Resulta conocido por todos que los cursis han formado parte del imaginario colectivo de los españoles desde hace generaciones. Algunos estudiosos del tema como Noël Valis, profesora de literatura española en Yale, en su libro La cultura de la cursilería, mal gusto, clase y kitsch en la España moderna define el surgimiento del “señorito” español de mediados del S. XIX como el momento fundacional de la cursilería en nuestro país.
Enrique Tierno Galván en su Aparición y desarrollo de nuevas perspectivas de valoración social en el S. XIX: lo cursi incluye unos textos del Marqués de Valmar de 1881 en los que se define a los cursis como unos “pollos ociosos e insulsos que como todo lo saben todo lo miran con superioridad desdeñosa”. Tierno Galván utiliza esta definición como punto de partida para su explicación de la cursilería, que para él exige “un cierto conocimiento de los modos de comportamiento, cierta seguridad en uno mismo y un afán de notoriedad”.
A través de un artículo de Ramón Solís en octubre de 1962 para el diario ABC y diversas investigaciones, se ha podido intuir que la primera aparición del concepto cursi en la prensa española fue un artículo titulado Un cursi -firmado por un tal R.- para la revista gaditana La Estrella en diciembre de 1842.
En Un cursi, el autor del texto comenzaba con una dolorosa confesión con la que muchos nos sentimos identificados: “No es por cierto la tarea más enfadosa ni difícil el buscar un cursi por esas calles de Dios, pues que de ellos está plagado mi pueblo”. Esta sería la primera nota característica de los cursis: los hay a espuertas.
Para definir al cursi, R decide situarlo en distintas situaciones. En el teatro, el cursi siempre aplaude pase lo que pase y se empeña en ir a fumar donde está prohibido. En los bailes, pide canciones que no le apetecen a nadie y al acudir al guardarropa “empuja a los demás que esperan y se hace el gracioso”. En las funciones religiosas, “está en la puerta de modo que impida el paso a las señoras al salir de la iglesia y les dice bromitas verdes, siempre de mal gusto y fuera del caso”, y así continúa con una larga exposición de conductas ridículas.
Finalmente, R opta por definir claramente lo que considera un cursi de primera: “es un padrastro para toda reunión, un ente inútil para la buena sociedad y un cáustico para el que tiene la desgracia de tenerlo junto en cualquier parte”.
Creo que a estas alturas de la película ya nos podemos ir haciendo un poco la idea de la cursilería que queremos analizar: un quiero y no puedo tan antiguo como la propia España. En este sentido, la aproximación clave a la cursilería la llevó a cabo Francisco Silvela en su desternillante obra El arte de distinguir a los cursis de los que no lo son (seguido de un proyecto de bases para la formación de una hermandad o club con que se remedie dicha plaga). En ella, Silvela afirma con rotundidad: “Creemos pues, fijar de una manera positiva el ridículo que procede de lo cursi, diciendo de él que es una aspiración no satisfecha; una desproporción evidente entre la belleza que se quiere producir y los medios materiales que se tienen para lograrla”.
Esta romántica definición es la que me parece más acertada. Del mismo modo, no puedo evitar que me recuerde a algo. Hoy es sábado y no dejo de darle vueltas. Igual es domingo, no lo tengo claro. Esto del confinamiento hace que el tiempo se haya convertido en algo un poco más viscoso.
El caso es que estoy tranquilamente en mi sofá con una cerveza en la mano-ahora hay muchos descubriendo que no son bebedores sociales, otros ya albergábamos nuestras sospechas-. De repente, empieza el informativo. Lo mismo de siempre en televisión: las peores noticias posibles rodeadas de un enorme montón de noticias espantosamente, dolorosamente (pongan aquí el adverbio que quieran) amables, incluso ñoñas. En medio de una de esas benévolas piezas, la señal se corta y aparece él. En el extremo de la televisión se puede apreciar claramente: DIRECTO.
Me froto los ojos. No puede ser. Y, sin embargo, ahí está: traje entallado casi sin solapa, corbata fina y pelo cada vez más canoso. No hay duda, es Pedro Sánchez y está dispuesto a fastidiarme mi telediario una semana más. Bueno el telediario y lo que venga, porque la semana pasada seguía ahí plantado al despertar de la siesta. De hecho, mi mayor terror es encontrármelo en el salón en el desayuno del lunes.
Mira a la cámara -nos mira a los españoles, mira a España-, está serio: “en estas pocas semanas, aunque nos hayan parecido eternas, el virus ha dejado un rastro de dolor”. Y sigue: “Unidas y unidos, todos, hombres y mujeres de este país. Jamás querríamos haber visto a nuestro país, a nuestro querido país en esta situación. Jamás pudimos imaginar que esto sucediera. Este país que sufre es el nuestro. Es el de todos y todas, sin excepción”. Tuve que apagar.
