los poderes económicos y terminando por el último don que nos ha dado la tecnología, la capacidad de producir relatos públicos– la historia se ha convertido cada vez más en algo confuso y problemático.
Desde aquel ‘Blowin in the wind‘ radiado a todos los países del mundo, las guerras ya no volverán a ser de nuevo epopeyas, como descubrió EEUU en Vietnam. Terroristas y dictadores consiguen hoy colar a golpe de tweet nombres como “revolución”, “paz” y “pueblo” en la imaginación pública y las imágenes de ataques químicos y bombardeos en Oriente Próximo se confunden con las secuencias –muy similares– grabadas ad-hoc por la propaganda de turno para hacer la guerra mediática a través de YouTube y ganar la batalla por la historia.
Mientras, en Cataluña se reescribe los hechos a voluntad bajo la aventurada premisa de enmendar una conspiración plurisecular contra un sujeto colectivo moderno llamado nación catalana. La historia, desde luego, ya no es lo que era.
No obstante, existía hasta ahora en la memoria colectiva de España un hecho político, una experiencia, lo suficientemente transversal y reciente como para que los relatos interesados no hubieran podido todavía utilizarlo o reescribirlo. Me refiero a la decisión generalizada de renunciar a la dialéctica, al uso de la fuerza en cualquiera de sus formas, como modo preferente de relación política. Me refiero a la Transición, que supuso para la memoria colectiva de la guerra y del Franquismo la certificación experiencial de la incapacidad de la fuerza (sea dictatorial o revolucionaria) para generar una comunidad política.
Como dijo Arendt (aunque ya lo vaticinó Unamuno):
“El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer el poder […]. La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo”.
Justamente hoy, viernes de dolores, se cumplieron 40 años desde que el anuncio del régimen democrático recién estrenado en España de que iba a legalizar a un Partido Comunista (PCE) dispuesto a renunciar a la revolución y a la lucha de clases tal como las habían entendido hasta hace no mucho.
Justamente hoy, el último reducto de la violencia política en España, la banda terrorista ETA, se ha deshecho de ocho zulos con armas, en una escenificación de su renuncia definitiva a ejercer la violencia política siquiera como amenaza. Faltará aclarar –es evidente– si el material entregado corresponde a la totalidad de las armas y material bélico del que disponía la banda.
En todo caso, el desarme de ETA (y más aún su disolución, cuando se produzca), derrotada por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y persuadida (bien por convicciones éticas, bien por la fuerza de los hechos) de su errado proceder, representa el fin de la Transición Española. Con la desaparición del terrorismo nacional, termina un periodo de imposición violenta del poder para culminar el paso hacia otro consenso ya generalizado de que es en el ámbito de lo político donde debe dirimirse el relato de España y de sus pueblos, identidades, aspiraciones, visiones políticas, amistades y enemistades.
Lo paradójico es que el fin de ETA llegue en un momento en que la política vuelve a ser cada vez más violenta.
La paradoja, sin embargo, consiste en que el fin de la Transición llega a la vez que se hace más que patente que España no puede ya vivir de las rentas de aquel periodo. En nuestros días resulta evidente que la experiencia de la Transición está, si no caduca, al borde de extinguirse; y que la defensa formal de la Ley y las instituciones que se generaron entonces ya no seduce, quizá porque están ya vacías de la memoria, que es a estas lo que la “carne” para el esqueleto.
Y el drama del olvido de la memoria no es, ni de lejos, que se cambien ahora las leyes o que se derroquen las instituciones, no me malinterpreten. La Transición pudo dar lugar a otras estructuras, otras fórmulas de convivencia que las que finalmente se aprobaron y fueron refrendadas por los españoles.
El drama es que se olvide que pudo afrontarse un debate y pudo producirse un acuerdo exclusivamente gracias a la experiencia de la guerra y de la dictadura y gracias a la voluntad común de los españoles de no volver a luchar, lo que implicaba aceptar que el “otro” no podía ser erradicado sin más y debía formar parte del “nosotros” (como mostró la legalización del PCE).
La Transición solo pudo ocurrir cuando aceptamos que el “otro” no puede ser erradicado sin más.
En el tiempo de la desmemoria volvemos a escuchar la justificación de la violencia selectiva, las reivindicaciones nacionalistas y el veto a una parte del espectro político bajo el lema “no es no”. Asistimos a la proliferación de los discursos rupturistas, del insulto desde los escaños y de los mensajes amenazadores en las redes sociales. La caricaturización del adversario político (imprescindible para hacerle odioso) y la simplificación de las categorías de lo político son prácticas a la que ya no se apunta solamente el orador político, cuentan ahora con la participación entusiasta de las fábricas de “memes”.
No estamos lejos, en definitiva, de movernos en aquella concepción de lo político que solo entiende dos posibilidades, amigo o enemigo, y que no contempla la posibilidad real de la convivencia entre los distintos (¿realmente distintos?).
Quizás tenga sentido que ETA elija este tiempo para dejar las armas. Ahora que es posible ejercer la violencia a plena luz del día y obtener rédito político por ello.
- Imagen: fotografía del atentado de Hipercor en Barcelona en 1987. Murieron 21 personas y 45 resultaron heridas.