El estudiante al que Franco le impidió ser Notario

En España por

Desayuné no hace mucho con un amigo mío en un hotel de Nueva York. El Covid aún no era ni la sombra de una idea. Quizá fuese insustancial especificar la ubicación, pero en este mundo de redes sociales y ¨postureo¨, creía fundamental agasajar al lector con un escenario pequeñoburgués para mi primera colaboración.

Entre variedades infinitas de café y periódicos recién impresos, un español sólo puede hablar de su país, sobre todo si es para mal. Y eso hicimos. Nuestro protagonista me estuvo comentando alguna de las medidas que planeaba el nuevo Ejecutivo, impávido al desaliento por ganar la Guerra Civil ochenta años después. Le dije que reconocía cierta decadencia en estos neófitos opositores del franquismo. Ahora con la distancia, pienso que para casi todo soy muy spengleriano, incluido los opositores pero también los hoteles.

Mi amigo es millonario y progresista, en fin, ¡qué maravilloso pleonasmo! Su familia es de estos socialistas incansables ganando dinero. Tipo muy inteligente, afrancesado. Forma parte de esa “guapa gente”, que considera que uno en la vida o bien se dedica a pasear por la Rue St. Honoré mientras ojea Le Monde, cita a Proust y piensa en el futuro de la Seguridad Social, o es simplemente un bárbaro por civilizar. En su universo proustiano yo soy una especie de duque montañés arruinado que sobrevivió a la Revolución Francesa. Me mira con la condescendencia propia del iluminado. No le culpo, pues pretende de forma original teñir de socialismo e ilustración lo que simplemente parece un cambio de bando a tiempo. Qué maravilloso debe ser levantarte por la mañana siendo socialista.

Me habla de la Guerra Civil con la certeza del que la sufrió con intensidad. En su cabeza, se encuentra la cifra exacta de victimas de cada uno de los bandos. Me cita a Brenan, pronunciando su apellido con una nasalidad francesa maravillosa, pero a la vez injusta con el origen británico del autor y de su familia. Tampoco escatima en referencias a otros autores, a los que cita con la solemnidad del que no los leyó nunca y me habla de Cantavieja confundiendo guerras, pero en sus ojos verdosos y ante el ardor de su relato, apenas importa la precisión del mismo.

Mi amigo, ha contabilizado las fosas que dejó uno de los bandos, incluso ha podido registrar las de otros países. Me repite la comparación con Camboya. Ignora cuál es el tercer país de su improvisado ranking, pero me reitera que tras Camboya somos el peor en cuanto a desaparecidos. Pronto llegamos a lo que, a su juicio, fue la más importante consecuencia de la Guerra. A saber, que a su señor bisabuelo, el único republicano que ha encontrado entre las frondosas ramas de su ilustre árbol genealógico, el franquismo le impidió ser Notario. Yo en mi candidez me pregunto cómo un señor que vive en Park Avenue, que es socio de los mejores clubes de Nueva York, que saluda a los camareros del St. Regis con la familiaridad que otorga la costumbre y que vive, en fin, como un invitado perezoso en una fiesta regalada, puede lamentar que su bisabuelo no se convirtiese en Notario y sin embargo, se dedicase a ganar dinero a espuertas en América. Dinero que él sigue gastando con auténtica pasión y no poco esmero. Supongo que cuando uno es rico puede permitirse estos dandismos.

Compruebo unos días después que mi amigo no mintió pues su bisabuelo se presentó y suspendió en repetidas ocasiones. También compruebo por los años que la Guerra le pilló siendo un petimetre cordobés. Liberal sin duda, pero incapaz de compromiso político o militar. Creo humildemente que como Rafael Alberti y señora, de la Guerra este buen hombre sólo pudo comentar si era mejor el Tondonia o el Pesquera de la bodega de los Heredia Spínola.

Quizá el franquismo influyó en su incapacidad legal para dar Fe Pública, pero lo estimo poco probable y lo achaco más a una huida hacia delante ante los propios fracasos académicos. Me temo, viejo, que no aprobaste por culpa exclusivamente tuya. Tu nombre nunca se mencionó en un Consejo de Ministros. Muy a tu pesar, es hora de afrontar los fracasos con cierto estoicismo.

Pienso en la anécdota mientras amanezco estos días contando innumerables estatuas destruidas de ilustres españoles en Norteamérica. Pienso también en una noticia reciente del New York Times que se hacía eco del encuentro y perdón mutuo entre un descendiente de Hernán Cortés y otro de Moctezuma. El periodismo necesita de estas noticias tan enternecedoras con la que dos personas renuncian a sus antepasados y proyectan sobre todos una imagen de reconciliación. El “pese a lo malo que era el abuelo, mira cómo nos abrazamos” es un recurso tan viejo que sólo el Times puede permitirse usarlo. Sin embargo, en este caso, podríamos habernos ahorrado el histrionismo, pues habría bastado juntar a un descendiente de Isabel Cortés Moctezuma para comprobar la innecesaridad del perdón. Podríamos haber llamado incluso, a participar en esta olimpiada de redenciones al actual duque de Moctezuma, titulo español que rinde homenaje a los descendientes del emperador azteca otorgado por los Reyes de España.