Estaba claro lo que me resultaba familiar de la definición de Silvela: en el sanchismo hay una evidente desproporción entre la belleza que se quiere producir y los medios materiales para lograrla. Algunos -incluso el bueno de R ya lo temía en su tiempo- vivíamos con miedo ante el surgimiento de una cursilería generalizada con lo políticamente correcto. Sin embargo, ahora ya es oficial: los cursis también han tomado el ejecutivo.
La tensión con la que se está viviendo la expansión del COVID-19 a nivel mundial y sus consecuencias dramáticas han hecho que el relato bélico haya encajado en muchos de los discursos de los máximos dirigentes políticos -sobre todo, reconozcámoslo, en los que tienen un menor apego a la verdad-. En el caso de España, Pedro Sánchez ha llegado a rozar la broma de mal gusto.
Si en la campaña electoral se cansó de imitar a Kennedy -esa foto también fue sin duda lo más cursi de ese año-, en medio de una crisis sanitaria sin precedentes, Sánchez ha querido ser nuestro Churchill -de hecho, hace unas semanas incluyó su “haremos todo lo que haga falta, cuando haga falta y donde haga falta” para engordar su habitual lista de citas-. El relato le conviene: hay tensión, giros inesperados, un enemigo invisible y consecuencias devastadoras. De esta manera, nuestro presidente -y su equipo, la selección nacional de la cursilería- configura sus discursos con el objetivo de trasladarnos que estamos en una situación de guerra total, en la que debemos estar orgullosos de nuestra capacidad de sacrificio.
Así, no se cansa de afirmar: “El virus no distingue entre ideologías, clases ni territorios”, “Estamos dando pasos en un camino plagado de sombras y contando con muy pocas certezas”, “La muralla para contener el virus está en nuestra voluntad de resistir y vencerlo”, “Todos y cada uno de los actores de la sociedad tenemos una misión específica en esta batalla”.
Sin embargo, reconozcamos lo evidente: ni Sánchez con sus citas vacías y sus intervenciones interminables es Churchill, ni usted está precisamente liberando a Europa del fascismo mientras teletrabaja desde la comodidad de su salón o se atiborra a series durante el fin de semana. Y es precisamente ese el punto en que la cursilería se vuelve peligrosa.
La cursilería española encuentra con facilidad un pariente europeo en el kitsch alemán. Ese concepto que, como decía Umberto Eco, ha tenido que ser incorporado por la fuerza en las restantes lenguas al resultar intraducible. Sobre el kitsch hay mucho escrito, pero la definición más clara es la que efectuó Milan Kundera. Él ha sido uno de los pocos que ha sido capaz de explicar cómo funciona la cursilería en política en su obra La insoportable levedad del ser:
“Por supuesto el sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente. Por eso el kitsch no puede basarse en una situación inhabitual, sino en imágenes básicas que deben grabarse en la memoria de la gente: la hija ingrata, el padre abandonado, los niños que corren por el césped, la patria traicionada, el recuerdo del primer amor. El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra. La primera lagrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped! La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped! Es la segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch. La hermandad de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el kitsch (…) Nadie lo sabe mejor que los políticos. El kitsch es el ideal estético de todos los políticos”.
Como se puede observar, Kundera relata una primera experiencia básica que provoca una emoción -real o fingida-, y, posteriormente, una segunda experiencia que provoca esta segunda lágrima, lo que convierte el kitsch en kitsch.
En las interminables comparecencias de Sánchez se encuentra resumida mucha de la complacencia de la posmodernidad: un mundo encantado de conocerse, que ha sido educado en un respeto sagrado a su tolerancia e inteligencia social, su determinación y su modernidad.
Ahora nos encontramos inmersos en una crisis que amenaza con afectar radicalmente a nuestro modo de vida, que parece que puede realmente cambiar las reglas del juego. Y mientras tanto, nuestro presidente del gobierno continúa compareciendo durante horas, obsesionado con generar un relato en el que no sólo él sea la luz en la oscuridad, sino en el que nosotros además nos tenemos que sentir encantados por ello -a poder ser, derramando esa segunda lágrima por nuestra honda capacidad de sacrificio-. Flaubert -otro autor que dedicó gran parte de su vida a enfrentarse a la cursilería- siempre quiso escribir una novela sobre la nada, es una lástima que no hubiese podido conocer el sanchismo.

