Recientemente tuve la suerte de compartir copas con una voz autorizada de la izquierda- izquierda de nuestro país (y no me refiero al PSOE). En un momento, la conversación nos llevó a discutir sobre el hipotético trato que se otorgaría a una persona de profundas convicciones religiosas y conservadoras en un hogar de la nueva izquierda. Y, asimismo, cómo se recibiría a un activista LGTBI por parte de un diputado de VOX.
Más allá del alcance de la pluralidad y apertura de las distintas Españas este discurso muestra un problema que atraviesa de norte a sur Europa: ¿dónde ha quedado lo común? Parece que, con honrosas excepciones, los elementos de unidad social tanto simbólicos como incluso lingüísticos se han ido quebrando. Belgas y suizos dicen divertidos a menudo que la comunión del país se encuentra en Les Diables Rouges y la Nati (sus selecciones nacionales de balompié) respectivamente. En España, se denuncia con frecuencia que los elementos representativos de lo común los ha patrimonizalizado la derecha. Y la derecha denuncia el desdén de la izquierda hacia todo aquello que nos debería unir. Ciertamente, el toro, la rojigualda o la corona son elementos vinculados sociológicamente a la derecha. Incluso el otro día oí que seguir a Rafa Nadal es de derechas. Tal vez Spain is different, pero os sorprendería comprobar como este tipo de debates se dan con mayor o menor intensidad también en otros países europeos.
La quiebra de lo común va más allá de lo simbólico. La cosmovisión autonomista en la que confluyen muchos movimientos progresistas se está volviendo hegemónica en muchas instituciones sociales vitales para el desarrollo de un país. En este sentido, la noción de ciudadanía no se construye sobre los mínimos comunes denominadores imprescindibles para la convivencia, sino que a menudo ha adoptado criterios maximalistas imposibles de aceptar por cosmovisiones alternativas. En el momento, por ejemplo, que la escuela pública adopta ciertos enfoques teóricos contrarios a una cosmovisión, los adeptos a esta cosmovisión se sentirán excluidos del modelo público común. Siendo aún más claros, a modo de ejemplo, observamos en materia educativa el debate relativo a la educación sexual: para algunos es una educación con fines simplemente sanitarios y moralmente neutra, para otros puede ser directamente contraria al ADN de sus convicciones. Choques similares vemos en otras instituciones como los hospitales con las discrepancias relativas a la objeción de conciencia de algunos profesionales sanitarios para ejercer algunas intervenciones que para una parte de la población son moralmente neutras, y por la otra son brutalmente contrarias a sus principios.
Ya sea por el frenetismo de este momento que nos ha tocado vivir, o por la lucha subrepticia en nombre de nuevas hegemonías culturales, incluso el lenguaje se ha impuesto como una nueva tapia de lo común. No solo es complicado seguir al día el ingenio inventivo de nuevas categorías post-modernas, sino que el lenguaje políticamente es un coto cada vez más exclusivo. Así, las categorías para discutir lo común se desquebrajan destruyendo lo que nos permite pensar y discutir conjuntamente lo que es de todos.
¿Qué une a la ciudadanía? ¿Qué elemento más allá del amor transversal por la tortilla de patata y el buen tiempo une a los españoles? Más allá de los destrozos que se han cometido en nombre de la patria, la patria permite una visión allá de nuestro propio ego en torno a la visión de un proyecto compartido. Séneca decía que “Ninguno ama a su patria porque es grande, sino porque es suya.” No obstante, si los elementos que permiten que esta patria sea “nuestra” y “tuya” son cada vez más restrictivos ¿Bajo qué pretexto pueden unirse y recibirse los dispares compañeros de mesa? ¿Cómo coseremos un proyecto común que nos permita avanzar a todos?