México tiene un particular empeño contra Cortés. Habría que preguntarse el porqué, toda vez que Cortés no habría podido conquistar México sin la ayuda de los propios mexicanos, cansados de la tiranía y barbarie del amigo Moctezuma con que el acabó emparentando Cortes. La leyenda rosada de México nos envuelve en oro un pasado mitológico que España arruinó. Todos los males proceden de su pasado colonial y nada bueno trajo España a un continente autista hasta finales del siglo XV. 

No obstante, la tradición de eliminar estatuas viene de antiguo y no es sólo mexicana. Creo que es de las primeras cosas que nos copian los Estados Unidos. La última víctima del callejero urbano español fue el Marqués de Comillas, según la Alcaldesa de Barcelona, esclavista. No obstante, resulta divertido comprobar los avatares de la genealogía y descubrir como la hija del Marqués casa con Eusebi Güell, nieto de esclavista según los propios aliados de Colau. Con la herencia del ilustre cántabro se financia a Gaudí y a buena parte de lo que hoy es Barcelona. Supongo que pronto empezarán las demoliciones, salvo que nos parezca bien el dinero generado con la actividad, pero no la actividad misma, en una peripecia moral ciertamente reseñable.  No merecía Comillas estatua en la Ciudad Condal, pero parece que su yerno Güell, de similares antecedentes y heredero de su fortuna, sí reúne los méritos para dar nombre a un parque, pues es verdad que apellidarte López y ser de Comillas en esta Barcelona del siglo XXI puede ser un deporte de riesgo.

Las estatuas no reflejan lo que las ciudades son, si no que muchas veces hacen honor a lo que fueron. Juzgado con criterios actuales, posiblemente sólo Carmen Calvo merecería una estatua. Tampoco una estatua rinde honor a lo peor de un personaje, sino precisamente a lo que el personaje representó de positivo para la historia de un país o de una cultura. Los franceses entendieron esta dicotomía perfectamente y así, Pétain, el héroe de Verdún, pero a la vez, el amigo de Vichy, murió como Mariscal de Francia por un lado y como preso por otro.

No obstante, me sorprende especialmente el caso hispano de querer encontrar en Colón, en Cortés, en Oñate o incluso, en Serra, el origen de todos sus males presentes. También me sorprende la naturaleza de los que derriban estatuas pues parece obvio afirmar que la mayor parte de los que protestan, descienden de los que vinieron con Colón y no de los que estaban ya allí.

Pienso en el bisabuelo notario y pienso también en esos hispanos que de corazón creen que de sus infinitas frustraciones insatisfechas tiene España algo que anotar en su haber contable. Muy a nuestro pesar, del delirio colectivo, no tiene Franco, Colón u Oñate la culpa. La honestidad debiera obligarnos a culpabilizarnos exclusivamente de nuestros fracasos. Buscar explicaciones exógenas a los desengaños, es a menudo el recurso de los débiles para eludir responsabilidades individuales. Todo es mejor cuando el peso de la verdad recae sobre otros. Si no conseguiste un buen trabajo ó si tu país no es próspero como otros países europeos o como otras antiguas colonias españolas –  de California a Alaska – es por culpa exclusivamente tuya.

Puedes derribar las estatuas que desees como un sedante a tus propias desilusiones. Cuando despiertes de la anestesia descubrirás, que la historia sigue igual, que Colón llevó a América el proyecto civilizatorio más importante desde Roma, que Franco ganó la guerra, que lamentablemente estuvo cuarenta años con la connivencia de muchos socialistas y que tú no fuiste Notario porque no te aprendiste de memoria la usucapión contra tablas.

Pero, como nos dijimos cuando vislumbramos El Caney, desde las faldas de las Lomas de San Juan, ¿para qué vamos a hablar de cosas tristes?

Entre Santander, Asturias, Navarra y La Habana se podría construir una breve (y leve) biografía mía. Bibliófilo y posiblemente anglófilo, pero de esto último tampoco estoy seguro. Enemigo de los artificios. Aspirante a periodista de provincias. Desde hace un tiempo sólo leo a Pla. Como Bulgakov pienso que: “Digan lo que digan, siempre hay algo malo escondido en los hombres que huyen del vino, de las cartas, de las mujeres hermosas o de una buena conversación”