«España es una encina medio sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora y no en el árbol. Pero la yedra no se puede sostener sobre sí misma».
Ramiro de Maeztu, 1934
Los recientes acontecimientos vividos en nuestro país han servido para avivar el ya más que longevo debate acerca de la vigencia de ciertas instituciones democráticas. El debate, instigado por algunos partidos políticos, ha girado en torno a la utilidad de la institución monárquica, a la que se le ha achacado cierto grado de pasividad durante la crisis sanitaria (actitud que, por cierto, le es obligada teniendo en cuenta sus limitaciones constitucionales). Quienes han adoptado una u otra postura, como niños delante de una tienda de chucherías, a menudo han optado por un criterio —digamos— “emotivista” a la hora de adherirse a una u otra opinión; guiados no más que por el torrente de circunstancias que rodea a la situación de cada uno; y desdeñando un posicionamiento que tenga en cuenta la relevancia y profundidad que requiere el debate.
¡Y es que poner en tela de juicio la institución monárquica no es para nada un asunto baladí! Se trata de un pilar capital para garantizar la cohesión social de España; sin el cual ésta sería tan inestable como la mata de yedra a la que le falta una encina sobre la que sostenerse. El objetivo de este artículo será defender el fundamental papel de la monarquía para supervivencia de la idea de España y de su Estado soberano.
La República de Platón y la cuestión del soberano
Para esta breve disertación, hemos de remontarnos 2500 años en el tiempo, a la Antigua Grecia, donde el célebre Platón plantea en su diálogo La República, la cuestión que nos atañe: ¿Qué es el Estado? Y, ¿por qué hemos de subyugarnos al beneplácito de un soberano?
En un pasaje del texto atendemos a una conversación apasionada entre Sócrates y el sofista Trasímaco, sobre la naturaleza de la justicia; en busca, podría decirse, del elemento cohesionador Estado. El segundo, fiel a su credo, postula la insustancialidad de aquella, afirmando que «lo justo es lo provechoso para el más fuerte.»
El planteamiento de nuestro amigo sofista, aunque breve, es rico en cuanto a contenido, pues plantea a la fuerza como el único elemento necesario para mantener a un pueblo unido; en otras palabras, agenciarse el monopolio de la fuerza garantizará la obediencia de los ciudadanos al soberano, legitimando su gobierno.
Sócrates, ante tan cínico planteamiento, se ve en la obligación de matizar las palabras de su amigo, concluyendo que no es solo la fuerza, sino ésta acompañada de una particular sabiduría. Estos serían los pilares que sostienen el edificio del Estado. Su matización resulta indispensable para resolver la pregunta de la discusión, pues no es tanto el fuerte, por serlo, gobernante; sino el fuerte, por ser reconocido por el pueblo, gobernante. Parafraseando a Max Weber, diríamos que el Estado moderno es el equipo administrativo que reclama el monopolio de la violencia. Y digo que lo reclama precisamente para remarcar el papel indispensable del pueblo en esta pretensión.
Un Estado no se sostiene a lo largo del tiempo solo con el uso del monopolio de la violencia, necesita algo más. Y ese algo más es una justificación, una «noble mentira» que justifique el uso indiscriminado de la coerción sobre los gobernados; una excusa por la que este aparato administrativo se convierta en el nuevo “dios” terrenal que imparte la justicia entre el pueblo. Sin esta justificación, el Estado pasaría a ser un dios desnudo de sus ropajes celestiales, incapaz de justicia alguna, convirtiéndose en un ser diabólico, el Leviatán. De ser descubierto el engaño, los súbditos dejarían de aceptar el cobro indebido de impuestos, que ahora considerarían robo, aunque mantendrían erigida su institución, no por la pleitesía de antaño, sino por un deseo ferviente de sobrevivir ante un mundo en el que Dios ya no está.
El Estado pasa así de ser un dios, representante del bien, la verdad y la belleza para volverse un mal necesario que garantice la supervivencia.
Es por este motivo que el Estado precisa de una justificación para ser plenamente y con autoridad; de otro modo el pueblo a su cargo le desobedecería, cayendo en el caos del desgobierno. No obstante, su razón de ser deberá responder a la naturaleza del que está siendo gobernado, el hombre, el cual, como un niño al que su padre le falta, tratará de hallar en el Estado la parte que le complete como ser humano.
El hombre recibirá de su padre las respuestas a sus preguntas, encontrando en ellas un sentido al mundo, a sí mismo, y a su relación con aquel. Dicho esto, no es casualidad el fuerte vínculo entre religión y política en la mayoría de los estados pre y protomodernos. La moral y el derecho, junto con lo religioso, permanecían fundidos en lo político, pues la religión es el ingrediente que más sacia al sediento, que mejor reubica al perdido, y, en definitiva, que mejor responde a estas cuestiones. Y, así como la justificación de ser al Estado se la da la religión, la razón de ser a España se la dio una monarquía nacida para defender su religión: la católica.
De este modo, España, que nace de una cruzada y se consolida con una empresa evangelizadora, surge como reacción al ataque de la fe de su pueblo, y se desarrollará protegiendo lo que en su día le había hecho levantarse.
La defensa de la fe es la “noble mentira” de España, y mientras esta cumpla su cometido, sobrevivirá robusta y erguida. Mas si sus fuerzas flaquean, como allá por el s. XIX, entrará en decadencia, y perderá su unidad. Si desdeñamos a la monarquía, relegándola a ser un mero atributo de nuestro Estado, estaremos olvidando su misión constitutiva, y con ello, la esencia de nuestro país.
¿Por qué es esta institución tan importante?, diréis. Pues porque es el recuerdo de que, una vez, bajo aquella frondosa yedra, arrugada y encogida se encontraba una encina sosteniéndola.