Cuatro siglos antes de que Vicent J. Schaefer e Irving Langmur inventasen la lluvia artificial en una nevera, existía en España la figura de los disciplinantes.
Se trataba de una serie de feligreses que, ante las prolongadas sequías que dejaban los campos yermos, se abrían las carnes; haciendo largas procesiones con la Virgen de los Dolores a cuestas; llevando a los santos mártires del pueblo de turno por las peñas y riscos hasta encallarse las manos y reventarse los pies.
Aquella “manifestación de fe” a través de la mortificación de la carne buscaba sacarle los cuartos a un Dios del que creían, como padre sensible a los apretones del hambre, que si se le interpelaba con la adecuada dosis de latigazos era capaz de operar en lo concreto de la meteorología ibérica, cambiando la suerte de todos aquellos estómagos en paro.


La literatura, entre sus muchos nutrientes, dispone del poder de llevarnos a las cunetas de las tramas narrativas, donde las pinceladas -tan desechadas por entendidas como superfluas en la escuela de azorines tuiteros-, son en muchas ocasiones el tesoro más rico que entraña la lectura.
Conocer las peculiaridades de un pueblo, los usos y costumbres de tal aldea, la forma de operar de un ventero ante el “simpa” de dos chiflados después de una noche de heno, mojicones, jugón y manta, forma parte esencial de la experiencia de inmersión ficcional y es donde lo particular -el matiz-, cobra todo su relieve dentro de la universalidad del relato.
Es el caso que le acontece a don Quijote en el episodio con los disciplinantes, justo al final de la primera parte de la novela.
En el culmen de su locura, creyéndose presa de “fencantamientos” de algún sabio que le tiene ojeriza, don Quijote pone a la carrera a Rocinante y se lanza contra aquellas almas errantes pensando que la imagen de la Virgen que están portando es alguna cautiva y lastimada doncella.
Como tantas veces ocurre a lo largo del relato, el ingenioso hidalgo acaba molido a palos, a pesar de las muchas advertencias del Canónigo, el Cura, el Barbero, los Cuadrilleros y hasta del simple de Sancho, que aunque andaba tan embebido en los disparates de su amo por aquello de dar un braguetazo insular, no tenía tan vuelto el juicio como para no ver que el Caballero de la Triste Figura estaba más loco que cuerdo.
El Quijote, a fuerza de contraste con cuatro siglos de picarescas, corruptelas, sinsabores y aventuras de todo pelaje, se ha ganado el derecho, por su gracia y riqueza, de ser, el arquetipo español por antonomasia.
Este mismo pasaje aplica dentro de los movimientos que el centroderecha está llevando a cabo en esta precampaña electoral.
Embestidas a troche y moche que, una vez en el en suelo de las encuestas, vienen los lamentos, las poses dialógicas y las tibiezas increíbles. Arremetidas que concluyen en perdones autojustificativos que la soberbia política suele emplear con el: “pero ellos más”.
Dada la situación parece que el gran consuelo para muchos españoles, hartos de la misma cantinela desde que se impuso el terraplanismo de las ideas, es que están empezando a ver al loco como loco y a la turba como turba. Y saben que para llenar el buche, para irse a Comillas en el próximo puente o para escogerles un máster a sus hijos con los que seguir inflando la birria académica no hacen falta los políticos.
Podrán subirnos o bajarnos los impuestos, meterse con calcetines sudorosos en nuestros jaleos de cama. Puede que sigan devorando la actualidad informativa de este país día sí y día también con sus fatuidades, pero, por ahora, no podrán decirnos qué película ir a ver el día del espectador o con qué ojos detenernos frente al escaparate de una librería.
Esto quiere decir que en lo cotidiano de una democracia moderna y funcional, con una clase funcionarial eficiente y con unos ciudadanos que se respetan bajo el paraguas del civismo -aunque sea por mantener los privilegios de su propio ombligo-, los políticos solo sirven para amenizar los carajillos, dar trabajo a un montón de periodistas engañados en las facultades y para que el farfulleo de las sobremesas de domingo nos tengan en ascuas hasta que llegue el partido de nuestro equipo de fútbol.
El gran consuelo de España es que los políticos, por fortuna y buen hacer de todos los que estamos al margen de los vaivenes del CIS, ya no son necesarios para que las cosas -nuestras cosas- salgan adelante.

